25

Yo tampoco pude dormir aquella noche, ni durante muchas otras noches. Quien quiera saber por qué, tiene una plaza reservada en este desolado vuelo nocturno: un triste vuelo de regreso en el tiempo, del Tíbet a San Sebastián, quince años atrás.

Manuel llevaba tres meses sepultado en otra de sus cuevas de Alí Babá, frente a otra puerta mágica. La que se descubrió entonces bajo la Explanada de las Mezquitas, en Jerusalén. En ese corredor subterráneo apareció ese año una enorme puerta de piedra sellada. ¿Conducía a la mítica Biblioteca de los Cananeos, donde se cifraron las claves de ese elixir de la inmortalidad que el Nazareno dio de beber a sus discípulos la noche de Última Cena? Nunca lo sabremos, pues ya en aquel convulso 1977 árabes y judíos se opusieron a que nadie profanara el recinto sagrado y, aunque cueste creerlo, treinta años después la Puerta Warren sigue sellada, por temor a que se desencadene un conflicto interreligioso sin precedentes. Un conflicto mucho más grave se había desencadenado ya para entonces dentro de su matrimonio, y esa copa no tenía nada que ver con el Santo Grial. Acaba de ofrecérmela Carmen para vengarse de tres meses de silencio hiriente y herido: ni una llamada, ni un mensaje, ni una triste tarjeta postal con un beso.

Hacía ya mucho tiempo que su matrimonio naufragaba: él trataba de huir en viajes a ninguna parte, y ella le perseguía con lienzos expresionistas donde a veces aparecíamos los dos, amándonos y destruyéndonos hasta el fin. Ya ha pasado todo, sí, incluso los días felices, de noches extenuantes y besos ardientes en los que tantas veces la vi taparse la boca para no gritar de placer, o tapar la mía para sofocar mis palabras, porque todas las palabras estaban de más mientras la tuviera entre mis brazos, sintiendo palpitar su corazón, acariciando la eternidad.

Comienza a llover. Recorremos una de las callejuelas empedradas que conducen al puerto. Sus tacones resuenan y patinan un poco sobre los adoquines mojados. Yo, que hasta entonces la había perseguido para abrazarla, la sigo sin atreverme a tocarla. Un día me había creído con derecho a entrar impunemente en su vida, y ahora no sabía cómo salir de allí.

Carmen camina abrazada a su cuerpo bajo la lluvia, con una gabardina corta sobre los hombros y los brazos cruzados bajo el pecho. Su cara expresa la desolación de una mujer que no sabe perder y que, de pronto, lo ha perdido todo. ¿Qué ha sucedido entre nosotros? ¿Qué fue de aquellos días en que nos citábamos en esos mismos cafés del puerto, tratando de ocultar a Manuel y al resto de nuestros amigos una relación asumida por todos, y de la que nos sentíamos tan profundamente culpables? Aquellos fueron los días de hablar y hablar, y a medida que hablábamos nos íbamos acercando hasta tomarnos de las manos o caer casi en los brazos del otro, y no sólo porque nos deseáramos con esa fatalidad devoradora y torturante de los amantes. Tal vez esperábamos que esos besos en la sombra aliviasen el dolor de esa caída en la dependencia mutua, el horror de sentirnos dueños el uno del otro, el desesperante error de enamorarnos.

También recuerdo el día en que nos acostamos por primera vez, la primera traición, y la manera en que lo disculpamos como algo trivial, un juego entre amigos que se lo consienten todo, precisamente cuando sabíamos que ya no era un juego ni tenía que ver con la amistad. Llegamos a creer que no pasaría de un poco de sexo casual. Después de hacer el amor, yo me había quedado mirando sus ojos, sus hermosos ojos turbados. Entonces ella se apretó contra mí como quien aprieta una magulladura, cogió mi mano y depositó en ella un beso lleno de remordimiento y, sin embargo, también de rebeldía.

–Por favor, antes de que digas nada, apunta esto en tu agenda, dos puntos: nada de justificaciones. Si nos justificamos, es que estábamos equivocados. ¿Comprendes?

–¿Y quién está pensando en eso ahora?

–Tú lo estás pensando, estás pensando cómo justificarte porque me tienes miedo.

–Carmen, anota esto tú también, dos puntos: te quiero.

–No quiero que me quieras, no quiero que te enamores de mí -insistió con esa voz ronca que amé tanto-. Los hombres no sabéis separar el amor de la posesión, y yo no quiero eso.

–Bueno, por favor… Las mujeres mentís siempre, todas queréis que os quieran precisamente así, de una manera posesiva y absoluta, hasta la locura.

–¿Tú crees? ¿Y si te dijera que sólo he hecho el amor contigo para evitar enamorarme de ti?

–No te creo, eso sí que es una justificación… una justificación de telenovela.

–Puedes reírte, pero más te valdría salir por esa puerta y olvidarte de mí, ahora que estás a tiempo. Ya lo hemos hecho, ya me has probado en la cama… Dejémoslo antes de que sea demasiado tarde.

Acabábamos de comenzar nuestra aventura y parecía que ya me había agotado en su deseo y en su imaginación. Pero había en sus palabras tanta provocación, tanto infierno y tanta maldita ternura. ¿Cómo dejar de amarla?

Por supuesto que reincidimos, una, dos y hasta doscientas noches. Nos amamos apasionadamente, nos entregamos a esas terribles intimidades, y cuando descubrí que, en efecto, me había enamorado, también yo intenté escapar. Lo intenté.

