–Lo bajaron de la cruz creyéndolo muerto, pero seguía vivo, con todo su ser contenido en un débil latido, pero vivo todavía. Otro texto esenio que encontramos hace poco, en Nag Hammadi, asegura que ellos cuidaron el cuerpo de su hermano Yeshua tras el holocausto. Y un estudio reciente efectuado por científicos de la nasa sobre el sudario de Turin certifica que ese lienzo envolvió un cuerpo cuyo corazón latía aún. Por eso no lo enterraron. Una vez que lo bajaron del Gólgota lo llevaron al sepulcro de José de Arimatea, ya sabes, el que preservó el cáliz de la Última Cena.
–Deja lo del Santo Grial para luego -le insté-. ¿Qué pasó esa noche en el sepulcro de José de Arimatea? ¿Qué hicieron con el cuerpo de Cristo?
–Lo cubrieron con cien libras de un extraño ungüento. Además de los esenios de Nag Hammadi y de Qumrán, también lo dicen las escrituras canónicas. Pues bien, ese extraño ungüento, la palabra que Allegro traduce como esperma, en realidad se refiere al sprama o al noor mana -vocalizó despacio-. Es la invocación que señalaba entre los esenios la energía más sagrada del hombre. Pero también aparece en los Vedas hindúes para describir la fuente de fuego eterno que duerme dentro de cada uno de nosotros y que, al despertar, desencadena una espiral de fuerzas psicofísicas que nos hace semejantes a dioses -sólo quedaban hielos en su vaso cuando apuró el último trago-. Semejantes a dioses -repitió haciéndolos sonar contra el cristal-. Pura energía atómica.
Yo también necesité beber para digerir aquella revelación demencial. Mejor no preguntar más. Ya iba bien servido por aquella noche.
–Joder, Manuel, yo creo en ti. Te lo he dicho… ¿Pero tú crees en esas cosas?
En la pantalla del televisor, Neil Armstrong, barrido por una nube de interferencias, posaba junto a la bandera norteamericana sobre la superficie de la Luna. Nosotros seguíamos en otra galaxia, probablemente ninguno de los dos reparamos en que se trataba de un momento histórico.
–¿Que si creo en esas cosas? – Manuel apartó la mirada del televisor-. Los investigadores de la Sábana Santa aseguran que han encontrado huellas de radiación en ella. Pero no, descuida, yo no creo en esas cosas, ni te voy a contar un cuento de extraterrestres. Lo mío es mucho peor -de pronto, su gesto parecía menos amistoso-. Mis fuentes son estrictamente terrícolas, yo sólo leo documentos paleográficos y, sin embargo, no puedo contártelo de otra manera -respiró hondamente antes de continuar-. Una vez cubierto con el bálsamo ritual, el cuerpo de Cristo sanó en una sola noche de sus heridas mortales. Durante el segundo día se abrió como un manantial de luz en la oscuridad del sepulcro, la luz viva del mana radiante. Con el alba del tercer día, como te digo, despertó. Y no despertó solo.
–¿A qué te refieres?
–Hay un dato curioso en el que coinciden, aun con variantes, los cuatro evangelios canónicos. El de Mateo cuenta cómo cuando María de Magdala y la otra María, la de Cleofás, se acercaron al sepulcro después del sábado, se encontraron con un ángel del Señor sobre la piedra ya rodada, «y su rostro brillaba como el relámpago», dicen las Escrituras. El de Lucas, menos parco en hechos sobrenaturales, habla de dos varones «de vestiduras resplandecientes». Y el de Pedro, que todavía es considerado apócrifo por la Iglesia, describe dos seres de luz que bajan al sepulcro.
–¡Pero cómo! – le interrumpí-. ¿Cómo es que la Iglesia Católica considera apócrifo el evangelio de Pedro? Yo ni siquiera sabía que Pedro había escrito un Evangelio… -En los sótanos del Vaticano hay al menos veinte, pero ese no es el asunto que nos ocupa. Me pregunto quiénes eran esos seres de luz y de rostros resplandecientes a los que llamamos ángeles.
