Sentado en lo alto de la cortadura sobre la que se alzaba la Puerta, con los pies colgando sobre la cabeza del gran Buda rojo y una botella de licor de arak entre sus manos. ¿Qué podía hacer él? ¿Cómo recuperarlo para el mundo de los vivos? Kupka rebuscó en la guantera de su landróver.
Al llegar junto a él, le ofreció un envoltorio de papel de aluminio que éste abrió sin volverse ni darle las gracias. Apareció un sándwich de roastbeef y pepinillos genuinamente británicos.
–Veinte años persiguiéndome, veinte años machacándome… -exclamó mientras se lo devolvía sin tocarlo-, ¿y aún no te has enterado de que soy vegetariano?
Kupka, sin inmutarse, le pasó una de las dos Franziskaner que colgaban de su mano y se sentó junto a él.
–¿Pero qué más da que sea un pez o el signo del infinito? En cualquier caso, no se trata más que de una metáfora…
–Las metáforas son peligrosas, pueden matar. Algún día lo descubrirás por ti mismo. Además, no es sólo el pez. Hay muchas cosas que no me encajan en esa traducción. Y sin embargo, todas están ahí…
–A ver, comencemos de nuevo. Además de ese pez en el Tíbet, ¿qué es lo que no encaja?
–¿Qué es eso de la «luz palpitante»? Jamás he encontrado una descripción semejante de dios alguno, ni el Atman de los preindoeuropeos, ni el Brahman de los arios… ¿Y qué me dices de la «estrella Origen», y de «aquel que nacerá saliendo de su propia boca», y esos «hijos de la raza solar»? No entiendo nada de lo que arranco de esa piedra. Y si no entiendo, no puedo seguir.
–No sigas, Nájera. Nadie te pide tanto. Deja esa piedra imposible y empieza de una vez con el Libro…
–Aunque me pusiera a leerlo ahora mismo, y lo encontrase tan fácil de traducir como un libro infantil, no tendría ningún sentido -Manuel se detuvo para beber un largo trago de cerveza-. No sé si me comprendes: ese libro sólo se puede interpretar a la luz del misterio cifrado en la losa.
–Pero si tú mismo reconoces que no puedes seguir adelante con ella… ¿Qué vas a hacer? ¿Esperar a que se traduzca sola?
–Exactamente, esperaré. La Puerta está para eso.
–¿Para qué?
–Esperar, aguardar pacientemente el momento de la iluminación, forma parte de los ritos de paso de todas las culturas. Las puertas indican precisamente el lugar de la espera. También hay mujeres que son puertas -prosiguió-. Bueno, todas las mujeres lo son, porque en su naturaleza está el dar a luz. Y en cuanto a lo de esperar a que la gran losa se traduzca sola… no te quepa duda de que, tarde o temprano, hablará.
–Me parece que has bebido demasiado…
–Es posible… Estoy algo borracho, es decir, cerca de la lucidez total.
–Nájera… -exclamó entonces Kupka con otro tono de voz, como si fuera a proponerle algo importante.
–Te escucho, Kupka.
–Si yo te dijera que estamos dispuestos, la Gulbenkian, quiero decir -rectificó-, a doblar la cantidad que acordó contigo a cambio de una traducción rápida y sensata del Libro de Cristal, ¿qué responderías?
Manuel bebió el último sorbo de cerveza sin quitar la vista del horizonte.
–Te respondería que enrollaras esos billetes en un cucurucho perfecto… y que se los metieras hasta el fondo de su gran culo americano. Luego empujaría dentro media docena de alacranes… Y, en fin, sí, te concedería el honor de prender fuego al cucurucho del millón de dólares.
Kupka tensó la mandíbula, hizo una bola de papel de aluminio con el sándwich y la arrojó contra la cabeza del Buda. El Iluminado no afectó el impacto.
–Nájera, por favor… ¿Me obligarás a decirte que dependemos de esa traducción para resolver muchos de nuestros problemas? Traducir el Libro de Cristal es un privilegio, pero también una necesidad. Una necesidad perentoria…
–Lo voy a traducir, pero déjame hacerlo a mi manera. Te repito que la losa y el Libro son el mismo texto, como la Puerta y el Buda son la misma cosa… ¿Es que no lo entiendes, Kupka? Escucha…
–¿Que escuche qué?
