El punto Omega
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Ellos tampoco parecían entenderse. Lo que había comenzando siendo un intercambio de información fue derivando hacia una discusión, no acalorada, pero sí bastante tensa. Aunque no comprendiera, resultaba evidente que estaban hablando de él, y que las órdenes eran concluyentes. Manuel tenía una manera bien sencilla de advertirlo: el rostro de Tushita se ensombrecía por momentos. Estaba claro que intentaba interceder, como si hasta entonces hubiera estado abierta otra posibilidad. Pero el luchador no se doblegaba, ni aun cuando Tara le propuso algo que sonaba como un pacto personal y que él rechazó con un monosílabo seco, tajante. Entonces reapareció la luna en el retrovisor, turbia y opaca, como el ojo de un ciego. Manuel buscó los del gigante a través del espejo y le preguntó en tibetano:
–¿Cómo te llamas?
El otro se lo pensó antes de volverse, pero aceptó el reto:
–Puedes llamarme Tigre -le dijo-, pero no te vas a salvar.
–Salvarse o condenarse, qué más da, al final todos nos vamos de aquí. Sólo es cuestión de tiempo.
Al gigante le gustó esa respuesta. Se le quedó mirando hasta que se le torció en la boca una sonrisa oscura, como una cicatriz.
–Oye, amigo… ¿sabes que yo conozco España?
–No sabes cuánto lo celebro.
–Uno se lo puede pasar bien allí -siguió el Tigre-, los monjes no mandan, se come bien y las mujeres hacen lo que quieren.
–Ya veo que estás muy bien informado.
–La ciudad que más me gustó fue Sevilla. ¿Has estado en Sevilla?
–Sí, claro, pero hace mucho tiempo que no vuelvo.
–¿Quieres una buena dirección? – el Tigre chasqueó la lengua y le guiñó un ojo-. Pero una buena de verdad.
–Venga…
–La Puerta del Sol -exclamó, y se echó a reír él sólo mientras se llevaba la mano al bolsillo-. Oye, amigo, ¿fumas habanos? Pues toma.
Y le pasó un puro enorme, casi grotesco, que Manuel se sintió tentado de rechazar con una de sus ironías macabras: «No gracias, fumar provoca cáncer». En lugar de eso aceptó el ofrecimiento como lo que era, la última gracia que se concede a un condenado. Al encender el cigarro no le temblaron las manos. Pero media hora después, cuando el Tigre le hizo un gesto a Tushita para que se detuviera a un lado de la carretera, empezaron a temblarle las rodillas. Sintió que se le formaba un nudo en el estómago, y que se le secaba la boca, y se sintió muy viejo, como si le hubieran caído cien años encima. ¿No iba a ser de otra manera? Ni la mediación de Tushita, ni la intercesión de Tara. ¿Todo iba a acabar así?
Hasta ese día había vivido tanto y tan intensamente como había podido, había viajado bien lejos, pero ya no iría más allá. El camino le había llevado hasta allí y allí terminaba. Sin inmersiones en el mito, sin leyendas maravillosas, sin paraísos perdidos ni tierras prometidas abriéndose ante él en el último instante. Unos pasos sobre aquella tierra pedregosa y ahí acabaría todo. A duras penas salió del Cadillac por sí mismo, y si lo hizo así probablemente fue por otro gesto absurdo. Por no quedar como un cobarde ante la última mujer a la que había amado y a la que ahora tenía ante sí, esquivando su mirada, pero indicándole el camino con una pistola.
Se sentía incapaz de dar un paso, el habano le quemaba la mano. Cuando al fin lo arrojó al suelo notó que alguien le empujaba por la espalda, sin violencia pero con firmeza. Aquella mano pétrea no podía ser otra que la del Tigre. Probablemente se trataba de un tipo tan simple como noble, seguro que el suyo era un corazón leal. Pero, como tantas veces sucede, una cadena infinita de malentendidos le había llevado a esa situación límite. La vida es así y no de otra manera. El sentido y la duración de las cosas vienen determinados por una ley oculta. Entender ese hecho y aceptarlo supone sin duda alguna adquirir la sabiduría definitiva. La aceptación.
«Todo es sufrimiento, impermanencia, vacío.» Pero también: «Todo es alimento, todo es aprendizaje, todo es plenitud». ¿No era eso lo que acababa de traducir sobre el Libro de Cristal, apenas unas horas antes, esa misma mañana?
