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Su investigación comenzaba con un examen del Evangelio de los Egipcios, un oscuro documento donde se refería la iniciación en los misterios de Heliópolis de Ieshoua -otro de los nombres de Jesús el Cristo-. El Rey Ungido que había sido consagrado mediante un ahogamiento simbólico por Juan, y dado por muerto en la cruz, volvía a resucitar en esta crónica que le atribuía una enseñanza manuscrita por Él mismo… y preservada en cierta biblioteca sepultada bajo las arenas de la leyenda: la mítica y jamás hallada Biblioteca de los Cananeos, donde aquella estirpe de iniciadores habría compilado una sabiduría ancestral, «fuente de todo conocimiento revelado», la misma que se llevaron los esenios nazarenos en su viaje final hacia Oriente. En definitiva, el Libro de Cobre documentaba un éxodo desde el reino de los sacerdotes con cabeza de halcón -Egipto-, hasta el del águila que vuela por encima del sol.

«¿Qué reino será el que nos espera?», pregunta al Caminante uno de sus apóstoles.

Aquel donde las montañas se unen con los cielos,

donde yo seré una tormenta en su corazón

y un canto en sus almas.

Pues está escrito que al cruzar esa puerta

destruiré a la muerte para siempre.

A juicio de Manuel, Cristo y el Caminante eran la misma persona, y su ruta hacia Oriente, buscando la llamada Puerta del Este, coincidía con la de otros iniciados de la Antigüedad como Jámblico, Diodoro de Sicilia o Pitágoras. Nájera fortalecía su tesis con una nueva fuente recién descubierta en los archivos secretos de los jesuitas en Rávena: los diarios de dos misioneros franceses, Huc y Gabet, enviados a finales del siglo xix a las lamaserías del Tíbet.

En el monasterio de Hemis, al suroeste de Leh, la capital de la actual Ladakh, los jesuitas encontraron un texto custodiado por los lamas durante casi dos mil años, en el que se narra el paso por Cachemira, al norte de India, de un profeta que se hacía llamar Issa y venía de Occidente, donde decía haber nacido de una virgen y ser conocido como el hijo del dios del sol.

A diferencia de las genialidades fulgurantes de Allegro, tan fulgurantes como inconsistentes, la tesis de Manuel se revelaba cada día más sólida, y su libro estaba llamado a marcar un punto de inflexión verdaderamente trascendental. Ya entonces, su reputación como hermeneuta rozaba lo prodigioso. Más que un experto en lenguas muertas, se le consideraba una especie de médium capaz de resucitar un poema deslumbrante sobre una losa sepulcral donde apenas se advertían unas gastadas incisiones en urdu o en sánscrito. Y es que él hacía hablar a las piedras, ponía en pie rollos de pergamino hechos pedazos, aunque odiaba que le confundieran con un oráculo o un mago de la arqueología con aspiraciones mediáticas.

No obstante, toda esa reputación casi sobrenatural se vino abajo en una sola noche, y la credibilidad de su tesis con ella, arrastrada por otra leyenda personal donde se mezclaban sus excesos alcohólicos y su vida más bien desordenada. Sobre todo a raíz de su matrimonio con una actriz muy popular en su tiempo, aunque sólo en películas de serie B, la bella Carmen Urkiza. Nunca tan bella como aquel día en que apareció muerta con un disparo en la cabeza en la villa que compartían en Bellagio, Italia, a consecuencia de lo cual «ese arqueólogo visionario» llamado Manuel Nájera fue formalmente acusado de asesinato.