–El cielo, ¿no lo ves girar? Todo gira esta noche, crujiendo y cantando, meciéndose y dejándose llevar por ese movimiento en espiral, las estrellas y las constelaciones. La constelación del Pez, por ejemplo. Sólo si pienso así empiezo a encontrar respuestas, pero me da miedo…
–¿Qué es lo que te da miedo?
–Si miro arriba y me quedo muy quieto, hasta que lo veo todo girar…
–Ya, entonces ves que se te viene encima la rueda de las reencarnaciones, el samsara y todo eso…
–No, no entiendes nada, mi pobre Kupka. Pero ya que lo quieres ver de esa manera, piensa en una rueda con mil radios y en su centro… en su centro, nada. Todo ignición, todo expansión… Una gran consciencia cósmica a punto de dar a luz al «hijo de la estrella Origen». Si razono en esa longitud de onda, ¿te convenzo o estoy delirando?
–Sólo me pregunto qué tiene eso que ver con nuestra ciencia.
–En los tiempos míticos los hombres tenían una especie de clarividencia congénita. Entonces nosotros y el cosmos éramos uno. Sí, porque el cosmos es un vasto cuerpo viviente del que formamos parte. Y el sol… El sol es un gran corazón cuyas palpitaciones se repiten en nuestras venas.
»¿Por qué hemos dejado de sentir todo eso? ¿Por qué hemos perdido esa conexión con las estrellas? Porque la mente nos convirtió en grandes mentalistas, y ese ojo occipital que nos permitía ver más allá fue absorbido por el cerebro. Pasamos a tener una nueva conciencia del mundo, una mirada racional, y ya sólo nos vimos como seres racionales. Nuestros solemnes e insignificantes yoes florecieron, nos tomamos tremendamente en serio, y llegamos muy lejos con nuestra ciencia y nuestra tecnología.
»Pero desde que perdimos esa conexión con el cosmos somos seres tristes y solos. Nos falta la vida cósmica. El sol ya no nos habla porque no podemos verlo, porque estamos ciegos. El engreimiento tecnológico, la arrogancia científica de nuestro siglo, nos ha provocado una ceguera espectacular, pandémica y globalizada, como nunca antes se había conocido en toda la historia de la humanidad…
–Perfecto, lo que tú digas. Y ahora, dime, ¿qué puedo hacer para que bajes al mundo de los vivos?
–Cierra los ojos y dame por muerto. Desaparecido en combate. Al tercer día resucitaré.
Una vez más Kupka se retiró, pero sin darse por vencido. En aquella vieja batalla entre Nájera y Allegro, y que ahora él había heredado, nunca se daría por vencido. Llegaría su momento. La única manera de entenderse con el gran Nájera era dejarle actuar según su instinto o su capricho. Al fin y al cabo, esa era también la manera de darle cuerda, hasta que se ahorcase con ella.
¿Quién le garantizaba que esa traducción no era más que un delirio? Sörensen no había podido arrancarle ni una palabra. Y de pronto, Nájera sacaba de esa piedra borrada un pliego impecable, rebosante de originalidad, de visión y de poesía. Demasiado sospechoso.
En su ecuación no podía descuidar el dato de que Manuel Nájera era español, gente del sur, el culto al carisma, el mito de la genialidad innata y todo eso. Bah, ¿y debajo del mito, qué? Un hombre acabado y colgado de una botella. Probablemente Manuel no escuchó las reflexiones del inglés mientras descendía por el acantilado. De haberlas escuchado, su respuesta hubiera sido la misma. Otro trago de arak, y nada más. Silencio en absoluta serenidad, silencio en soledad total, silencio en espera. Sólo ese lento descenso del licor por su garganta hasta bañarle el corazón, hasta teñir con su transparencia líquida la línea infinita de cumbres recortándose contra el azul pálido, el rosa violeta, el frío, la inmensidad.