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En aquel tiempo no existían vuelos regulares entre Srinagar y Ladakh, ni siquiera entre Delhi y Ladakh. Aunque Leh, su capital, disponía de un aeropuerto, tras la invasión china del Tíbet apenas se utilizaba salvo para vuelos militares, y no era extraño que cayera sobre él algún proyectil a consecuencia de las continuas escaramuzas a uno y otro lado de la línea de demarcación. Tanto era así que, en 1981, la única manera de llegar a Leh pasaba por una carretera estrecha que parecía ascender hacia otro planeta.

Tan lejos de todo y tan cerca del cielo, el viejo Tíbet tenía algo de eso. La geografía de este reino milenario se extiende sobre un territorio comparable a la suma de España, Francia y Alemania: unido y en libertad constituiría uno de los países más grandes del globo. Pero a finales del siglo xx apenas sabíamos nada de él. Nos acomodamos a un imaginario donde se cruzaban la conquista del Everest a cargo de sir Edmund Hillary, las leyendas acerca del Yeti y aquel viaje de The Beatles siguiendo la senda de Alan Watts. Así nos creímos todas las historias maravillosas que nos contó Lobsang Rampa acerca de esas lamaserías legendarias donde se practicaba la levitación, la teletransportación, y por supuesto, la videncia absoluta a través del tercer ojo. Luego descubrimos que, al parecer, el tal Lobsang Rampa era un fontanero londinense y toda su literatura pura ficción. Treinta años después hemos suplido esa fantasía con el carisma mediático del Dalai Lama y la conquista deportiva de las cumbres himalayas como una nueva forma de colonialismo, en la que los serpas son nuestros nuevos esclavos y los escaladores europeos gloriosos pioneros que llevan los logos de las grandes marcas hasta el techo del mundo. Pero bajo esa corona de montañas sagradas existe otra realidad que desconcierta y conmociona, como su paisaje. Los dos dejan cicatrices bajo la piel.

No es fácil llegar aquí, no es fácil sobrevivir a treinta grados bajo cero. La ascensión a las tierras altas supone toda una experiencia tanto física como metafísica. El Tíbet es un páramo de una aridez absoluta, ventisqueros heladores arrasados por una desolación sin límites, ríos encajonados entre abismos, y luego esos páramos siderales ajenos a toda huella humana. No puedes caminar, no puedes dormir, apenas puedes pensar. Te lo impide esa opresión en el pecho y en los pulmones, la falta de oxígeno, el mal de altura que anula tus reflejos, te deprime y te hace maldecir haber venido a este fin del mundo.

Hasta que, de pronto, a la vuelta de una quebrada o al atravesar una garganta que cae a pico en un abismo, descubres la inmensa belleza de todo eso! El viaje te ha hecho pasar sus pruebas. Resistencia en la dureza, fortaleza ante la adversidad, purificación frente al vacío. Entonces vuelves a encontrarte con ese río rugiente que ahora sólo es un arroyo impetuoso que puedes cruzar de un salto, y al cruzarlo descubres que se trata del Ganges, o del Indo, o del Brahmaputra, cualquiera de esos tres inmensos ríos reducidos al tamaño de un manantial en su nacimiento. El gigante se ha transformado en un niño, el paisaje se humaniza. Vuelven a aparecer los glaciares majestuosos, y los contemplas de otra manera, como los rebaños de muflones que se detienen un momento, te observan y desaparecen brincando montaña arriba: así descubres que las montañas están vivas y parecen vibrar por ti, porque la totalidad del mundo está constituida por una masa de vibraciones, por un concierto de respiraciones y latidos. Remontando el curso de esos ríos donde resuena la voz del origen, cruzando valles detenidos en la primera mañana de la Creación, descubres tu propio camino hacia la puerta de los Himalayas, y avanzas sin detenerte sobre esa tundra petrificada, mientras respiras en toda su plenitud una sensación extraña e inequívoca de extravío y libertad, de majestad y delicadeza.

Sin embargo, contarlo no es vivirlo, Y pese a la nostalgia, se vive mejor mientras se cuenta. Cómo contar esa inmersión en el vacío, tan lírica, tan espiritual, con la vivencia directa de quinientos kilómetros de calvario a tumba abierta y sin asfaltar Los turistas de hoy no hubieran podido soportarlo. Demasiado duro, demasiadas incomodidades, demasiados riesgos sin la providencial cobertura de un seguro Mundial Assistance. Eso preservó al Tíbet de la segunda invasión que pudo haberle sobrevenido tras la invasión china, con los primeros vuelos regulares y los hoteles de cinco estrellas.

No obstante, ese 4 de agosto de 1981, Manuel Nájera se vistió con deportivas Pirelli, gafas aerodinámicas, una sahariana vainilla y un pantalón dé camuflaje. Esas eran sus contradicciones: le encantaba desconcertar, le divertía enormemente consentirse esa inocente manera de provocar. Aparecer en el Campo de excavaciones de Mulbek como un yanki en la corte del rey Arturo, como un intruso, como un demente.

La resaca, más que notable, mezclada con la polvareda caliente que se le pegaba al rostro, tampoco ayudaron a que se sintiera mejor a bordo de aquel apoteósico Cadillac Corvette de los años sesenta, en el que venía rodando y dando tumbos ya ni recordaba desde qué hora de la mañana, como si continuara dentro de la coctelera de la noche anterior.

Recordó que la primera sensación al despertar, junto a las caricias de Shalimar, había sido ese golpe de sol. Calor desde el amanecer, que se volvería puro hielo con la caída de la tarde. Para eso sí que había venido bien pertrechado: juntó a su disfraz de turista, llevaba una gruesa cazadora de aviador ártico, unos guantes y aquel sobre lacrado.

No debía abrirlo, le había rogado ella apretando sus manos casi hasta hacerle daño. Manuel todavía no llegaba a comprender cómo se había decidido a aceptarlo. Tal vez los encantos ocultos de aquella joven eran más extraordinarios que los evidentes. En realidad nunca había sabido resistirse a las solicitudes de una mujer hermosa. Sin embargo, por más que le prometiera a Shalimar entregarlo en su destino, aún no había decidido si cumpliría su palabra. Se trataba de un sobre no muy grande, de papel tosco y grueso. Lacrado. ¿Qué guardaría dentro? Cuando la mirada del chófer se cruzó con la suya a través del retrovisor, lo deslizó prudentemente bajo la cazadora.