18

El corazón de Manuel dejó de latir, pero el lama y el niño del parasol ni siquiera se inmutaron. Eso le tranquilizó y le aterró al mismo tiempo. ¿Qué clase de manicomio era aquél? Manuel fue el primero en asomarse al precipicio temiéndose lo peor. Se encontró con una sonrisa triunfal, llena de dientes de oro. Tushita estaba allí, a metro y medio bajo sus suelas, sentado sobre la nuca de una cabeza de grandes orejas. Parecía un liliputiense encaramado a un Gulliver puesto en pie. Aunque en este caso se trataba de un Buda tan descomunal como los Bamiyán, un Buda de treinta metros de altura, tallado en la impresionante pared de roca viva que caía del altiplano al valle.

¿Cómo podía entenderse que ni una sola imagen de aquella maravilla hubiera salido del Tíbet? El lama le invitó a descender hasta la gigantesca cabeza. Había que descolgarse sólo un par de metros, pero sobre el propio abismo y bajo el azote de un viento incesante. Se agarró con fuerza a la cortadura y se dejó caer. Cuando abrió los ojos el lama y el niño ya habían saltado y estaban junto a él, sobre los hombros de la estatua. Bajo la mata de pelo rojo que arrancaba de su nuca, en la rocamadre, se dibujaba una abertura que permitía el acceso hacia la caverna.

Urgido por el lama, el novicio les pasó un par de lámparas de acetileno, que iluminaron un paso angosto por el que comenzaron a descender rozándose con las paredes. Dentro de la montaña se notaba la falta de aire y el frío. Naropa deslizó su linterna hacia un punto de la bóveda donde se abrían dos hendiduras. De la más pequeña, que era también la más estrecha, colgaba una escala de cuerda.

–A sus amigos les costó entenderlo, pero esa que parece no ir a ninguna parte es la que conduce a la Garbagriha.

Garba-griha, la Cuna del Embrión, Los poetas que escribieron el Ramayana la llamaban así. No buscaban un lugar para el culto colectivo, sino algo parecido al útero de la gran Diosa Madre. Según los libros sagrados de muchas culturas ancestrales, es de estas cámaras minúsculas de donde irradia todo. La luz de mil soles que surgió del Big Bang, la conciencia cósmica que se hizo mente, hálito y pálpito. Cavernas sin final, túneles que se pierden en un alucinante viaje al centro de la Tierra. Los había encontrado en Karnak y Baalbek, bajo la Explanada de las Mezquitas en Jerusalén, cuando buscaba la mítica Biblioteca de los Cananeos… Y ahora, ¿también en el Tíbet? Manuel apretó la manija de su lámpara entre los dientes, agarró la escala y trepó hasta la boca del santuario. Una vez allí había que desplazarse a rastras, gateando bajo una asfixiante sensación claustrofóbica. Había que superar esa angustiosa prueba física para alcanzar la esencia desnuda de una verdad que era piedra y agua, fuego y aire. A medida que avanzaba, advirtió un tenue cincelado sobre el techo. Soles y estrellas espirales que, al final del pasadizo, se convirtieron en dibujos muy esquemáticos de lo que parecían… ¿constelaciones?

Había llegado a la Cuna del Embrión. La piedra misma parecía emanar una extraña fosforescencia, como si el lugar tuviera memoria y conciencia, acaso un espacio elegido antes de la aparición del hombre por una humanidad anterior a la nuestra. El Libro estaba allí, al fondo de la cámara. Un soberbio bloque de cristal de roca cortado en láminas de metro y medio de largo por uno de ancho, y encastrado a la caverna por una gruesa charnela no de plata, sino de oro macizo. El lama hizo girar la charnela, y atravesadas por la luz de las lámparas fueron destellando, uno tras otra, las veinticuatro láminas.

–¿No le parece maravilloso?

Manuel permaneció en silencio. Sentía la bóveda de piedra pesando sobre su cráneo y una agobiante opresión en el pecho. Acarició una de las placas. Su tacto reconoció los caracteres acanalados de la escritura pali, del siglo I de nuestra Era, y recordó aquella contraportada del Herald Tribune, días después del descubrimiento, donde se avanzaba que presumiblemente su contenido no versaba tanto sobre Buda como sobre un Buda Futuro al que llamaba literalmente El Caminante.

Naropa le observaba expectante. Conocida su obsesión por el Cristo de Qumrán, el hermeneuta se volcaría en su trabajo y tendrían la traducción definitiva en un mes, dos meses a lo sumo. Sin embargo, el venerable lama desconocía la verdadera historia de Manuel. Su primer viaje al Tíbet y su descalabro en la lamasería de Tikse, donde se dio de bruces con los mil budas caminantes que acabaron con su cordura. Seguía esperando una respuesta entusiasta o unas palabras de reconocimiento. Pero desde que respondió al primer saludo de Naropa, Manuel supo que nunca llegarían a entenderse. Pertenecían, no a tiempos y culturas diferentes, sino a especies anímicas antagónicas.

–Quisiera volver a ver el gran Buda del exterior -dijo al fin-, creo que tiene mucho que decir acerca de este libro.

Naropa evitó mostrar su desaprobación. Cruzó una mirada con Tushita para que encabezara el descenso. Tras la gruesa columna que sostenía la caverna, una empinada escalera de caracol bajaba por el interior de la montaña hasta los mismos pies del Buda.

