8

A la mañana siguiente fui yo quien tuvo que partir precipitadamente, con una cita inesperada quemándome la agenda y un landróver blanco de la ONU abrasando con su humareda las calles de Kandy. Cuando regresé al hotel, al caer la tarde, Manuel ya había partido. En la recepción había dejado una nota a mi nombre que decía más o menos así: «Tendrás noticias mías. Recuerda, de la historia más grande jamás contada el mundo sólo sabe el comienzo. Nosotros vamos a contar el resto. Yo lo viviré y tú lo contarás, amigo mío, porque esta vez pienso anotar cada uno de mis movimientos. Si todo sale bien, vas a ser el personaje más importante de este relato: algo parecido al último evangelista».

Esa noche, cuando me reencontré con mis colegas en el bar del lobby, aposté los tragos de todos contra el Pulitzer que, definitivamente, iba a ganar ese año.

–¿Ah, sí? ¿Ya tienes la historia del millón de dólares?

–Me la está escribiendo un amigo que se ha puesto en camino…

–¿En camino hacia dónde?

–Hacia el Tíbet, naturalmente.

–¿Y qué se le ha perdido allá?

–Sigue las huellas de Cristo después de que lo crucificaran. Una segunda vida, un nuevo camino, una misión pendiente… -no me importó que todos se rieran, no les había advertido de que hablaba en serio-. Sí, eso es lo que ha ido a buscar el loco de Manuel Nájera, y me temo que esta vez va a encontrarlo.

Transcurrió todo un año sin tener noticias de Manuel, ni de su misterioso viaje, pero en ningún momento se me pasó por la cabeza que nunca más lo volvería a ver. Cuando nuestro consulado en Katmandú me confirmó que, en efecto, Manuel Nájera había viajado hasta Ladakh auspiciado por la Fundación Gulbenkian, y el cónsul en persona me entregó aquel grueso cuaderno de tapas amarillas, no creí ni una palabra del resto de la historia oficial. Era sencillamente increíble que un personaje tan desencantado como él se hubiese dejado seducir por una guerrilla de liberación, en la frontera entre el Tíbet indio y el territorio ocupado por el ejército chino, como aseguraban los rumores que intentaban justificar de ese modo su desaparición sin dejar más huella que ese cuaderno, en agosto de 1982.

–Es imposible -repetí ante el cónsul-, tiene que ser un malentendido. ¡Era un pacifista convencido! ¡No había nada que despreciase más que la política y los políticos y, por supuesto, cualquier forma de violencia!

–Lea lo que su amigo escribió con su propia mano, léalo -respondió el cónsul imperturbable-. Él le eligió a usted como testigo. No sé, no alcanzo a entender muy bien de qué…

Acepté el cuaderno con la misma displicencia con que me lo ofrecía. En cuanto salí del consulado me puse a leerlo ávidamente. En efecto, en las guardas figuraba claramente una dedicatoria, con mi nombre y mis datos, rubricando el deseo de que me fuera entregado en un caso extremo.

Pero a partir de ahí, todo eran fragmentos sin relación explícita entre unos y otros, notas a veces medio tachadas y siempre apresuradas que hacia el final del texto se volvían casi ilegibles. En el epílogo de su historia no pude evitar pensar en el comienzo de la nuestra, cuando nos encontramos y nos conocimos, y en cómo nos hicimos amigos hablando de otra historia escrita sobre tiras de cuero y pergaminos hechos pedazos, los rollos de Qumrán.

Así me reencontré con él y así le hice la promesa de escribir este relato a partir de todo lo que pude averiguar entre quienes más le frecuentaron allá junto a la Puerta de Mulbek, en su última aventura. También yo les paso una escritura de fragmentos. Fragmentos de su diario y de su delirio, fragmentos de otras voces, fragmentos de lo poco o mucho que yo llegué a conocer de la vida y los misterios de Manuel Nájera. Discúlpenme si en toda esta historia falta una coherencia final. ¿Pero qué decide la coherencia de una vida? ¿Alguien lo sabe?