Tal vez le había llegado el momento de creer en todo eso. Creer pese a todo en la existencia de un dios inocente. O al menos en la inocencia de su creación, en la posibilidad de reintegrarse a ella y seguir siendo, tal y como se lo había prometido el Cristo de Mulbek, pero también el Cristo de Qumrán, veinte años antes. Y sin embargo, seguía siendo un niño, como le había dicho Tara. Un niño de más de cincuenta años que seguía creyendo en cuentos de hadas. ¿Pero qué es Agartha? ¿Una ciudad, con grandes avenidas de columnas doradas y bóvedas de arco iris conduciendo a un trono celestial donde se sientan los doce budas encarnados? No, no es así. A Agartha sólo se llega a través de la desmaterialización. Por eso antes has de atravesar la experiencia extrema de la muerte, la caída absoluta en el no ser. Es ahí donde has de creer con todas tus fuerzas en que despertarás de nuevo, pues sólo tú puedes conseguir que tu corazón vuelva a latir, regresar al gran latido del origen para seguir siendo.
El sendero daba a otro sendero aun más estrecho, que ascendía hacia una cortada en forma de u, como una cuna. El Tigre le mostró el camino. Antes de comenzar a trepar, Manuel echó la vista atrás. Tushita se había quedado dentro del coche con las manos en el volante y la mirada perdida, tan pálido y desencajado como un muerto.
El viento mugía como un viejo yak al otro lado de la garganta por la que iban ascendiendo los tres, Tara delante y el Tigre detrás, con él en medio. Desde lo alto de la quebrada, al otro lado del acantilado, Manuel distinguió el paso de Khaling, la antigua puerta de las caravanas de la seda, y un poco más abajo aquel chorten con gasolinera donde se detuvo con Tushita al comienzo de su viaje. Seguro que después de acabar con él, pararían allí para rezar por su alma y cargar el depósito.
Siguieron ascendiendo. El Tigre le dijo algo que no consiguió entender, pero que tampoco le repitió: no sería nada importante. En ningún momento se planteó la posibilidad de huir. Estaba convencido de que todo lo que había vivido hasta entonces sólo era la preparación para un salto al vacío que se iba a producir definitivamente esa noche, tal vez en ese mismo instante.
No levantó los ojos del camino hasta que Tara se detuvo junto a una gran roca plana que se abría al abismo. Abajo, entre nieblas que movía el viento, se distinguía el sinuoso hilo de plata de un río petrificado. Era tan grandioso aquel silencio que se escuchaba el susurro del agua bajo el hielo. La sensación de vértigo se invertía al alzar la vista, como si también se pudiera caer hacia ese cielo increíblemente nítido donde la Vía Láctea se manifestaba como una presencia absoluta, no como una abstracción lejana, no: aquella sí que era la gran Ruta Madre, el Punto Omega del mapa de los Fundadores.
Más allá, en la vertical Polar, se alzaba una imponente pared de más de siete mil metros culminada por una aguja de hielo. Se trataba del Gurla Mandhata, la cumbre gemela del sagrado Kailas. Fría como el acero, en lo más alto la montaña perdía sus contornos, parecía elevarse sin fin. Posiblemente, el viaje continuaría en esa dirección.
El viento azotaba con fuerza. El Tigre le indicó que se diera la vuelta con la punta de la pistola. Quedó a un paso de la cortada, ni siquiera necesitaba una bala para hacerle desaparecer. Nadie le encontraría en mucho tiempo. Una semana para que la noticia llegase a Europa, y otra para actualizar toda su historia. En un mes, el enigma de su misteriosa desaparición, la estupidez humana y los medios de comunicación, harían de él una leyenda.
–Venga, ¿a qué esperas? – exclamó el Tigre-. Acaba de una vez con él.
El corazón se le paró de golpe. ¿Cómo? ¿La elegida había sido Tara? No, no podía ser. Si hacía eso, su disparo también acabaría con ella.
–¡Por Dios, Tara, tú no…!
Aquel grito le salió del alma, pero ella no respondió. Sólo le miraba con el arma en la mano. Miraba su pinta de turista loco perdido en el Tíbet, su aspecto de niño desamparado, esa inocencia exasperante que no le abandonaba en ninguna circunstancia. Tara lo sabía mejor que él. No era un cobarde, no le rogaba por su vida. Pedía por ella.
Y ella, pese a todo, seguía queriéndole. ¿Podría disparar contra él? Un dolor agudo le bajó de la garganta al pecho, notó que empezaba a derrumbarse. Elevó la pistola aferrándola con las dos manos, centró su nuca en el punto de mira diciéndose que podría soportarlo todo: la memoria de sus besos, cada caricia suya sobre su piel, esas noches infinitas de amantes y, al despertar, esa luz en sus ojos diciéndole cuánto la quería.
Probablemente el Tigre no sabía nada de su historia de amor, pero la indecisión de Tara le estaba poniendo nervioso, lo que suponía un grave riesgo para ella. Si no disparaba, el Tigre sospecharía acerca de su fidelidad a la organización. Y ya empezaba a impacientarse. Pero Tara, aunque permanecía con su pistola en alto, no disparaba.