Tras hacerlo una vez más, le tendió la mano a Manuel, que se la estrechó como una fatalidad.
–Ya me extrañaba que a la larga mano de John Marco Allegro se le hubiera escapado esta misión… Enhorabuena, doctor Kupka.
–El maestro no pudo asumir la dirección de esta excavación, como hubiera sido su deseo… -precisó, todavía sin soltársela-, y ha tenido la gentileza de concederme esta responsabilidad…
–¿Os habéis cansado de embotellar esperma de Cristo?
Kupka no pudo evitar que se le cayera la mano ni que se le torciera la boca, y miró al lama, que observaba la escena. Midió la conveniencia de aceptar el reto de Manuel, y desistió. En vez de enfrentarse, respondió con una carcajada algo forzada.
–Siempre serás el mismo, Nájera. ¿Cuánto tiempo hace que no nos vemos? ¿Veinte años?
–Unos diecinueve. Tú entonces sólo eras un estudiante.
–Toda una vida, ¿verdad?
–Bueno, ya veo que John Marco Allegro tiene muchas…
En efecto, Allegro pertenecía a esa especie de arqueólogos que tienen hilo directo con las instituciones y nunca se olvidan de halagar a los poderes políticos más influyentes. Esa era su verdadera vocación y la clave de su resurrección tras el escándalo de Qumrán.
–Sigues siendo el mejor, Nájera, ya ves que no te lo oculto -exclamó Kupka, extremando su diplomacia-, por eso te hemos llamado.
–¿Tú también tenías interés en que viniera?
–Por supuesto, y quiero que sepas que yo fui el primero en solicitarlo.
Por supuesto, Manuel no le creyó. Volvió a mirar al Buda cuando el último rayo del crepúsculo rozaba los ojos de la estatua. Bajo esa luz su mirada pareció adquirir una intensidad especial, una hondura inquietante.
–¿Lo ve? – articuló Manuel, retomando su conversación con el lama-. Su mirada nos habla.
Con la luz de la tarde se vuelve hacia el interior, hacia el conocimiento acumulado durante todas sus vidas anteriores. Pero seguro que con el amanecer se pone en camino.
–¿Quién? – terció Kupka-. ¿La estatua?
–Sí, la estatua -repuso Manuel impasible-. Si mi sentido de la orientación no me engaña, cuando amanezca, el sol iluminará sus pies como una manera de caminar hacia nosotros, invitándonos a despertar.
–Precisamente, por eso vuelvo a rogarle que comience a traducir cuanto antes el Libro de Cristal -insistió el lama-. ¿Es que no le parece suficientemente fascinante?
–Si tiene tanta urgencia, ¿por qué no lo pone a disposición de sus escribas? Seguro que cuentan con excelentes traductores aquí mismo, en Mulbek…
–Hace ya más de mil años que perdimos la lengua en que está escrito ese libro. Un experto como usted debería saberlo…
–Y un gran tsedrung como usted, ¿no debiera saber asimismo que el paso hacia esa traducción comienza por aquí abajo? Observe… -y según lo decía, Manuel fue alzando su linterna desde los pies de la estatua hasta su cúspide-. ¿Ve? Este Buda es una especie de guardián de la memoria. Un guardián que oculta dentro de sí las claves de la iluminación. De ahí el significado del libro dentro de la cueva… Y hasta el de la puerta sobre su cabeza.
Kupka murmuró en un tono casi confidencial:
–Escucha, Nájera, no se trata sólo de los lamas. En nombre de la Gulbenkian, tengo que decirte que tampoco nosotros disponemos de mucho tiempo. Nuestra misión tiene unos fines, unos costes y sí, también una prioridad.
Manuel conocía bien esas prioridades. La Gulbenkian necesitaba conseguir cuanto antes un titular de impacto mundial, para que su altruismo cultural resultara rentable.
–Está bien, entonces vosotros os habéis equivocado de persona… y yo me he equivocado de puerta -respondió mirando fijamente a Kupka-. Mejor me voy antes de que tengamos que lamentarlo.
Ante esa posibilidad, el lama reaccionó de inmediato.
–No, no, no, míster Nájera, no nos hemos equivocado -exclamó tomando su brazo, invitándole a caminar a su lado- Eso que ha dicho, la relación entre iluminación y memoria me parece sumamente interesante. De los Tulkus más ancianos, los grandes reencarnados, se dice que descienden por la suave ladera del no-ser hasta un espacio donde ya no tiene sentido hablar de muerte o vida. Viven en esa memoria previa al ser. O como dirían ustedes, los occidentales, han invertido el corredor genético hasta llegar a los códigos esenciales.
Kupka aprobó con una leve sonrisa la estrategia del lama, pero fingió discrepar, para que Manuel no viera que hacían causa común.
–Por favor, Naropa… No me diga que he venido hasta el Tíbet para que un lama me dé lecciones de genómica.
–En el principio era el Verbo, dice su Biblia.
Es lo mismo que predican ahora los chamanes del adn cuando descomponen el genoma en cuatro letras: A, C, G, T, ¿no es así? Otra vez el Verbo como principio.
–Eso me gusta -exclamó al fin Manuel-, por ahí podemos comenzar a entendernos…
Al teutón se le tensaron los músculos de la mandíbula:
–¿Pero qué tiene que ver todo esto con el Libro de Cristal? Nos estamos perdiendo antes de empezar…
–Es justo eso lo que intentamos decirte… A veces perderse un poco es la única manera de encontrar el camino correcto. Y por cierto -añadió Manuel, ya con otra mirada-, ¿cuál es el camino más corto entre Buda y una cerveza?
