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La noche caía despacio sobre los imponentes acantilados de Mulbek mientras el destartalado Cadillac Corvette emprendía el camino de regreso a la gompa. Sentado junto a Tushita, Manuel sintió la necesidad de abrazar a aquel hombre, pero no se atrevió. Se lo impidió, no el pudor, sino la vergüenza. Se avergonzaba de sí mismo. Había convivido con él durante casi un mes y apenas se había molestado en saber nada de su vida.

–Oye, Tushita, me dijiste que estabas casado, ¿verdad?

–Sí, señor, hace siete años.

–¿Y tienes hijos?

–Tres joyas, Nájera San, y quisiera tener más, pero mi mujer está enferma. Ya no puede darme nada.

Manuel comprendió que había tocado un tema delicado, y mantuvo su silencio hasta que aparecieron las luces del monasterio al fondo del valle.

–Mira, Tushita, no sé cómo decírtelo… pero me gustaría hacer algo por ti, por tu familia, aunque sólo sea un pequeño regalo de agradecimiento…

–No es necesario, Nájera San -respondió-, para mí es un gran honor trabajar con usted.

–Para mí también lo es, Tushita, créeme.

No hablaron más hasta que llegaron a la gompa, donde les esperaba una bandeja con su cena en la celda de Manuel. Faltaba Tara, pero ninguno de los dos hizo el menor comentario. Tushita repartió las pakhoras y el arroz cocido en dos cuencos, y extendió el mapa del alto Tíbet sobre la mesa.

–Tielontang queda exactamente aquí, ¿lo ve? – exclamó, marcando el lugar con la cerveza qué acababa de ofrecerle Manuel-.Esto es el Aksai Chin..Tendrá que entrar más de cien kilómetros en la zona prohibida, y sólo los veinte primeros están asfaltados. En cuanto cruce la frontera ya sólo encontrará pistas de montaña. Esta es la mejor, la que le lleva por la región de los lagos hasta el paso de Tengri Nor, por aquí, ¿ve?

»En lo alto del paso habrá un puesto de control chino: volverán a pedirle el visado y le preguntarán de dónde viene y a dónde va. Dígales la verdad -insistió Tushita mirándole a los ojos-, la verdad es lo más fácil. Poco después verá un chorten muy antiguo del que salen dos senderos. No pregunte a los chinos: coja el de la izquierda -lo marcó con una flecha-. A partir de ahí es todo bajada, no tardará más de dos horas en llegar al monasterio. Aquí tiene la brújula y mi último consejo: no vaya. Una vez que cruce la línea roja, su vida no vale nada.

Manuel sonrió con cierto sarcasmo.

–Tiene gracia que me digas eso ahora, cuando acabas de salvármela en un lugar tan seguro como éste. Pero al fin y al cabo, ¿qué vale una vida cuando ya se ha vivido todo lo que se tenía que vivir?

–No es eso, señor. Haber vivido mucho no significa que haya que morir de cualquier manera. Ni estar a salvo significa lo mismo que estar vivo…

La conversación se interrumpió con una llamada a la puerta. Manuel deseó impetuosamente que fuera Tara, todo un día sin verla ya se le hacía una vida entera. En su lugar, cuando Tushita abrió la puerta, apareció el lama Naropa.

–¿Se iba a acostar? – preguntó, dirigiéndose a Manuel, como si su ayudante no existiera.

–No, estábamos revisando la ruta del viaje. Supongo que ya sabe que…

–Sí, he sido informado.

El lama pareció vacilar: sus ojos resbalaron sobre los de Manuel, luego desvió una mirada al mapa, y al fin lo dijo:

–Una expedición arqueológica francesa que trabajaba en esa zona acaba de ser atacada. Tres hombres y una mujer. No ha habido supervivientes.

Hubo un momento de consternación que diluyó cualquier posible pregunta acerca de Tara. Ninguno sabía cómo reaccionar.

–¿Cómo es posible? – exclamó al fin Manuel-. ¿Desde cuándo pasan estas cosas aquí? ¿Se sabe quién ha sido o por qué?

–Nunca se sabe nada, y tampoco es nada nuevo, Nájera San, ya se lo advertí -terció Tushita-. Han podido ser soldados chinos, alguna partida de renegados de la guerrilla y hasta los hombres de la tierra Kham…

–Bandidos -precisó el lama-. Saben que los arqueólogos encuentran objetos valiosos y que no suelen ir armados. El mes pasado, en esa misma zona cerca de Tengri Nor, se descubrió una necrópolis con vestigios de una civilización anterior a los mogoles. En aquellos remotos tiempos nuestros antepasados enterraban a sus muertos en lugar de descuartizarlos y ofrecerlos a los buitres. Los de esa necrópolis, además, estaban momificados… Los esqueletos aparecieron perfectamente conservados, cubiertos de joyas extrañas, y de unas máscaras más extrañas aún: doce máscaras de oro. ¿Qué le parece?

En tales circunstancias, a Manuel le pareció improcedente interesarse más por las máscaras que por los expedicionarios.

–Y los arqueólogos, ¿tuvieron problemas?

–No, por suerte. Regresaron indemnes a Lasha…

–La culpa de todo la tienen los chinos… -siguió Tushita-. Desde que ocuparon nuestro país han provocado más de un millón de muertos de los que los occidentales no saben o no quieren saber nada.

–¿Un millón de muertos en el Tíbet?

–Un millón, sí -corroboró Naropa-. Y aunque los monjes repudiamos la violencia hemos, visto tantas cosas que no podemos sino comprender a algunos de nuestros hermanos. En 1960, cuando el Dalai Lama emprendió el camino del exilio para salvar su vida, su hermano, Gyalo Thondup encabezó la resistencia contra los chinos… Pero cada pequeña victoria sobre su ejército era respondida con una masacre contra la población. Los lamas acabaron deponiendo las armas.

–Y siguieron matándolos como a conejos, Nájera San -sentenció de nuevo Tushita-. Ya ve que en el Tíbet se puede repetir la misma frase muchas veces en el mismo día: estar a salvo no significa lo mismo que estar vivo…

–Es igual, yo pienso seguir adelante con mi viaje.

–Lo imaginaba -exclamó Naropa, cambiando de tema con una ductilidad asombrosa-. Sabrá que, a pesar de la Gulbenkian, entre los maestros de nuestra escuela se ha impuesto una opinión muy favorable a su traducción. Ha de saber que el bonpo Spituk, el prefecto de la congregación, considera que su llave nos abrirá el Libro de Cristal.

–Transmítale mi agradecimiento, no esperaba tanto. No obstante, he de insistir en que mi lectura no es definitiva ni lo que más me inquieta ahora…

–Lo comprendo perfectamente -corroboró el lama.

–No me refiero sólo a los riesgos de ese viaje. Hace una hora, y supongo que también habrá sido informado, una naja ha estado a punto de acabar conmigo mientras traducía el tercer segmento de la losa. Tushita me ha salvado la vida…

–Sí, también lo sé. No olvide que las serpientes guardan tesoros y secretos…

–Pues ésta ha estado a punto de quedarse para siempre con él…

–¿Ah, sí? ¿Con el tesoro o con el secreto? ¿Acaso ha encontrado algo nuevo?

Pero mientras formulaba aquella pregunta, el venerable Naropa ni siquiera se molestó en disimular que sabía mucho más de lo que aparentaba.