–Soy Shalimar, la chica de anoche -dijo, sin creer necesaria otra explicación-, y sé en qué estás pensando.
Cualquier hombre se hubiera dejado seducir de nuevo. A la luz del día era todavía más bella, más seductora, más peligrosa. Manuel, sorprendido, sonrió sin saber qué debía responder. Ella continuó con una serenidad asombrosa:
–Estás pensando que no te apetece subir hasta Leh, esa horrible ciudadela medieval, tan inhóspita, tan fría. Estás pensando que la Puerta de Mulbek no te va a dejar pasar más allá de tus teorías, y hasta puede que te las derrumbe de nuevo. Por eso estás pensando que lo que necesitas es una mujer como yo. Pero también te voy a decir que esa mujer que buscas son dos mujeres, y ninguna de ellas soy yo -sentenció, en un tono que había pasado de lo misterioso a lo inquietante-Una de las dos mujeres está muerta, murió hace cinco años. La otra la encontrarás allá donde te diriges.
Manuel, aterrado, se limitó a mojar sus labios en la copa. Luego preguntó sin perder la flema, sólo levemente insolente:
–Vale, me olvidé de pagarte y hablé demasiado anoche. Dime cuánto es y deja el teatro para el siguiente incauto.
La chica no se alteró:
–No, anoche tú no me contaste nada y sabes muy bien que me pagaste, pero no sabes quién soy.
Sé que estás aquí por el Libro de Cristal, todo el mundo lo sabe, eres un gran arqueólogo europeo y te han llamado para descifrarlo. Todos esperan que hagas hablar a ese Libro, que saques de él un descubrimiento prodigioso. Pero tú mismo no crees en ti, ni confías en tus intuiciones: temes haber perdido el arte de hacer hablar a los muertos. Dime si es verdad o si miento… Vamos, dímelo.
Manuel miraba atónito sus grandes ojos rasgados, sus pómulos marcados, más tártaros que cachemires, esa boca grande de labios secos, la determinación de su voz. ¿Cómo había entrado esa mujer en su vida? ¿Y adónde quería llegar? También él tuvo un raro presagio al escuchar sus palabras, un presagio opresivo que no quiso interrumpir con preguntas banales.
–El campo de excavaciones donde vas a trabajar -prosiguió Shalimar- está muy al norte del Ladakh indio, apenas a treinta millas del Aksai Chin, la zona ocupada por los chinos… Al otro lado hay un monasterio del que seguro has oído hablar. El monasterio de Tielontang. ¿Lo conoces?
–Sí, lo conozco -asintió.
Pocos años antes la revista alemana Stern publicó un extenso reportaje sobre ese monasterio al pie de los Himalayas, donde se localizaba una alucinante comunidad de monjes ortodoxos que se decían descendientes de la primera iglesia nestoriana del Tíbet. Otra pista para su búsqueda de las huellas de Cristo. Una embajada de aquellos cristianos del siglo I había llegado hasta Ladakh. Manuel recordaba un par de fotos del reportaje: un monje junto a una cruz de más de veinte metros labrada en los farallones sobre los que se asentaba el monasterio. Y la panorámica de una viña muy añosa de la que se aseguraba no sólo que seguía dando un vino excelente, sino que su cepa originaria databa del Diluvio, cuando el patriarca Noé la plantó con sus propias manos, recién desembarcado del Arca, en ese lugar del desierto tibetano de Tielontang.
El tiempo apremiaba. Manuel no tenía tiempo para otras aventuras que no tuvieran como destino la Puerta de Mulbek. Ya no podía postergar más su pregunta.
–Claro que lo conozco. Pero. ¿qué quieres pedirme? Si estás tan informada, sabrás que está prohibido rebasar la línea de demarcación. Es imposible que pueda llegar allá -concluyó Manuel-, y si llegara; sería un suicidio.
Shalimar intensificó el fulgor de su mirada. Buscó la mano de Manuel y la tomó con firmeza. Después puso en ella un sobre lacrado y la mantuvo apretada entre las suyas.
–Por favor, la vida de miles de personas depende de esta carta; En nombre de ellos te pido que subas a ese monasterio, y se la entregues al padre Abba Komay.
