Un pez en el Tíbet
20
Las primeras luces del día se insinuaban por un ventanuco de papel encerado que se abría en la estancia, una habitación de techo bajo guarnecida en madera de cedro. Manuel se incorporó preguntándose qué había sucedido desde que llamaron a la puerta de la gompa. Alguien le había desnudado antes de acostarle. ¿Dónde estaba su ropa? La descubrió en el otro extremo de la habitación, recogida sobre su equipaje. Pero por más que registró todas sus prendas, no halló el sobre lacrado de Shalimar. Ya estaba poniéndose nervioso cuando vio su portafolios sobre una mesa, junto a la ventana. Lo abrió precipitadamente, y respiró aliviado al comprobar que seguía allí, con su sello intacto. ¿Había sido él mismo u otra mano quien lo puso allí? Por si acaso, lo guardó en el compartimento interior de su maleta, que reforzó con un pequeño candado.
Luego se sirvió una taza de té del samovar y mordisqueó un higo seco. Por primera vez en mucho tiempo, no era el recuerdo de Carmen el que ocupaba su pensamiento, sino aquel Buda perturbador, aquel libro portentoso, aquella puerta frente al vacío… Pero también aquella mujer, Shalimar, su hermosa mirada y su misterio. ¿Qué habría sido de ella?
Se asomó al ventanuco. Dos bruñidas colañas de bronce en forma de dragones enmarcaban los tejados dorados de una pagoda de siete pisos y, más allá, las sobrecogedoras aristas gemelas del Nun Khun emergiendo de la noche para iluminar las siete esferas del mundo. Entonces, en medio de aquella calma, el monasterio entero comenzó a vibrar. Los muros se estremecieron, las tinieblas se transfiguraron en rostros y voces, y entre ellas se fue perfilando la resonancia de la gran caracola de la torre más alta llamando a la plegaria. Las otras dos torres respondieron con un estruendo de trompas y tambores. A pesar de todo, Tushita seguía durmiendo. Cuando al fin se hizo el silencio sonaron unos nudillos en la puerta:
–¡Adelante! – respondió Manuel sin dejar de masticar.
Esperaba encontrarse con la cara de tortuga del lama Naropa, pero se tropezó con una mujer joven, vestida con un amplio caftán de color cereza, y que le miraba de soslayo a través de las vaharadas del sahumador de sándalo que sostenía sobre una bandeja. Sólo faltaba que le sacara la lengua, a la manera tibetana. No lo hizo, y apenas le mantuvo la mirada un instante, pero Manuel advirtió en ella una presencia llena de fuerza pese a su aparente fragilidad, y un nuevo enigma por descifrar: dos tatuajes sinuosos que se enlazaban de mejilla a mejilla, como pequeñas serpientes de fuego.
–Si esta noche has sentido frío, me lo dices y Naropa enviará a otra. Tienes que decírmelo ahora -añadió en un inglés rudimentario-. Yo soy Tara. Estoy aquí para servirte.
Entonces comprendió. Manuel conocía la costumbre tibetana de ofrecer sus mujeres a los visitantes para darles calor, incluso para hacer el amor con ellos, y sabía que entre los lamas de la orden Nyingmapa no era nada extraordinario, no ya el matrimonio, sino incluso la poligamia.
Prefirió pensar que se trataba de una sirviente de la comunidad, y no de la esposa de ningún lama. Aunque era indudable que había dormido a su lado: tan indudable como que no la había tocado. Una mirada a Tushita, que seguía roncando, afianzó su sospecha de que les hubiesen suministrado un somnífero, aunque no supiera con qué intenciones.
–¿Has sentido frío, Nájera San? – insistió ella.
