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¿Cuánto tiempo llevaba hablando solo delante de su manuscrito? Tushita seguía allí, en pie bajo el dintel, esperando a que acabara de escribir. Se le veía extrañamente impaciente. En cuanto Manuel levantó la cabeza del texto, no vaciló en recordárselo con la misma pregunta:

–¿Tardará mucho en acabar, Nájera San?

Se lo había preguntado antes, poco antes de que apareciera Kupka y lo revolucionara todo. Manuel le miró otra vez, ¿a qué vendría tanta insistencia?

–Antes de salir de Léh, en mi agencia se recibió un teletipo de Tielontang. El padre Stellios quiere que vuelva. Vengo para llevarle.

El hermeneuta escuchó la explicación de su guía como si leyera otro texto en sus labios. Y ese segundo texto, el no verbalizado, era el mensaje que esperaba. Tenía que ser así. Claro, tenía que volver al camino, pues ya había resuelto el enigma de la primera puerta.

–Vaya, qué noticia, Tushita… ¿Cómo es que no me lo has dicho antes?

–Si salimos ahora mismo, todavía llegaremos con luz al paso de Tengri Nor. Esta vez puedo llevarle en el coche oficial, lo tengo ahí fuera.

–De acuerdo, vamos para allá… Pero antes tienes que llevarme a los pies del Buda. No quisiera cruzar esa frontera sin despedirme de él…

Por alguna razón que aún no me atrevo a escribir, ese día Manuel dejó sus dos traducciones -la del libro y la de la losa- perfectamente ordenadas sobre su mesa, y sólo se llevó consigo los borradores. ¿Presintió de alguna manera que tardaría en volver y quería dejarlo todo bien ordenado, o tal vez daba por concluido su trabajo? Sin embargo, para un hombre como él, que había invertido su vida entera en esa búsqueda, ¿cabía la posibilidad de cerrar el Libro de Cristal antes de llegar hasta la última línea de su última página?

Lo más alucinante de todo, sin embargo, comienza con una posibilidad insospechada hasta entonces. Tal vez, descifrando clave sobre clave, llegó a la conclusión de que su camino ya no debía de seguir un texto, sino una andadura física donde el tercer paso era ya una ruta más allá de Tielontang… Una ruta por las que ya sólo podía guiarle el padre Stellios ¿o quizá alguien más?

Manuel y Tushita llegaron al acantilado a esa hora en que los Himalayas se bañan en una inmensa luz rosada que parece ir resbalando de cumbre en cumbre y de eternidad en eternidad. Las golondrinas cruzaban en elipses fulgurantes sobre la Puerta de Mulbek, y el Gran Buda rojo, vivificado por la intensa luminosidad del sol poniente, más que un Buda semejaba uno de los imponentes colosos de Abu Simbel puesto en pie.

Había una mujer junto a la escultura, una mujer vestida de negro riguroso, con el rostro cubierto por una máscara de cuero. El viento que azotaba su túnica justificaba la máscara. Era el tiempo de las tempestades de arena, y todas las mujeres tibetanas se protegen así cuando emprenden un viaje. ¿A quién esperaba esa mujer?

–Viene con nosotros -exclamó Tushita, sin detenerse a presentársela-, también ella ha sido llamada por el padre Stellios.

La mujer les saludó con una inclinación de cabeza pero no se movió. Manuel repitió el mismo gesto y siguió hacia la piedra, tampoco él tenía tiempo que perder. El viento batía los folios que llevaba en su mano, apenas media docena. Los suficientes para desatar toda una revolución. Una revolución revelada que, verdaderamente, estaba llamada a cambiar el orden del mundo. Tanto él como Dieter Kupka sabían que allá, en ese remoto paraje de los Himalayas, habían encontrado y descifrado, tal vez, el único y definitivo Evangelio de Cristo. ¿Podía haber algo más? ¿Quedaba algo por descubrir? ¿Qué había averiguado Manuel contrastando los dos textos? ¿Qué necesitaba verificar sobre la losa?

Tushita lo vio avanzar hacia la piedra y tenderse sobre su superficie, pero esta vez no le siguió, ni Manuel se volvió para llamarle. Pero, ¿y esa manera de leer la losa, a qué obedecía? De pronto, el gran Nájera se ponía a leerla en vertical. Su mano acariciaba las iniciales de cada párrafo, y enseguida saltaba al siguiente. Luego volvía a sus escritos, anotaba algo, lo subrayaba y regresaba a la losa.

