Quinta Parte

La cruz de Tielontang

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La muerte te espera en el camino a Tielontang, la he visto en tu aura. No debes ir allá, te perderás y morirás, o me perderás para siempre. Escucha, Nájera San, tú no has venido aquí para descifrar el Libro de Piedra ni el Libro de Cristal. Has venido para encontrarme y para que yo te salve. Y sólo yo puedo salvarte, Nájera San. Pero has de obedecerme. No emprendas ese viaje, no sigas adelante. Déjalo todo, vuelve a Europa y llévame contigo. Sólo yo puedo salvarte, Nájera San, pero si no me escuchas, si me dejas y te vas, mi tulpa te seguirá allá donde vayas. Y te comerá el corazón que te llevaste.

A última hora de la tarde hacía un calor seco, al que se sumaba el de los hachones que acababan de encender sobre los cuatro extremos de la losa, pero Manuel quería avanzar en su traducción antes de emprender viaje. Y por más que se empeñase Kupka, la autorización china se demoraría al menos un par de días. ¿Qué otra cosa mejor podía hacer? En cuanto al viaje, su decisión era firme, aunque las prevenciones de Tara no dejaban de asediarle ni le permitían concentrarse. Entonces se levantaba, apuraba un trago, y volvía a tenderse sobre la piedra frotándose las yemas de los dedos, pero todo era inútil: en cuanto se ponía a tentarla con los ojos cerrados, el susurro de Tara se imponía a cualquier otro pensamiento. Además, y tal vez como resultado del abuso del arak, había comenzado a hablar consigo mismo: «Te lo advertí, te pierden los amores sadomasoquistas, porque ha sido ahora, ahora que te lo ha puesto difícil, cuando has caído de verdad», «De eso nada, ni he caído ni me va que me torturen». «Por favor, estás loco por ella y ella te tiene en sus manos. Sabe que te puede destrozar.» «Basta, cállate de una vez. ¿Dónde demonios está Tushita? Tengo una clave más en la punta de los dedos y…»

–Estoy aquí, Nájera San, soy yo -se lo dijo con un guiño y el destello de unas llaves-. ¿Lo ve? Ya lo tengo todo: las llaves del landróver… y el mapa -el pulgar en alto de su jefe respondió por él: «eres fantástico»-. ¿Le marco ahora la ruta o prefiere que la veamos con más calma esta noche?

–No, ahora no. Déjalo por ahí y ven a escribir lo que voy a dictarte… Creo que esto va a ser importante.

–Muy bien, ahora mismo, señor, Voy a buscar papel y pluma…

Manuel escuchó sus pasos alejándose, y hasta la brisa de la noche agitando el dosel bajo el que trabajaba. Desde que rompió su regularidad, los tibetanos habían dejado de concentrarse allí. El silencio era total, y casi podía oír los latidos de su corazón sobre la piedra. Pero eso que silbaba como la brisa ya no podía ser la brisa: ninguna brisa proyecta sombra. Cuando volvió a abrir los ojos, la serpiente ya se había alzado sobre la mitad de su cuerpo, en posición de ataque.

Se trataba de una imponente naja negra, la cobra real cuya mordedura equivale a una sentencia de muerte. Aunque su cola permanecía oculta entre las grietas de la losa, en lo que podía verse mediría casi dos metros de largo y la parte central de su cuerpo tenía el grosor de un brazo. Manuel quedó paralizado frente a aquella cabeza aplastada y triangular donde relampagueaban dos ojos minúsculos que ya para él siempre serían los ojos del diablo, inmóvil ante esa lengua roja y bífida, como un estilete dispuesto a atravesarle. Tumbado sobre la losa y apenas a cinco palmos, dominado por ella desde su altura, la veía mecerse lentamente frente a su rostro, como un metrónomo que marcara el tiempo de vida que le quedaba.