Manuel movió cabeza de lado a lado y tragó de golpe todo el té que tenía en la boca. Al hacerlo, espontáneamente, ella y él intercambiaron esa fugaz sonrisa íntima que es el eterno saludo de los sexos. ¿Cuántos mundos se encontraron en ese momento? Aquellos ojos rasgados donde brillaban dos perlas negras de una intensidad casi metálica podían ser el alma del Tíbet, pero le recordaron los de las nínfulas que aparecen en las pinturas de Cranach. Sí, una de esas vírgenes poseídas por su propia belleza que te miran con una sonrisa helada desde un lienzo que retrocede hasta el infinito. Y presintió que ella venía para arrastrarle hasta el otro lado de ese lienzo, como si con sólo mirarla una vez ya hubiera leído en esos ojos que estaba destinada a destruir, y que acabaría destruyéndole también a él.
–Quiero expresar mi deseo de que la estancia de Nájera San entre nosotros sea grata y fructífera, y que consiga hacer hablar al Libro de Cristal, como es su voluntad -dijo ella muy protocolaria, como si recitara un texto aprendido. Después volvió a la bandeja y descubrió un recipiente con leche cuajada y una especie de torta de tsampa bañada en miel.
Manuel se lo agradeció ofreciéndole una taza de té, que ella rechazó. De pronto parecía muy atareada:
–El director vino antes del amanecer. Estaba vigilante por Nájera San. Le dije que le llevaríamos a la Puerta después de la primera oración. ¿Vienes pronto?
–Antes me vendría bien una ducha… -respondió Manuel-, y habrá que despertar a mi amigo.
Tara abrió una pequeña puerta junto al ventanuco y le descubrió una terraza de no más de un metro cuadrado provista de una ducha y un sumidero, todo al aire libre, y a una temperatura que no pasaría de los cero grados.
–También puedo ayudarte a eso -y como Manuel no acababa de decidirse, añadió-: mejor con mujer, no hay agua caliente.
–Gracias, prefiero hacerlo solo -se excusó el invitado, pensando que ella era demasiado joven, o él demasiado imbécil-. Puedes decirle a Naropa que estaremos listos en quince minutos.
Sin inmutarse, Tara le arrancó las mantas a Tushita. El chófer despertó al momento, apenas para verla desaparecer como un torbellino sólo perceptible por el vuelo de su trenza sobre su gastado caftán de color cereza.
–¿Sabe qué hacen cuando el agua se hiela? – farfulló Tushita, todavía con los ojos entreabiertos-. Se frotan todo el cuerpo con nieve: así se lavan y entran en calor a la vez.
–Vaya, no estabas tan dormido -le saludó Manuel.
–Tushita nunca duerme, Nájera San -ironizó el tibetano acercándose el cuenco de cuajada y media torta de tsampa.
–Entonces ya me contarás qué pasó anoche, cómo llegamos aquí y todo lo demás…
El ruido de las cañerías de la ducha ahogó la evasiva de Tushita, y no hubo tiempo para más. Acababan de vestirse cuando volvieron a llamar a la puerta, y el venerable Naropa apareció en el umbral con su sonrisa de permanente gentileza. Manuel sabía que esa sonrisa sólo era una máscara, y correspondió con el mismo gesto. Sobraban los comentarios acerca de Tara, y hubiera sido una descortesía hablar de ella.
–Kupka ya está aquí -dijo el lama-. Es el hombre más puntual del mundo.
–¿Puntual? – se sorprendió Manuel-. Creí haberle entendido que estaría ocupado a primera hora y se uniría a nosotros más tarde…
–Sí, pero ha cambiado sus planes.
Siguieron el eco de esa respuesta a través de una larga sucesión de patios y de grandes edificios blancos sobre los que se alzaban techos rojos y naranjas con remates de pagoda. Poco después toda esa blancura resplandeciente se invirtió en la negrura grasienta habitual en las estancias más sagradas de las lamaserías, donde arden día y noche millares de lamparillas de sebo ennegreciéndolo todo con su humareda pegajosa y pestilencial. Más que a religiosidad, huele a tuétano de yak.
Tras cruzar el oratorio penetraron en lo que parecía ser el scriptorium del monasterio: una amplia estancia decorada con magníficos tankas, verdaderas joyas cuya posesión se disputarían los museos de medio mundo, y que en Mulbek se utilizaban para cubrir las manchas de humedad y los desconchados de las paredes. Un equipo de monjes hacía su trabajo entre grandes bobinas de seda, toneles de pasta vegetal, prensas y rodillos.
