Primera Parte

ADN de Cristo

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Primavera de 1947, en la Palestina del protectorado Británico, mientras las milicias árabes y judías batallan por el dominio de Jerusalén y la región entera vive una guerra civil encubierta, un joven beduino busca una cabra perdida entre los riscos de Qumrán, un paraje desértico en las cercanías del Mar Muerto. Hace un calor seco, de zarza ardiente: las piedras humean, y hasta el canto de las chicharras abrasa la piel. Seguro que la maldita cabra ha enfilado el laberinto de cavernas que horadan la montaña. Las cabras de Qumrán son muy testarudas cuando olfatean una brizna de hierba o un rastro de agua, casi tanto como los beduinos cuando tratan de recuperarlas. Una vez en la cima del risco, el joven arroja unos cuantos guijarros por las grietas más profundas. Sabe que la montaña está hueca, y con un poco de suerte el eco de los guijarros asustará al animal, que acabará saliendo a la luz por el hueco más inesperado. No obstante, el sonido que llega del fondo de la sima no es el habitual. Una de las piedras parece haber golpeado un objeto de barro, una tinaja o un ánfora. «¡Que el Perro me lleve! – exclama el cabrero-. ¡Tal vez allá abajo me espera el mismísimo tesoro de Suleimán!»

Al momento lía su keffiyah como una soga y se descuelga por la estrecha garganta. «Todo sea por el tesoro de Saladino», se dice un instante antes de dejarse caer, porque su keffiyah no da para más. Al menos cae de pie, sin romperse la crisma. Al dar el primer paso nota que se ha torcido un tobillo, pero no se queja: lo que acaba de iluminar su candil le deja sin palabras. La garganta se abre en una gran cavidad abovedada donde hay, no una, sino decenas de tinajas negras y rayadas, de las que se utilizaban en tiempos antiguos para los sacrificios.

El beduino se precipita a abrir la más voluminosa. Le cuesta abrazarla, tiene que emplear toda su fuerza. Esta pesa, masculla prometiéndose un botín digno de un rey. Cuando al fin consigue volcarla, sin embargo, de su boca sólo se vierte un amasijo de cueros raídos y anudados con filacterias.

Una tras otra las va volcando todas, cada vez más decepcionado: las tinajas no encierran joyas preciosas, ni ornamentos regios, ni una bolsa de siclos de oro, ni un mísero denario. En su interior sólo se amontonan ajados pergaminos, que se deshacen como telarañas polvorientas al tocarlos.

Valía más su cabra, que al fin apareció enredada en las ramas de un espino, no muy lejos de la sima. «¡Tú tienes la culpa de todo!», le espetó, golpeándola con uno de aquellos rollos y llevándosela hasta la jaima del jeque de su tribu, él cojeando y ella a rastras.

El viejo jeque pensó lo mismo que el joven cabrero: «Esto no vale nada». «¿Pero si sólo eran pellejos sin valor -se preguntó luego-, por qué se tomaron la molestia de esconderlos?» No tenían nada que perder llevando aquella maloliente reliquia a la Universidad Hebrea de Jerusalén: conocía bien la extraña forma de pensar de aquellos sionistas. Quién sabe si ellos les encontrarían un significado o incluso un valor, por peregrino que fuera.

Por supuesto, el funcionario bostezante que lo archivó en una bolsa de plástico ni sospechó -mejor dicho, ni se molestó en sospechar- que aquel rollo contenía un libro completo del profeta Isaías escrito en tiempos de Cristo. «Sí, es viejo -le dijo por toda explicación al jeque, que parecía más viejo aún, y sin embargo no se ofendió-, estas letras que se deshacen huelen a más de mil años.»

Pero ni el beduino, ni el jeque, ni el funcionario hubieran imaginado jamás que lo que había pasado por sus manos se iba a valorar como uno de los mayores hallazgos culturales y religiosos del siglo xx.

Y menos aún que ese pergamino polvoriento que no valía el vellón de una cabra iba a originar una auténtica revolución.