Apenas media hora después de iniciar la que sería su última prospección, Manuel Nájera se quedó de rodillas sobre la gran losa de Mulbek, y se llevó las manos al rostro. Su cuerpo comenzó a estremecerse de una manera extraña, como si llorara y riera al mismo tiempo. Tuvo que ser un momento sagrado, una epifanía equivalente a la de aquellos caballeros andantes que empeñaron su existencia en la búsqueda del Arca de la Alianza o del Santo Grial. Sin embargo, la frase que Manuel legó a la historia no tuvo nada de solemne.

–Es un maldito acróstico -exclamó-: algo tan sencillo como un acróstico…

Y se echó a reír con una risa callada ante la que Tushita no pudo por menos que preguntar:

–¿Qué es un acróstico, Nájera San?

–Algo muy simple… Una escritura en clave aplicada a un texto, en el cual las letras iniciales, las medias o las finales, leídas en vertical, revelan un mensaje cifrado y sin embargo, evidente. Tan evidente como el signo del pez que descubrimos el primer día, y no entendimos nada.

–Y eso, ¿está en la losa?

–No sólo en la losa. El que ideó esta historia fue un personaje de una inteligencia extraordinaria, y le gustaba mucho jugar. Escucha: es muy posible que las letras iniciales de cada párrafo de la losa se completen con las de cada lámina del Libro de Cristal.

–¿Y qué dicen? – preguntó el chófer, que parecía impacientarse.

–¿Qué dicen? – repitió Manuel, clavándole una mirada profunda-. Me temo que eso tú ya lo sabes, Tushita. Por eso estás aquí.

Tushita le sostuvo la mirada, pero no pudo mantenerla por mucho tiempo. Antes de añadir nada, pareció vacilar.

–Entonces está bien. Si los dos lo sabemos cuál es el mensaje, podemos irnos ya. El padre Stellios nos está esperando.

–¿No me vas a dejar echarle un vistazo?

–Nájera San, usted mismo dijo que su trabajo aquí ha terminado. Tenemos que irnos.

Pero Manuel no se movió, sus dedos avanzaron hasta el borde de la losa, se deslizaron por sus cantos como buscando un resorte o un resquicio. Diez años atrás, hubiera dado la vida por poder ajustar una palanca en ese resquicio y alzar siquiera quince centímetros aquel bloque de basalto negro.

–Es inútil que intente alzar la losa -insistió Tushita, confirmándole sus peores sospechas-: esa losa está sellada desde hace más de mil años, y así debe de continuar durante mil años más.

Como Manuel seguía sin responderle, y el tibetano añadió en otro tono de voz:

–Por última vez le pido cortésmente que venga conmigo, Nájera San. Su tiempo se ha acabado.

Cuando Manuel alzó la vista, se encontró con un revólver apuntándole. Por la mano que le había salvado de ella, volvía la serpiente para acabar su trabajo. Carmen volvía a por él desde Villa Bellagio. Volvía aquella noche terrible en que, al entrar de la terraza al salón, la encontró apuntándole con un arma muy parecida a ésa, antes de quitarse la vida delante de él. Siempre lo había sabido. Más tarde o más temprano, sabía que ese momento iba a repetirse en su vida, y que eso sólo sucedería una vez que hubiera resuelto el enigma que le obsesionaba desde que entró por primera vez en la caverna número cuatro de Qumrán.

O sea, que todo era cierto: debajo de esa losa le aguardaba la respuesta final que ajustaba todas las piezas y todos los libros en una presencia absoluta. «Está bien -se dijo-, acepto no saber más. Acepto no desvelar el último velo y guardar dentro de mí el último secreto. Así ha sido siempre, así ha de ser y así será.»

Pese al revólver con que le invitaba a caminar, la expresión de Tushita no había cambiado. Le miraba como si le dijera: «Tienes que entenderlo, viejo amigo, no es nada personal». Manuel entró en el desportillado Cadillac Corvette, donde ya les estaba esperando la mujer enmascarada y se acomodó a su lado, en el amplio asiento posterior. También ella, muy cortésmente, le apuntaba ahora con otro revólver. Tushita pisó a fondo el acelerador y el automóvil desapareció de inmediato envuelto en una nube de polvo y arena. Pero no hacia la carretera que conducía hasta el Aksai Chin, sino hacia el sur de Ladakh.