–Algunos calígrafos copian pergaminos únicos, textos originales de más de mil años de antigüedad -explicó el venerable-. Es importante preservar el conocimiento sagrado. De los textos esenciales se hacen siete copias auténticas que repartimos por otras tantas lamaserías, y siempre procuramos que dos copias más estén a salvo fuera del Tíbet, en centros budistas de Europa y América, cuya localización en modo alguno podría facilitarle…
–Lo comprendo, es importante guardar el secreto. Al fin y al cabo, gracias a eso se ha preservado el Libro de Cristal.
–Sí, para nosotros es un gran misterio que, sin embargo, acaba de comenzar… ¿Cree usted que este descubrimiento va a revelarnos algo nuevo? Otra vez la misma pregunta, otra vez el mismo temor. Como Kupka, también Naropa esperaba demasiado de ese libro, pero por otra razón. Tras la muerte de Buda Gautama, el canónico, sus seguidores escindieron su doctrina en dos grandes corrientes: Hinayana y Mahayana, el pequeño y el gran vehículo, respectivamente. La primera pasaba por ser la más exclusiva, la que predicaba el retiro y el solitario perfeccionamiento interior, frente a la apertura al mundo propuesta por los adeptos de la línea Mahayana, que concedían una importancia capital a la ejemplaridad, de manera que hacían los votos de bodhisattva y dedicaban su vida a trabajar por el bien de la humanidad.
Con el cisma de finales del siglo I, el camino Mahayana se impuso en los Himalayas, y sólo algunos monasterios, como el de Mulbek, se mantuvieron fieles a la disciplina Hinayana, aunque con un curioso matiz local. Aquí, los monjes Nyingmapa se decían maestros tántricos y practicaban la Vajrayana, la escuela del rayo que postula la unión sexual como vía para alcanzar la iluminación. ¿A favor de quiénes se decantaría el presunto Buda de los Últimos Días que había compuesto el Libro de Cristal? Eso era lo que más inquietaba al venerable Naropa, que seguía esperando una respuesta de su invitado.
–¿Algo nuevo? – exclamó Manuel, caminando entre torres y más torres de hojas de madera caligrafiada-. ¿Puede encontrarse algo nuevo en un libro con más de dos mil años de antigüedad? Lo que me sorprende es que sus copistas no lo hayan traducido ya. Sí, sí, recuerdo lo que me dijo, pero cuesta tanto aceptarlo…
–El Libro de Cristal es un texto excepcional. Apenas se conocen libros sagrados escritos en esta vieja lengua que se perdió hace mucho tiempo en todo el Tíbet, y que la ocupación china tampoco nos ha permitido recuperar. Apenas podemos establecer contactos con los monasterios del otro lado de la línea de demarcación. Y hasta que no contemos con una traducción fiable del libro, casi preferiríamos que la noticia de su hallazgo no se divulgara demasiado.
–Entonces, ¿se trata de uno de esos libros mágicos que Padma Sambhava ocultó en las montañas antes de desaparecer? Terton, creo que se llaman…
–No, Tushita -le corrigió Manuel, que lo sentía a su espalda-. Terton es el nombre que reciben los descubridores de esos textos, que no tienen nada de mágicos. Son tan reales como tú y yo, y se llaman terma, es decir, tesoros. Se trata de los libros escondidos por los antiguos sabios…
Naropa intervino de nuevo:
–A la espera de que los hombres estuvieran preparados para recibir su mensaje.
–¿Pero el Libro de Cristal, es o no es…?
La insistencia de Tushita coincidió con el paso por un salón de ceremonias donde una docena de novicios rapados recitaban una incesante letanía. Un monje recorría las filas con una vara de bambú, y de vez en cuando propinaba un golpe seco en la nuca de alguno que había perdido el ritmo del rezo.
Tushita interpretó la mirada de Naropa como una elocuente invitación a no hacer más preguntas inadecuadas.