Una vez fuera, Manuel se encontró de nuevo con aquella imponente figura que parecía rozar el cielo. Pese a lo deteriorado de su torso, agrietado por lo que parecían ser raíces petrificadas, aquella cabeza no tenía nada que ver con las representaciones convencionales del príncipe de los Sakyas. Manuel nunca había visto un Buda con un rostro tan alargado, de mejillas hundidas, a la manera bizantina, y con una mata de pelo rojo anudada en lo alto. Y menos aún con incisiones que recordaban una barba muy tenue.

¿Un Buda con barba? No, no podía ser. Sólo le quedaba entero un brazo, el izquierdo, también muy devorado por las raíces entre las que se alzaba una mano perfecta sosteniendo el doble vajra, el atributo del monarca universal. Y esto, ¿quería decir algo más de lo que decía? Los últimos rayos del poniente bañaban su cabeza de un oro intenso y sumergían el resto de su cuerpo entre las sombras. Manuel ya nunca podría olvidar sus ojos. Aquellos ojos inmensos y apenas entreabiertos, labrados en dos grandes piedras concéntricas de ágata y ónice, ajustadas y talladas de tal manera que su mirada parecía extraordinariamente viva, pero también extraordinariamente triste.

«Sí -se dijo-, esta podría ser la mirada de Aquel que hablaba al corazón de la vida y al de la muerte. El rey secreto que vino muchas veces al mundo pero siempre fue un proscrito entre los hombres. No en vano nació de camino, y al poco de nacer ya vivió la huida a Egipto, la misma que reemprendería tantos años después con esta segunda huida al Tíbet, siempre para salvar su vida, siempre perseguido. Galilea lo rechazó, sus apóstoles le abandonaron, Jerusalén le maltrató hasta crucificarlo. Él siguió caminando hacia otro reino al que quería conducir a la humanidad entera, pero apenas nadie le siguió. Por eso, por más luz que brillase en sus ojos, su mirada tuvo siempre esa sombra de melancolía. ¿Quién escribió: "Nunca he visto antes tanta pena y tanta belleza"?

Como si le estuviera leyendo el pensamiento, Naropa le contó su versión de aquella mirada tan triste que velaba los ojos del Buda de Mulbek. Sucedió la noche en que acabaron de levantar la capa de tierra y raíces que cubría sus párpados. Un trabajador aseguró que había visto deslizarse por ellos una lágrima de sangre, y ahí se acabaron las obras. Paralizados por el temor, todos los tibetanos se negaron a volver a tocar la estatua.

De nada sirvió que les asegurasen que se trataba de un fenómeno químico debido a la oxidación del bastidor de hierro que sujetaba los andamios. Tras dos semanas sin trabajadores que volvieran al tajo, fue necesario un llamamiento internacional, al que respondieron media docena de expertos europeos y, a través de sus universidades, los gobiernos chino, indio y nepalí: ellos eran los que ahora componían el campamento base.

–¿Por qué nos mira? ¿Por qué nos mira así?

El venerable Naropa conocía la leyenda extravagante de Manuel, y no le dio más importancia:

–Si le parece, podemos ir a saludar al director de las prospecciones. Le recuerdo que nos está esperando.

–¿Sabe qué pienso? – insistió Manuel como si no le hubiera oído, sin dejar de mirar hacia lo alto-. Que esa mirada de piedra habla con el Libro de Cristal. Es como si nos mirase a través de él.

–La estatua y la stupa pertenecen a épocas diferentes, pero puede ser…

–¿Cuál es la más antigua?

–La stupa, por supuesto. Bueno, con una salvedad…

–¿Qué salvedad?

–La que tiene a sus pies. Me refiero a los pies del Buda.

Naropa no podía imaginar hasta qué extremo iba a arrepentirse de aquella precisión banal. A los pies del Buda se extendía una amplia losa de basalto negro muy resquebrajada, que sellaba el pedestal.

–Entonces, ¿esta es la pieza más antigua?

–Salta a la vista, ¿no? Yo diría que es demasiado antigua.

Aunque la superficie del bloque se veía trabajada con una escritura minúscula, a diferencia del Libro de Cristal sus caracteres parecían tan gastados que resultaban prácticamente ilegibles.

Manuel no pudo resistir la tentación. Se puso en cuclillas, cerró los ojos y comenzó a acariciar los signos con la yema de sus dedos. La expectación se prolongó unos minutos hasta que, finalmente, Nájera se alzó limpiándose los dedos en su sahariana de turista tropical perdido en el Tíbet.

–Interesante, muy interesante… Mañana empezaré por aquí.

–¿Y el libro? – se alarmó el lama.

–En todo hay un orden, amigo mío. Empezaremos por los pies y acabaremos por la cabeza. Y espero que en este tiempo podamos resolver el enigma.

–¿El enigma? ¿Pero qué enigma? – insistió el venerable con un énfasis impropio de su carácter-. Míster Nájera, usted sólo tiene que traducir el libro: esa es su misión.

–¿No iba a presentarme al director de las prospecciones? – preguntó, sin darse por aludido.

Entonces escuchó aquella voz a su espalda.

–Aquí estoy… ¡Al servicio del Tíbet y de Su Graciosa Majestad!

Manuel Nájera sabía que algo así era imposible, pero al volverse creyó distinguir la inconfundible figura de John Marco Allegro, su eterno rival desde los tiempos de Qumrán: sólo que aquel hombre que se parecía a John Marco Allegro aparentaba veinte años menos, aproximadamente la misma edad que ambos tenían en aquella época. Como si Allegro hubiera descubierto en el curso de sus extravagantes investigaciones el secreto de la eterna juventud o el misterio de la reencarnación… y lo hubiera puesto en práctica consigo mismo.