Según la historia canónica de Buda, al poco de que se sentara bajo la Higuera donde accedería a la iluminación, Mara -el rey de los infiernos- vino a tentarle con todos sus poderes terrenales. Primero envió a tres de sus hijas más bellas para que danzasen ante él. Una sola mirada de Siddharta bastó para marchitar aquella belleza en un instante. Entonces Mara le invitó a abandonar su estancia en la Tierra, puesto que las puertas del Nirvana ya estaban abiertas para él.

Pese a la aparente inocencia de la proposición del demonio, fue aquella la peor noche del Iluminado, pues dudó sobre la conveniencia de difundir su palabra a los hombres. Tal vez llegó a saber que su ley no sería comprendida y que acabaría siendo traicionada. Los libros sagrados ignoran esta noche oscura del Perfecto. Sólo cuentan que necesitó toda la ayuda de Brahman para recuperar el dominio de sí mismo. Su gesto final fue tocar la tierra con la punta de sus dedos. ¿Qué significaba? Que había puesto en la balanza su deseo de cesar en esta vida y su amor a la humanidad, y que definitivamente había optado por convertirse en un Buda para todos los hombres.

Entonces Mara montó en cólera y desató un huracán desde lo más alto de los Himalayas. Las tinieblas ocultaron el cielo durante tres días alrededor del Siddharta, y las aguas comenzaron a subir hasta cubrirle el pecho. Tal vez ya había aceptado morir cuando apareció Muclinda, el rey de las nagas. Con sus anillos levantó al Sabio por encima de las aguas al tiempo que desplegaba sus siete cabezas para protegerlo de la tempestad, hasta que al fin volvió a salir el sol y las aguas regresaron a su cauce, «y la higuera floreció bruscamente».

Mil años después, Mara había urdido un disfraz mil veces más sutil. Se había transmutado en Muclinda para acabar con aquel incorregible santo pecador que buscaba la iluminación reptando sobre las piedras, como una serpiente. Pero Manuel no estaba viendo eso. De las siete cabezas de la gran naga, sólo veía una. Y era una cabeza de mujer. «Porque eres tú, ¿verdad? – se dijo, sin poder apartar sus ojos de ella-. Eres tú, sí, al fin has vuelto. Y este vestido largo de piel de serpiente… son las galas de gran dama que has elegido para llevarme contigo.»

Había comenzado a temblar, y al mismo tiempo no podía moverse. Estaba a merced de la gran naja, de sus colmillos afilados y su mirada hipnótica. En ese instante eterno volvería a ver el gran salón de su villa en Bellagio barrido por la luz horizontal de la caída de la tarde. Carmen acaba de aparecer a su espalda vestida de fiesta. También sus manos tiemblan. Le está apuntando con su revólver mientras, más allá de la terraza, un gran velero de tres palos avanza hacia ellos llenando todo el lago con su música de baile.

La naja se irguió un poco más, su cuello se dilató en abanico, y su hocico se abrió mostrando unos colmillos poderosos donde comenzaba a fluir el veneno. Luego su cabeza retrocedió, como dibujando un interrogante en el aire, calculando la distancia exacta para abatirse sobre Manuel.

Jamás hubiera imaginado que su muerte pudiera ser así, ni que aquel atardecer resultara el último de su vida. Como todos los condenados a muerte, deseó que la muerte se abatiese de una vez sobre él, pero la naja parecía recrearse en el pánico de su víctima, como si quisiera prolongar su angustiosa agonía. «Venga, a qué esperas, maldita…» Esperaba a que aquella otra sombra acabase de definirse. Una sombra que avanzaba sobre la piedra casi como ella, lenta, sigilosa.

Hasta que, en una fracción de segundo, un resplandor se precipitó como un latigazo fulgurante y el cuello de la naja quedó limpiamente partido en dos.

–Dios te bendiga, Tushita… -exclamó Manuel, demudado, cuando al fin recuperó el habla-, te debo la vida…

–Bueno, Nájera San, hoy le ha tocado a usted… mañana podría ser yo. Nunca se sabe -y según lo decía, enganchó con la punta del cuchillo el cuerpo de la naja y la arrojó hacia las sombras-. No señor, nunca se sabe.