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Al día siguiente, como siempre, un operario de la Gulbenkian vendría para llevarle a Ladakh. Daba igual que fuera Ladakh, Karachi, el desierto libio o de nuevo, eternamente Jerusalén. Hasta donde alcanzaba a recordar, su vida había sido un viaje donde él siempre ocupaba el asiento de atrás, el viajero al que conducen por una carretera tercermundista hasta un yacimiento arqueológico. Y otra vez vuelta a empezar. Cientos de ruinas visitadas, miles de tablillas descifradas, innumerables noches en blanco sobre un pergamino, y de todo eso no le quedaba más que el sabor a alquitrán de una carretera infinita que le transportaba desde una época vertiginosamente evanescente -la nuestra- hasta otras épocas perdidas de las que no quedaban más que palabras grabadas sobre una roca que tal vez fue la piedra angular de un imperio.

Sabía que un día le sobrevendría lo peor. ¿La muerte? No, algo peor que la muerte: encontrarse frente a una inscripción que sería incapaz de descifrar. Un día sucedería exactamente eso. Se encontraría frente a la más absoluta imposibilidad de comprender, paralizado ante el enigma, ante las tinieblas.

Ese viaje que era su vida admitía esta otra dimensión: caminar solo hacia esas tinieblas, hacia el muro de lo incomprensible. Y a medida que envejecía lo incomprensible se volvía más inabarcable, más profundo y oscuro, inconmensurable.

La camarera se acercó con su tercer gintonic. De pronto, su inocente sonrisa parecía haber cobrado un destello nada inocente. Al servirle la copa, su mano rozó un instante la de él y no se excusó.

–¿Cómo te llamas? – preguntó Manuel, ya en inglés.

Esta vez la joven le sostuvo la mirada.

–Shalimar -exclamó ella, con la entonación perfecta de quien quiere manifestar que no revela su nombre verdadero.

–Excelente elección -corroboró Manuel mientras firmaba la nota.

Aún estaba doblándola cuando la chica añadió en el mismo tono:

–Termino dentro de una hora.

–Vaya, vaya, Shalimar… Tienes un nombre muy sugerente, pero veo que eres práctica y expeditiva.

–Cómo usted quiera, sir… Ya tenía su asentimiento y su número de habitación, y Manuel la tenía a ella. Mejor sí iba subiendo para poner un poco de orden. Desde la quinta planta del Mogul Gardens se ofrecía una panorámica espectacular del lago Dhal, por donde cruzaban un par de shikaras. Sobre sus aguas, quietas como placas de mercurio, se reflejaba la cumbre dorada del Hari Parbat.

Al volverse, la escena paradisiaca se ensombreció con la mancha de un gran mandala sobre su cama. No había reparado en él hasta entonces. ¿Quién habría elegido la imagen de un demonio danzante para velar los sueños de los clientes de aquel hotel? Porque aquella bestia rojiza de ojos de fuego y colmillos de tigre sólo podía ser el feroz demonio Kalachakra. Al fin y al cabo, se trataba de un demonio protector. Una segunda mirada revelaba a su esposa ritual abrazada a él, cuerpo contra cuerpo, la boca de la fiera hundida en su blanco seno, como si la estuviese devorando. Pero no. El demonio benéfico blande un rayo, símbolo del conocimiento, y ella, su hembra desnuda, despojada de todas las ilusiones, emerge de un loto azul alzando una copa llena de sangre labrada en una calavera, tal vez el cáliz más antiguo del mundo, el primer Santo Grial.

Yab-yum, unión sexual del rayo y el loto. Eso había sido para él en otro tiempo el sexo, una alquimia esencial, casi una forma de iluminación. No era que Manuel se creyese un iluminado: estaba loco, pero no tanto. Ni siquiera practicaba la castidad. Ahora bien, le resultaba ofensiva cualquier frivolidad al respecto. Todos los grandes iniciados dictaban la misma enseñanza: No desbordes la copa, no apagues tu llama sagrada. Demasiadas coincidencias a lo largo de demasiado tiempo como para no tenerlas en cuenta. Retener el orgasmo, ascender esa energía desde la puerta de la vida hasta la puerta de la luz, es decir, desde la base del sexo al vértice del cráneo, ir subiéndola latido a latido por el diafragma, por el corazón, por la garganta, por el hipotálamo hasta la fontanela, y sin derramar ni una gota de semen, trasmutar ese abrazo de los cuerpos en un relámpago seco que detiene el tiempo. Hasta conseguir fundir tu corazón con su palpitación solar, con ese corazón de las estrellas al que llaman Samadhi, la superconsciencia…

Lamentablemente, aquella noche Manuel no llegó a nada de eso.

–Has bebido demasiado, cariño, eso es todo… -le excusó Shalimar sin dejar de mecerse sobre él con los ojos cerrados, tan indiferente como perfectamente profesional-. Si quieres, cincuenta dólares más y empezamos de nuevo.

Pese a que se sentía bastante patético, Manuel no se privó del alivio de reírse un poco, sobre todo de sí mismo. Tanta teoría tántrica para acabar así, negociando una erección suplementaria a cambio de cincuenta dólares. – Si tú supieras, preciosa, todo lo que he pontificado yo contra los que pagan por follar, o por que se los follen… Yo que voy de místico del nirvana. Y mírame aquí ahora, haciendo el ridículo con una niña de dieciocho años, si los tienes… Por que lo mismo no tienes ni dieciséis.

–Ni dieciséis ni dieciocho, sir. – exclamó Shalimar, que seguía entendiéndole a medias-, cincuenta dólares.

Entonces ya Manuel no pudo contenerse y rompió a reír. La chica dejó de mecerse, abrió los ojos y se cruzó de brazos tal y como estaba, a horcajadas sobre él.

–¿Qué pasa, sir? ¿He dicho algo inconveniente?

–No, no, perdona -Manuel apuró el gintonic tibio que había dejado sobre la mesita-, el inconveniente soy yo. Absolutamente inconveniente…

–¿Quieres que me vaya ahora?

Manuel respondió con un cabeceo afirmativo y apartó de su cartera dos billetes de cincuenta dólares. Ya desde el baño, Shalimar volvió preguntar:

–¿Y tú, cuándo te vas?

–Mañana… Bueno, dentro de un rato. Hoy ya es mañana.

En efecto, el alba comenzaba a perfilarse en los visillos. Cuando Shalimar regresó, ya vestida, Manuel seguía en la cama. Recostado sobre un par de almohadas, fumaba un cigarrillo con la boca seca.

–Gracias por todo, encanto -le dijo, pasándole los dólares-. Quién sabe si algún día…

La chica no le dejó acabar la frase:

-You don't know what I mean -volvió a susurrarle al oído-. Tú no sabes lo que pienso.

Y le dio un beso en la mejilla antes de desaparecer. Como el ruido de la puerta al cerrarse, después de los cincuenta es muy difícil vender ante uno mismo una noche de sexo con una adolescente como una experiencia mística.

Pero asimismo, después de los cincuenta, él todavía estaba aprendiendo a acomodar su soledad sin pronunciar la palabra amor. Cuando ya no se puede amar, el sexo sólo sirve para olvidar.

Pero aquella noche, cuando se supo solo en esa habitación de hotel bajo el mandala de aquel demonio de ojos de fuego, sintió como si de pronto una pluma descendiese por su espalda, fría como el filo de un puñal, hasta atravesarle el corazón.

Entonces recordó.