1

Sólo que, para que eso sucediera, tuvieron que pasar veinte años más. Y naturalmente, mi amigo Manuel y yo tampoco lo sabíamos.

En la Primavera de 1967 Manuel Nájera era un joven y brillante arqueólogo español que acababa de llegar al campo de excavaciones de Nablus, y yo sólo un periodista destinado en aquel manicomio cisjordano, a la caza de un titular que me valiese un Pulitzer. Lo tenía difícil. La crónica de todos los días se repetía como el canto del muecín en la Explanada de las Mezquitas, agónica, vengativa, indestructible. Más comunicados de los mil frentes de liberación, nuevas crisis de los sucesivos gobiernos provisionales, y de vez en cuando un buen bombazo para dar la razón a los profetas del desastre.

Menos mal que todas las noches encontrábamos un hueco para otra música. Después de una ducha, me ponía un caftán al estilo de George Harrison, y con eso y el carné de prensa, me dejaba caer por el elegante hotel Semiramis, más elegante tras el cerco de sacos terreros que protegían el bar del lobby. Allí, Manuel Nájera y una terna de locos prematuramente alopécicos y bastante miopes, aunque todos con un whisky largo en la mano -los expertos de la comisión internacional instituida para descifrarlos-, escenificaban cada día su batalla particular en torno a esos pergaminos que extraían a manos llenas de las cuevas de Qumrán y que pronto serían conocidos en todo el mundo como los Rollos del Mar Muerto.

La polémica estaba centrada en la posibilidad de que tales manuscritos pertenecieran a una escisión de la secta de los esenios, que debió de establecerse en aquellos parajes con el fin de crear una comunidad más estricta, la comunidad de la Nueva Alianza, cuyo misticismo mesiánico no era incompatible con la guerra santa contra la ocupación romana, como los zelotes que se suicidaron por centenares en la fortaleza de Masada al verse cercados por las legiones del César. Fuesen esenios o zelotes, lo cierto es que los propietarios de aquellos pergaminos los abandonaron precipitadamente tras la gran sublevación judía contra Roma, y este hecho fijaba como fecha última de los manuscritos el año 68 d.C.

No obstante, a medida que la datación de los rollos iba retrocediendo en el tiempo, del 60 al 50, del 30 al año cero, y aún más atrás, la información oficial pasó a suministrarse con cuentagotas. Y es que, de pronto, allá en Qumrán, había aparecido la figura de un enigmático Maestro de Justicia, al que la comunidad llamaba literalmente Mesías, que fue perseguido, torturado y crucificado. En torno a él se sentaban los Doce Mejores y su ceremonial consistía en un banquete comunitario muy parecido a la Última Cena, donde se consagraban el pan y el vino.

Algunos investigadores no pudieron callar lo que otros ocultaban: que aquellos textos dibujaban un personaje muy similar a Jesús de Nazareth y una doctrina que podría haber inspirado al mismo Cristo. En los textos de Qumrán del siglo i a.C. ya aparece la idea de un mesianismo sacerdotal, la expresión Hijo de Dios y hasta formas literarias como las Bienaventuranzas.

Estas afirmaciones, en apariencia nada iconoclastas, fueron interpretadas como una profanación por los arqueólogos católicos, pues entendían que devaluaban la excepcionalidad de Cristo y de su misión divina. Por aquel entonces, el papa Juan XXIII acababa de exculpar oficialmente a los judíos de la muerte del Redentor. Sólo así se explica que el gobierno de Tel Aviv se mostrara tan complaciente con las exigencias del Vaticano: tras el primer escándalo, en apenas unas semanas, se produjo una purga no menos escandalosa en la comisión internacional. Todos los paleógrafos no creyentes fueron excluidos, los disidentes silenciados, y los más incontrolables, invitados a abandonar Tierra Santa. El británico John Marco Allegro era uno de ellos, un tipo tan extravagante como Manuel Nájera y, como él, toda una autoridad en temas semíticos tras la publicación de sus tesis sobre los Oráculos de Balam y el Libro de los Números.