Se encaminaron hacia un barracón prefabricado, blanco y pretencioso, coronado por cuatro paneles solares y una espectacular antena parabólica, donde se alojaban los miembros de la expedición europea. Por muy feo que le pareciera a Manuel Nájera, al menos la cerveza estaría fría.
Kupka trataba de explicarle sus malentendidos con la exasperante administración hindú cuando Manuel observó a Tushita sobre el capó del Cadillac, conversando con un par de obreros tibetanos: una vez más tuvo una sensación extraña al mirarle, como si le reconociera. Y pensando en voz alta, preguntó al director:
–¿Crees en la reencarnación?
Kupka alzó sus ojos al cielo y empujó la puerta para dejarle pasar.
–Por supuesto. Los días pares me despierto sintiéndome el próximo Dalai Lama. Pero no le oculto que en los impares me vence la perturbadora sensación de haber sido en una vida anterior alguien como, no sé, ¿tal vez Marlene Dietrich?
Su humor resultaba tan previsible como las Franziskaner que sacó de la cámara frigorífica, rubias y heladas. Manuel la degustó despacio, espumando el lúpulo en su boca. ¿Dónde estaba Naropa? Seguramente les había abandonado antes de entrar en el barracón, pero Kupka ya había hecho planes:
–Le he dicho al chófer que suba tus cosas al segundo piso. Te hemos reservado una de las mejores habitaciones, con baño propio y televisión vía satélite. Salvo que prefieras la gompa de los lamas, je, je… para sentirte más cerca de Buda.
–Pues sí, prefiero la gompa… y la cerveza tibetana.
La respuesta de Manuel atragantó al director, que escupió un chorro de espuma. Nájera era un visionario, un provocador tan extravagante como recalcitrante. Mucho mejor si lo perdía de vista en la lamasería, y allá se las compusiera con los colgados de la orden Nyingmapa. No fue necesario celebrarlo con una segunda cerveza.
Poco después, de nuevo con Tushita al volante y seguidos por un jeep de seguridad, rodaban por el campo de excavaciones bajo una enorme luna de hielo y lo mejor de Freddie Mercury en el radiocasete. Al doblar una cortada, sobre la vertiente sur de la sierra, aparecieron tres torres de bronce brillando bajo esa luna y, enseguida, las monumentales murallas del monasterio-fortaleza de Mulbek.
Freddie Mercury se rompía la garganta cantando Too much love will kill you, y Tushita hacía bailar su Cadillac dibujando elipses de vals a la luz de la luna. Tras las veinte mil curvas de ese día, esas veinte curvas más eran su regalo a los dioses por haberles consentido llegar sanos y salvos, con el motor entero, sin un pinchazo, todo un milagro. Entretanto, Kupka intentaba contarle a Manuel la historia del monasterio. Tenía dificultades para hacerse oír, pero ni Manuel ni Tushita bajaron el volumen de la música.
–Como sabes, es uno de los monasterios más interesantes del Tíbet. Cuanto más excavamos, más antiguas y desconcertantes son sus raíces. Su fundación es anterior no ya a los tibetanos, sino al imperio de los mogoles. Y hay mucho material chino de las primeras dinastías…
Y sin embargo, aquello seguía siendo India. Se lo recordó un jeep del ejército a las puertas de la lamasería, que acalló la perorata del director y los aullidos de Queen. Un oficial les pidió la documentación. Se trataba de un mero trámite, pero Kupka creyó obligada una explicación más:
–Recuerda que nos encontramos apenas a diez kilómetros de la zona de seguridad. Es normal que quieran tenerlo todo controlado.
Por tercera vez en ese día, Manuel pensó en la carta que le había entregado la camarera del Mogul Gardens y la embajada que le llevaría a intentar cruzar esa línea.
–Lo entiendo -dijo, mientras Tushita golpeaba la puerta de la lamasería con una gruesa aldaba de bronce que necesitó alzar con sus dos manos.
–¿Seguro que no quieres volverte? Mañana, por el canal satélite, podemos ver la final de la Champions desde Munich. Ya sabes que juega el Real Madrid… ¿Qué te parece? Aunque la puerta seguía sin abrirse, Manuel se sentó sobre su equipaje y no respondió. Primero se marchó el jeep del ejército, y luego el de seguridad con Kupka en su interior. Tushita volvió a batir el llamador del monasterio. El eco ensanchó el silencio mientras las sombras de la noche se cerraban sobre ellos. Un silencio sideral, cósmico, en medio de una oscuridad tan intensa que hacía olvidar la existencia de la luz.
–¿Tú crees que vendrán a abrirnos?
–No lo sé, Nájera San: no hemos avisado… y ya sabe que los lamas de la orden Nyingmapa son un poco raros -se sentó en el suelo, mirando las estrellas que brillaban por millares como lámparas en el techo de un gran palacio-. Claro que, viendo este cielo, acaso piensan que nos han abierto de par en par sus puertas.
Manuel encendió un par de Marlboros y le pasó uno a su chófer. Con la primera calada toda su tensión mental comenzó a disolverse. Sintió que un peso negro y viscoso resbalaba sobre su espalda hasta diluirse en la tierra, y que hasta el frío de la noche comenzaba a resultarle acogedor. Las cumbres plateadas de las montañas y aquella vasta planicie recostada sobre el silencio parecían querer hablarle. También él alzó su mirada hacia el mar de estrellas. En ese instante de lucidez y soledad absolutas, supo que nunca nada más precioso le sería concedido. Sintió que el gran Buda de los ojos tristes descendía de la luna menguante con sus cicatrices de piedra y se acostaba junto a él, que también él era la tierra misma, y las estrellas, y, posiblemente se quedó dormido. Fue entonces cuando se abrió la gran puerta de la gompa.
Y empezó otra historia.