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Tushita, el chófer de la Gulbenkian, había aparecido a las once en punto al volante de aquel Cadillac Corvette, una antigualla azul y crema de la época de Eisenhower. El tipo no era menos peculiar: delgado, moreno, no más de treinta años… Bastaba reparar en su traje de raya diplomática, difuminada por la capa de polvo que lo cubría. O en la mugrienta camiseta de Supertramp con la que intentaba equilibrar tanto clasicismo. O, definitivamente, en el bigotillo a lo Freddie Mercury que, la verdad, no acababa de encajar con los dientes de oro que le llenaban la boca cada vez que sonreía.

El arqueólogo y el conductor ni siquiera necesitaron identificarse. Se miraron y, cosa extraña en dos personajes tan excéntricos, se cayeron bien al primer golpe de vista. Nada más derrumbarse en el amplio asiento trasero, Manuel escuchó la perorata de presentación en aquel inglés masticado a la tibetana:

–Mi nombre es Tushita, míster Nájera, soy su chófer oficial e intérprete titulado…

Pero como el tal Tushita no se había molestado en quitar la radio, su puré de palabras le llegaba mezclado con un fondo mareante de música india estilo Bollywood. Toda una ducha fría de contemporaneidad para dejar atrás la India islámica y adentrarse en la budista, a un tiro de piedra de China.

Sin embargo, ese viaje por el espacio se traduciría bien pronto en un salto atrás en el tiempo. Subir al Tíbet es como bajar al centro de una edad originaria, a un tiempo fuera del tiempo, cuyos habitantes siguen viviendo al margen de la historia. Manuel tuvo ocasión de comprobarlo cuando abordó al chófer con una frase hecha que desconcertaba a todos:

–¿Vive usted en Cachemira, o viene desde Leh?

Tushita se volvió sin dejar de conducir y le miró con una expresión de asombro maravillado. Jamás había escuchado a un occidental hablar en hindi.

Sobre todo cuando, tras precisarle que era originario «del país de Gujé», Manuel insistió en un exquisito tibetano coloquial:

–Ah, vaya, es ahí donde dicen que se encuentran las mujeres más bellas de todo el Tíbet, Gacelas de Gujé, pastoras del paraíso. ¿No empieza así el poema?

–No crea, señor -respondió el conductor con toda la naturalidad que pudo-, la poesía dirá lo que quiera, pero a mi mujer tuve qué buscarla en el valle de Hunza. Ya no quedan mujeres sanas en mi tierra, la tierra de mi país ya no es fértil. Después de la ocupación china nada da el mismo fruto, ni el agua de los manantiales nos sabe igual.

–¿Y no ha sido siempre así?

–No siempre, señor. En otro tiempo mi país era un reino fuerte. En mi casa hay un libro que cuenta eso -continuó el chófer, mirándole a través del retrovisor-. Era de mi padre, bueno, del padre de mi padre. Cada noche nos leía historias de la vida de nuestros reyes y nuestros dioses, los que enseñaron a los grandes lamas a viajar a las estrellas. Entonces el Tíbet era un paraíso, hasta que vinieron los chinos y lo convirtieron en un infierno. Nos han masacrado durante años sin que ninguna de las grandes potencias moviera un dedo por evitarlo. Una vergüenza internacional…

–Tal vez el mundo esperaba que los lamas utilizasen sus poderes para defender su reino -ironizó Manuel, midiendo a su interlocutor.

Tushita arqueó una ceja y apagó el receptor de radio.

–No dude de que los usan, señor. Los tibetanos somos un pueblo resistente, para nosotros la guerra más larga no es más que una batalla. Un grano de arena en una eternidad. También eso lo leí en el libro de mi padre; lo decía un gran hombre santo: Milarepa, seguro que lo conoce.

–Sí, claro, otro que viajó a las estrellas, ¿no es cierto?

–Así fue la vida del santo Milarepa. Primero vivió en los palacios y se entregó a todos los placeres, luego se retiró a meditar a la montaña sagrada, en lo más alto del Kailas, y un día lo vieron elevarse hacía la gran estrella roja al este del cielo, que debe de ser Júpiter. Lo dice el libro. Aunque, claro, de eso hace ya más de cinco mil años.

–¿Más de cinco mil años?

–Tal vez más -puntualizó el chófer-, porque entonces ni siquiera existían los malditos chinos.

De nada hubiera servido que Manuel le precisara que la vida de Milarepa, el gran místico y poeta tibetano, sucedió allá por el año mil de nuestra era, mucho después de que viniera al mundo el primer chino y muchísimo antes de que el primer tibetano viajara a Júpiter, si es que alguno de ellos ha viajado tan lejos alguna vez. Por más que se lo explicara, Tushita jamás cambiaría de idea. Su tiempo era otro. Un tiempo mítico que se imponía a toda cronología cierta, como aquel absurdo Cadillac Corvette se imponía a toda forma de cordura. No cabía imaginar un vehículo más inapropiado para trepar por esa carretera que sube de los tres mil a los cinco mil metros sin más empuje que el de un maltrecho motor diésel, y sin embargo, aun ahogado y renqueante, el Cadillac seguía ascendiendo.