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La gran caracola de Mulbek resonó de bóveda en bóveda, ascendió desde los dragones recubiertos con panes de oro a las pirámides de hielo del Nun Khun, y la noche se rasgó en un rosa intenso, como si un gran flamenco hubiera desplegado sus alas sobre los Himalayas. La luz del amanecer alargó la sombra de dos hombres que acababan de salir sin hacer ruido por una puerta lateral, donde los centinelas dormían de pie, y se detuvieron ante un landróver reluciente.

–¡Demonio de Tushita! ¡Pero si es el de Kupka! – exclamó Manuel, atónito-. No me digas que nos lo ha dejado…

–Sí, pero él no lo sabe todavía -repuso Tushita, dejando aflorar una sonrisa lenta, amurallada de dientes de oro-. Aunque seguro que cuando lo sepa estará encantado. Ya sabe cómo es…

El rugido del motor y la polvareda que se alzó en cuanto arrancaron amortiguaron los comentarios, cubriendo incluso los resquemores de Manuel por lo que dejaba atrás. Como el día anterior, en toda la noche no había dejado de pensar en Tara. Su decisión de ponerse en camino tenía mucho que ver con ella. Ahora su única idea era alejarse de allí cuanto antes y sin mirar atrás. Además, Tushita le tenía reservada una buena noticia:

–Si le tranquiliza saberlo, Nájera San, yo no me vuelvo. Me quedaré en Shyok a esperarle: tengo amigos que podrían ayudarnos si fuera necesario. Aunque después de la masacre de la expedición francesa, habrá muchas patrullas chinas por ahí. Bastará con que les muestre el visado y les cuente que se ha perdido, es lo más normal que puede sucederle a un extranjero. Claro, que si se le echa encima una partida de bandidos del país de Kham, sólo puedo aconsejarle que se encomiende a la clemencia infinita de Lord Buda…

Tanto como la conversación Manuel agradeció las dos botellas de White Tiger que le había traído su chófer, una de las cuales, apenas a treinta kilómetros de Shyok, ya había bajado a la mitad. ¿Es posible conducir por una carretera tibetana con siete tragos de aguardiente? Posiblemente sea la mejor manera de hacerlo, sobre todo cuando jamás se ha conducido un landróver -le avergonzaba confesárselo a Tushita-, aunque el tibetano también se las veía y deseaba para dominarlo.

Una vez que dejaron atrás la región de Mulbek y a medida que ascendían hacia el Aksai-Chin, la presencia humana resultaba más inopinada. Alguna pequeña aldea al fondo de un valle perdido, un eremitorio de lamas y pastores colgado de un bancal a cinco mil metros de altura y nada más que eso en un paisaje lunar abierto a la infinitud. El aire comenzaba a enrarecerse, y hasta el motor del todoterreno se ahogaba mientras trepaba por aquel páramo azufroso, cuando Tushita le advirtió que se acercaban a la zona de seguridad. Podían encontrarse con una patrulla china en cualquier momento.

Poco después se abrió ante ellos un pueblo asentado en terrazas que descendían hasta un río. Entre una arboleda de abedules se alzaba una pagoda de remates chinos, pero todavía coronada por la bandera del Tíbet: el león y las montañas. Aquello tenía que ser ya Shyok.

Era día de mercado y las calles se llenaban de gente: los curiosos miraban por la ventanilla y los niños pegaban las manos al cristal exhibiendo sus sonrisas desdentadas y felices. Un aldeano con dos enormes fardos colgados de una pinga se apartó para dejarlos pasar y los sacos oscilaron. Uno de ellos rozó la ventanilla y desprendió un poco de curry que brilló al atrapar la luz del sol: el cristal del parabrisas se tiñó de polvo de oro. Apenas podían avanzar entre el gentío, detenidos ante un almacén de abastos presidido por un buda rebosante de felicidad, con una botella de Kampa Cola que sobre su regazo.

Ya que no podían moverse, se bajaron del jeep dejándolo en medio de la calle y se acercaron al almacén a tomar algo. ¿No era aquella tortuosa balada de Tom Watts que le venía persiguiendo desde la noche del Mogol Gardens, en Srinagar, lo que sonaba dentro? Huir, desaparecer, perderse en el último confín de los Himalayas. Ni siquiera eso es suficiente. No dejaba de pensarlo mientras revolvía aquel café tan espeso dentro de su taza de barro.

–¿Sabes, Tushita? He estado dándole vueltas en lo que me dijiste el otro día… Si no te parece mal, cuando vuelva, me gustaría conocer a tu familia…

El tibetano no pudo reprimir un gesto de extrañeza, y por un instante su mirada se ensombreció. ¿Qué le hacía dudar? ¿Pudor quizás? Pero enseguida regresó su sonrisa de siempre, que por primera vez le pareció a Manuel una máscara.

–Será un honor para mí presentarle a mi mujer y a mis hijos, Nájera San. Es usted un hombre muy importante… Cuando vuelva le llevaré a Gujé, aunque será un día entero de camino…

–Lo haremos como tú dispongas, Tushita. Pero si tardo en volver de Tielontang, o no vuelvo, también quiero darte esto -y le entregó un sobre con ochocientos dólares, todo lo que le quedaba hasta la siguiente remesa de la Gulbenkian-. Me salvaste la vida, y es lo menos que puedo hacer por ti…

–Pero Nájera San -balbució el tibetano sin atreverse a aceptar el sobre-. No era necesario…

–Al contrario: es muy poco comparado con lo que te debo, pero no tengo más. Cógelo, por favor. En esta vida nunca se sabe.

Ochocientos dólares eran una pequeña fortuna para cualquier tibetano, suficiente para mantener a toda una familia durante un año. Tushita no lo contó: bastante le había costado extender la mano para coger aquel sobre. Se lo guardó dirigiéndole una mirada hasta el fondo de sus ojos, con una expresión de reconocimiento infinito, pero también con cierta tristeza, mientras le decía: «Dios le bendiga, Nájera San».

Caminaron hasta el landróver, que seguía en medio de la calle, ahora vacía de gente, y que los rickshaws sorteaban sin dificultades, aunque protestando con sus bocinazos. Tushita se quedó mirando cómo Manuel se ponía al volante; sin embargo, algo les decía que no debían separarse sin concederse un abrazo. Se lo decía a los dos, porque los dos lo necesitaban. ¿Por qué se negaron ese abrazo? ¿Les hubiera salvado de algo? ¿Quién lo sabe?

Mientras el jeep dejaba atrás la plaza de Shyok y Tushita se empequeñecía en el retrovisor, Manuel vio en su imagen ya indiscernible a aquel niño con el que se había cruzado muchos años atrás, en una aldea del sur de la India: un niño tullido sobre un carrito de ruedas que le dirigió una mirada tan profunda y luminosa que no la olvidaría jamás. Aquélla no era la mirada de un niño, era la mirada de un buda. Aunque no mendigaba, Manuel puso en su mano, casi a la fuerza, un billete de cincuenta rupias. El niño no se ofendió, ni le devolvió el billete, pero el brillo de sus ojos se extinguió al instante. Al menos con Tushita lo había hecho mejor. Pero, en cualquier caso, ¿por qué los occidentales sólo sabemos pagar de esa manera?