–Hay un dato curioso en el que coinciden, aun con variantes, los cuatro evangelios canónicos. El de Mateo cuenta cómo cuando María de Magdala y la otra María, la de Cleofás, se acercaron al sepulcro después del sábado, se encontraron con un ángel del Señor sobre la piedra ya rodada, «y su rostro brillaba como el relámpago», dicen las Escrituras. El de Lucas, menos parco en hechos sobrenaturales, habla de dos varones «de vestiduras resplandecientes». Y el de Pedro, que todavía es considerado apócrifo por la Iglesia, describe dos seres de luz que bajan al sepulcro.
–¡Pero cómo! – le interrumpí-. ¿Cómo es que la Iglesia Católica considera apócrifo el evangelio de Pedro? Yo ni siquiera sabía qué Pedro había escrito un Evangelio… -En los sótanos del Vaticano hay al menos veinte, pero ese no es el asunto que nos ocupa. Me pregunto quiénes eran esos seres de luz y de rostros resplandecientes a los que llamamos ángeles.
–Supongo que no me dirás que son marcianos…
No pareció escucharme.
–¿Y si te dijera que podían ser emanaciones del mismo Cristo? Algo así como proyecciones de su astral materializadas por ese manantial de luz viva del que te hablo.
–¿Te refieres al sprama?
–Sí, claro…
–Intento seguirte, pero creo que te contradices.
Un nuevo whisky acababa de llegar a sus manos, lo probó con calma sabiendo que podría responderme sin esfuerzo.
–¿En qué?
–Muy sencillo: si esos ángeles o lo que fueran se presentaron como una pura radiación de luz, ¿para qué movieron la roca que cerraba el sepulcro? Les bastaba con atravesarla, ¿no?
Manuel dibujó apenas una sonrisa en sus labios.
–Por supuesto que ellos hubieran podido atravesarla, pero aquél a quien venían a buscar, el Cristo, aún no podía hacerlo, precisamente, porque el suyo no era todavía un cuerpo etéreo, sino un cuerpo físico. ¿Lo entiendes ahora?
»Por eso le dice no me toques a María de Magdala cuando se le aparece. Y no, no se lo dice porque creyera la leyenda según la cual esta María estaba poseída por siete demonios… sino porque tiene un cuerpo nuevo que todavía no debe ser tocado. Un cuerpo físico, sí, pero irradiado por una segunda piel de energía crística. El cuerpo de un verdadero nazareno.
–Pero bueno, ¿no lo era ya por el mero hecho de haber nacido en Nazareth?
–Amigo mío, Nazareth no existe…
–¿Cómo?
–Aunque te cueste creerlo, ni en todo el Antiguo Testamento, ni en las crónicas de Flavio Josefo, ni en las de ninguno de sus contemporáneos, aparece una sola alusión a Nazareth. ¿Por qué? Porque Nazareth no era un lugar, sino otra palabra clave. Una palabra que tiene su raíz en la voz aramea nsr, que significa florecer o…
–¿Florecer… o qué? – pregunté sin salir de mi asombro.
–O resplandecer, sí, como esos seres de rostros resplandecientes que vinieron a buscarle al sepulcro. Así es como nace Nazareth en la literatura neotestamentaria, con ese segundo nacimiento de Cristo en la Luz.
Una pareja se besó al otro extremo de la barra, con sus rostros perfilados por la luz de luna que irradiaba el televisor. Me quedé mirándolos, todavía no sé por qué.
–Pasan al menos cuarenta días, cuarenta días en compañía de los resplandecientes, hasta que Jesús decide reunirse con sus apóstoles -prosiguió Manuel-. Según el Evangelio de Lucas, nada más aparecer ante ellos, que le contemplan atónitos, pide de comer con toda naturalidad y come el pescado que le ofrece Juan. Después, el Cristo que había rechazado el contacto con María de Magdala, coge la mano de Tomás, la lleva a la llaga de su costado, y le dice aquello de «no seas incrédulo sino creyente». Y luego se va. Sí, se va.