Me fui de viaje, mes y medio enganchado a la Ruta Maya. Regresé antes de que se cumpliera la primera semana. Mi vida sin ella no tenía sentido. Una de esas noches, mientras la tenía en mis brazos, firmé mi pacto con el diablo: mía para siempre. Había caído en la trampa de la posesión, y la posesión se vengó de mí dulcemente, a través de ella.

Todo empezó a derrumbarse a partir de ese día, pero he olvidado cómo sucedió. Tal vez estábamos desayunando, y ella me abordó con una pregunta improcedente que yo no supe valorar:

–¿Y si nos sucediera, qué harías?

–No tiene por qué sucedemos.

–Ya, pero supongamos que suceda. ¿Qué harías?

Me preguntaba bebiendo su café a pequeños sorbos, sin quitarme los ojos de encima. Yo no veía nada, sólo esos ojos tan llenos de luz y tan perdidos.

–Tenemos la suficiente experiencia para que no nos suceda, y no queremos que nos suceda. Eso es todo.

Entonces desvió su mirada, encendió un cigarrillo y se puso a dar golpecitos en la alfombra con su pie descalzo.

–No sé -dijo, con una expresión extraña-. No sé.

Un mes después sucedió la escena del puerto donde comenzaba este relato. Siempre fue así entre nosotros. Ella elegía los caminos, y aquella vez yo puse la lluvia. Cuando la alcancé, el rostro que volvió hacia mí era el de una furia herida:

–¡Te lo dije, te lo advertí…! ¡Y tú siempre me dijiste que me querías para algo más que follar conmigo! ¿Por qué no me dejaste en paz, por qué no te fuiste cuando te dije que te fueras?

–No es así Carmen: tú también tienes tu parte de responsabilidad. Y claro que te quiero, lo sabes muy bien, pero no puedes pedirme tanto.

¡Basta, no quiero oírte más! ¡No quiero saber nada de ti! ¡Date la vuelta y desaparece de una puta vez!

–Por favor, Carmen…

–Déjame en paz. Vete, ya no te necesito. Ni tú puedes hacerme más daño.

–Carmen, amor mío… -en cuanto la abracé, ella empezó a llorar.

–¿Qué voy a hacer, dime: qué puedo hacer ahora? ¿No entiendes que ya no puedo abortar? Es demasiado tarde…

Sentí como un puñetazo en el estómago, me quedé lívido. Embarazada. Carmen embarazada. ¿Pero cómo había podido sucedemos?

–¿Se lo has dicho ya a Manuel?

Carmen se revolvió, de nuevo llena de furia.

–Ah, sí, le haría mucha gracia saber que el hijo que espero es tuyo. Tú, su mejor amigo… Sí, tiene gracia.

–No tiene por qué saberlo, ¿no?

Qué torpeza. Mis palabras resonaron en su rostro como una bofetada, y ahí acabó todo. Esa noche le fallé de una vez y para siempre. Nunca me lo perdonaría, nunca me lo perdonó.

–¿Cómo puedes ser tan cobarde y tan cretino al mismo tiempo? Contaba contigo para empezar una vida nueva. Dijiste que me querías y te creí. Por eso te elegí para que fueras el padre de mi hijo.

Sólo la verdad de su pasión la salvaba de esa otra traición de la que ni siquiera fue consciente. Ella, la gran Carmen Urkiza, la reina de la transvanguardia, se revelaba como una de esas amantes desquiciadas a las que sólo se les ocurre amarrar a sus parejas haciéndoles un hijo contra su voluntad: la hipoteca de la sangre, mi primer hijo, tu primer hijo, lo nuestro. Tarde o temprano casi todas las historias de amor llegan a esa sórdida disyuntiva. Si claudicaba, acabaría ahogándome dentro de ese proyecto de vida feliz y en familia, donde ya tenía mi nombre bordado junto al suyo en un juego de toallas.

–Pero yo no estoy preparado para ser padre de nadie, ni quiero serlo, Carmen. Tenías que haber contado conmigo…

–¿Con quién crees que conté? Sólo contigo, pero no entiendes nada: ni por qué me acosté contigo la primera vez, ni que… -de nuevo ahogó un sollozo-. Joder, serás capullo… Llevamos un año follando y aún no te has enterado de que nuestra historia no tiene nada que ver con el sexo.

La vi grotesca y patética a un tiempo, igual que yo. Dos amantes ridículos bajo la lluvia. Ya sólo quería desaparecer, pero esa noche no podía dejarla sola. Acabamos de recorrer aquella travesía del puerto, y apareció otra calle infinita, y seguimos caminando sin saber adónde ir, como supervivientes de un terremoto que han visto destruida su casa, su ciudad, todo su mundo. Y sin embargo apenas un par de meses antes estábamos celebrando el éxito de su primera exposición, nos entregábamos suntuosamente el uno al otro y creíamos que eso duraría siempre. Pero no. Las historias que empiezan mal acaban siempre mal, si es que acaban alguna vez. Quizá no acaban nunca.

Busqué su mano helada, y luego fue ella quien se abrazó a mí. Temblaba de frío, pero yo la vi bellísima, como purificada por el dolor. Apenas nuestras miradas volvieron a encontrarse, nos besamos como si lo anterior no hubiese sido más que un prólogo para el salto mortal. Todo aquello parecía tan fuera de lugar que intenté formular un reproche. Pero al abrir la boca sus besos me entraron como puñaladas, profundos y jadeantes.

Ahora sé que todas las mujeres son iguales. Desde esa primera noche en que deciden dejarte entrar en su vida, lo hacen con todas sus consecuencias. Ya nunca sales de ellas. Y así sucede siempre. Por eso las verdaderas historias de amor son tan autodestructivas.

En el momento en que se empieza, ya no hay final.