–Era el último rey de una dinastía muy antigua, y en su destino estaba escrito: cumplir todas las profecías, vencer a todos los imperios y algo más, lo esencial… derrotar a la muerte.
»No lo imagines como el Jesucristo dócil y melifluo que te han enseñado. Este rey secreto es un carpintero que camina cojeando, a veces con el rostro contraído por el dolor, desconocido por sus propios apóstoles, siempre extraño entre los hombres, descreído y repudiado por los grandes de su tiempo.
»Quienes se han cruzado con él lo describen como un levita no muy alto, de unos cuarenta años y de aspecto insignificante, como su barba rojiza y sus mejillas rehundidas por el ayuno. Pero cuando te mira, sus ojos verdes y profundos brillan como berilos.
»Son los ojos de un hombre que ha visto el Cielo y el Infierno. En su palabra hay una voz de fuego que habla directamente al corazón, aunque apenas nadie le escucha. Y los que le escuchan no le entienden, o se escandalizan porque llama a Dios con el nombre de Abba, como llama un hijo a su padre en su propia casa. Por la fama que ha adquirido como defensor de prostitutas y recaudadores de impuestos, sólo se le acerca el populacho, esperando algún milagro. Le han visto curar a un ciego con un emplasto de arcilla, y hasta resucitar a Lázaro de Betania. Pero si no repite sus prodigios, le arrojan pescados podridos, como sucedió en Magdala.
»Y sin embargo, cuando habla, aunque no le entiendan, hay quien siente un viento que desciende de las alturas, y otros dicen verse transportados a una tierra extraña y distante. En fin, Álvaro, creo que he encontrado el paso hacia esa tierra…
–La Tierra Prometida, supongo, o el Paraíso Terrenal cuando menos -exclamé, tras su monólogo-. Porque visto lo visto, ahora vas a decirme que fue hacia allá donde se dirigió tu Caminante, y que esa geografía existe…
–Sí, eso es lo que pienso -añadió, sin inmutarse-. Cristo siempre hablaba en clave, y sus claves remiten a un conocimiento ancestral que, necesariamente, tiene que proceder de algún lugar -cuando dejó de revolver su taza recordé que nunca echaba azúcar al café-. ¿Recuerdas el pasaje de la mujer adúltera, cuando los fariseos avanzan hacia ellos y él se pone a escribir con su dedo sobre la arena?
–Más o menos: fue escribiendo los nombres y los pecados de aquellos puritanos, y a medida que los escribía ellos se iban retirando. ¿No es así?
–Pregúntate por qué los evangelios oficiales no cuentan algo más. En la arena, junto a esos nombres, dibujó una puerta!… una puerta que ellos nunca podrían cruzar. La puerta del Reino de los Cielos. Pero esa puerta a la que aludía el Cristo permanece oculta durante el día… ¿Por qué? Porque es preciso atravesar la noche oscura antes de que se abra.
–Perdona, Manuel, pero ahora ya no entiendo nada.
Esta vez no respondió a mi pregunta. Ni siquiera hablaba para que yo le escuchara.
–Es la señal que esperaba, no puede ser otra… Y esta vez no puedo fallar, sé que voy a llegar hasta el final.
Apuró de un trago el resto del café y dejó sobre la mesa un ejemplar del Herald Tribune doblado sobre su última página.
–Échale un vistazo a esto -se levantó consultando su reloj-. Tengo que hacer una llamada, sólo será un momento…
Cogí el periódico. Tenía que ser algo importante. Desde luego, la foto del Herald era espectacular: al menos consiguió que abriera del todo los ojos. Mostraba una puerta ciclópea que me recordó de inmediato las construcciones de Tiahuanaco, en los Andes. Sin embargo la Puerta de Mulbek había sido hallada por una importante misión arqueológica europea en las inmediaciones de Ladakh, en el Tíbet indio. Pero había más. Bajo la puerta de piedra los arqueólogos habían descubierto una caverna que se abría a un templo subterráneo y, dentro de él, un Libro de Cristal único en el mundo.
Como en los cuentos de Las mil y una noches, el libro prodigioso parecía obra de un genio encantado. Las veinticuatro placas de cristal de roca que lo componían estaban engarzadas con herrajes de plata a las paredes de la caverna, de manera que nadie pudiera sacarlo de allí sin romperlo.
En apariencia, no había nada inquietante en el hecho de que aquel libro excepcional se remontase al siglo I de nuestra era, el momento de la gran expansión del budismo Mahayana por los Himalayas. Ahora bien, cuando leí varias veces que el libro no hablaba tanto de Buda, sino más bien del Buda futuro profetizado por éste, al que llamaba el Caminante, y a quien describía como «el Buda Blanco que vendrá de Occidente», comencé a entender por qué Manuel no había podido conciliar el sueño.
La razón se sustentaba en una paradoja no menos insólita. Al parecer y pese a su transparencia, el Libro de Cristal cifraba textos extraordinariamente oscuros. Tanto, que el director de las excavaciones había solicitado la ayuda de los mejores orientalistas del mundo. Cuando Manuel volvió del teléfono, me encontró releyendo la cabecera del reportaje.
–¿Todavía no has terminado? Negué con la cabeza mecánicamente, también yo estaba fascinado con lo que prometía aquella historia.
–O sea que este libro y esta Puerta perdida en el Tíbet indio van a ser tu segundo Qumrán, ¿no?
–Es muy posible…
–¿Cuándo te han llamado?
–Esta misma noche, en cuanto he subido a mi habitación… Los de la Gulbenkian no querían que me enterase por la prensa.
–¿Pero sabes realmente lo que te espera?
–No, no lo sé muy bien: apenas sé más de lo que pone ahí, pero tengo la intuición de que esto puede ser algo trascendental.
–¿Justo lo que estabas buscando, verdad?
–Bueno, de momento sólo se trata de indicios… Pero mira -insistió volviendo a colocar el mapa encima del periódico-, esta es la distancia que media entre Galilea y el Tíbet. Más de cinco mil kilómetros.
Seguí su índice sobre el pliego encerado. La ruta era verdaderamente larga, toda una odisea, fuese quien fuese ese misterioso Caminante, el Buda Blanco del que hablaba el Herald Tribune.
–Durante años he venido acumulando centenares de referencias paleográficas sobre esa ruta. En cada país y en cada paisaje, el Cristo preservaba su misterio con un nombre en clave… Sólo me faltaba esta otra clave que conecta el Libro de Cobre al Libro de Cristal a través del puente entre los dos Budas… Y aun así, no te creas, también soy consciente de que puedo equivocarme -exclamó, y se corrigió de inmediato-. Aunque, no, no, esta vez no…
–¿Por qué estás tan seguro?
Manuel guardó el manuscrito en el bolsillo interior de su chaqueta. Después hizo lo mismo con el ejemplar del Herald.
–Porque el cartero siempre llama dos veces… -dijo, con una de sus sonrisas jeroglíficas-. Será mi segundo viaje al Tíbet, y sé que no voy a cometer el mismo error. Ahora todo depende de mí.
–¿Cómo que todo depende de ti?
–Esto no será un pasatiempo para académicos, ni material de acarreo para una tesis doctoral… Pensarás que estoy loco, pero tengo la sensación de que voy a descubrir algo que cambiará mi vida para siempre.