Dos mil años después y a metro y medio sobre nuestras cabezas, Armstrong había iniciado su andadura de regreso al Apolo XI. ¿Fue así como caminó Jesús ante Pedro sobre las aguas del lago Tiberíades después de muerto? ¿Fue una aparición, o más bien una retransmisión en directo desde el otro lado de la vida?
–Me parece una historia apasionante, Manuel… ¿Y me dices que esto es sólo el principio?
–Sí, claro, un gran paso para la Humanidad… en busca de un camino de regreso a las estrellas -ironizó, deslizando su mirada de la pantalla al fondo del vaso-. Porque la odisea de ese otro astronauta apenas comenzó entonces…
–Sigue, por favor…
–Después, Jesús desaparece de Judea y emprende una nueva aventura. Ésta secreta, oculta, clandestina. No sólo porque seguía siendo un proscrito, sino porque aún le quedaba por cumplir la mitad de su misión. Créeme, Álvaro, estoy convencido de lo que te digo. El fragmento 40 Therapeia guarda cifrada la prueba definitiva de que Cristo no murió en la cruz… Y algo más.
–¿Más? ¿Qué más? ¿Puede haber algo más? Manuel fijó su mirada en el pianista que intentaba acoplar la música de Imagine al discurso del presidente Kennedy felicitándose por la conquista de la Luna.
En el envés del pergamino el amanuense puntúa la ruta que siguieron los esenios en su migración al Asia Central, después de la destrucción de Masada por la legión de Floro.
¿Qué quería darme a entender? ¿La posibilidad de que Cristo una vez resucitado partiera con esos dos seres cuyos rostros brillaban como el relámpago? ¿De dónde vinieron y hacia dónde se fueron? ¿Cuál fue la misión final de aquel hijo de un dios o de las estrellas, al que llamamos Jesús el Cristo? Aunque yo no era ningún experto en exégesis bíblica, aquella hipótesis inaudita superaba a las ficciones más descabelladas y, sin embargo, venía refrendada por un hermeneuta como Manuel Nájera. Tuve una sensación de vértigo. Pero era mi amigo. No podía traicionarle haciendo de ella una exclusiva, ni aunque me deparara ese premio Pulitzer con el que tanto soñaba.
–No sé cómo decírtelo, Manuel, pero aunque no acabe de entenderte, sé que esto es muy grande… Te agradezco que me hayas elegido a mí para… ser el primero en saberlo. No sé, es todo un honor.
Manuel rió abiertamente:
–Alguien tenía que ser, ¿no? No, no te lo creas. Yo también necesitaba alguien a quien poder contárselo, Álvaro…
–O sea que John Marco Allegro ni sospecha que estás trabajando en su mismo rollo, ni que tienes entre manos unas conclusiones mil veces más revolucionarias…
–Bueno, eso es difícil de ocultar. Pero no conoce mis fuentes paralelas, ni mi método de trabajo, por supuesto.
Un botones del hotel se acercó hasta nosotros.
–Míster Nájera… Tiene una conferencia en recepción. Le llaman desde Europa.
–Debe de ser Carmen -se justificó consultando su reloj-. Claro, prometí llamarla. Y es tardísimo.
Un trago más y se puso en pie.
–Lo siento, Álvaro, el deber me reclama -apostilló con un guiño. Pero nos vemos mañana, ¿no? Y se perdió por entre los macetones del vestíbulo jugando con las llaves de su habitación, como quien se despide de un amigo al que espera encontrar al día siguiente, para el desayuno.
La realidad fue muy distinta, pues no volví a saber de él hasta casi diez años después, cuando publicó su tesis sobre el Libro de Cobre. Yo nunca la hubiese encontrado, jamás me acerco a esa clase de publicaciones selectas. Manuel me la hizo llegar, tal vez para rememorar aquellos tiempos de Qumrán. El Libro de Cobre también remitía a las mismas fuentes. Pero, de inmediato, proponía una nueva inmersión en el enigma.