Manuel podía oler el peligro. Pero también sabía que la tentación del riesgo podía llegar a ser para él algo irresistible.
–No conozco a ese hombre, apenas te conozco a ti. ¿Por qué iba a hacerlo?
–No puedes elegir, lo harás, está escrito -insistió Shalimar hundiendo aún más sus ojos en los suyos-. Además…
–¿Qué?
–No correrás riesgos. Tienes un pasaporte diplomático. Te lo vi anoche.
Pese a la gravedad con la que hablaba, el atrevimiento de la joven era tan desconcertante que incluso resultaba cómico. ¿Qué pretendía proponerle? Necesitó hacer un esfuerzo para evitar sonreír.
–No sé cómo te atreves a decirme eso.
Shalimar, comprendió que le debía aún otra explicación.
–Sólo quise devolverte los cien dólares que me pagaste ayer. Fue entonces cuando vi ese pasaporte rojo en la cartera.
Manuel, sin terminar de dar crédito a lo que escuchaba, se llevó la mano a la cartera. En efecto, los billetes con que pagó a Shalimar estaban allí, apenas doblados, sin guardar en su compartimento.
Aquella escena le pareció lo suficientemente extraordinaria como para creer que merecía la pena apostar por ella. La vida le invitaba a involucrarse de una vez por todas en una acción real. Si llegara a morir en aquella aventura, podía ser un buen epitafio para una existencia tan absurda como la suya. No obstante, ¿qué sucedería entonces con ese libro prodigioso que pensaba escribir con su amigo Álvaro y que cambiaría el rumbo de la historia? Entonces, como una respuesta, sintió la suave mano de Shalimar acariciando su rostro.
–Aunque anoche jugara un poco contigo a eso, yo no soy así. Yo jamás cobraría por hacer el amor. Para mí el amor no tiene precio.
–No, no sé quién eres -respondió Manuel como si aceptara esa nueva dimensión que Shalimar le mostraba-. No sé quién eres pero voy a creer en ti. Intentaré llegar a Tielontang, pero no te prometo nada. Si no me dejan pasar me doy la vuelta. Y punto.
No le importó que le besara en la boca delante de todos, incluido el chófer de la Gulbenkian, que acababa de llegar. Ese beso le recordó la noche pasada. Aquello había sido el encuentro entre dos conspiradores. Pues bien, que siga el juego, se había dicho entrando en el Cadillac con la carta lacrada en la mano. Cuando arrancó, no pudo evitar que le invadiera una sensación ambigua, de tristeza y alegría, donde se mezclaba el orgullo de saberse elegido por una mujer hermosa para llevar a cabo una aventura novelesca, y la sensación de que iba a pagar un precio muy alto por ello. Cerró los ojos dentro del coche, al instante volvió a visualizar su villa de Bellagio envuelta en una claridad deslumbrante. Y a Carmen, Carmen avanzando hacia él con aquella mirada licuada por el alcohol, mirándole fijamente, su rostro desencajado, apuntándole con esa pistola que sostenía con sus dos manos, Los disparos no habían dejado de resonar dentro de su cabeza ni una sola noche desde entonces. Y desde entonces una palabra obsesiva atenazaba sus pensamientos. La palabra expiación.
Manuel no creyó en ningún momento que Shalimar pudiera leer el pasado en sus ojos, ni adivinar su futuro, ni mucho menos conocer la existencia de Carmen. Alguien se habría encargado de ponerle en antecedentes. Él era un hombre relativamente conocido, y al fin y al cabo, su vida estaba al alcance de cualquiera. ¿Pero cuál era el sentido de todo lo demás? Miró distraídamente por la ventanilla del Cadillac el discurrir impasible de un paisaje sobrecogedor. Al fondo de una imponente garganta, se distinguía ya lo que debía de ser él río Indo bajando con un rugido atronador hacia el Baltistán, ansioso por inundar la vasta llanura del Panyab. Si seguían subiendo no tardarían en advertir, a lo lejos, la cumbre del Kailas, la montaña sagrada de Milarepa. Tomó a ese gigante por testigo. De acuerdo, todavía le quedaba mucho por pagar en esta vida. Llevar esa carta al monasterio de Tielontang «para salvar millares de vidas» -y la de una mujer muy bella-, tal vez acortaría esa deuda.