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Hace calor, un calor extraño en estas latitudes, pese a que Mulbek es el punto más meridional del Tíbet. A lo lejos, la corona de hielo del Nun Khun refulge como un diamante donde se reflejan los primeros destellos del amanecer, pero sobre los glaciares que descienden por el noroeste la nieve comienza a alzarse en imponentes columnas blancas. Se acerca la estación de los vientos, la tempestuosa primavera tibetana. Pronto florecerán los pastos, las praderas verdearán con esa hierba brillante que aquí llaman la cabellera de Buda, y volverán las caravanas y los rebaños de yaks, y se escuchará de nuevo el silbido de las hondas con que los pastores a caballo reconducen a los animales que se extravían.

En el patio de la gompa los jóvenes novicios recitan una salmodia con pretensiones de infinitud. Los pastores y los lamas que pastorean a su grey lo tienen más fácil. Ellos no dudan acerca del recto camino. Tanto es así que muchos de estos jóvenes novicios jamás llegan a aprender a leer, sino sólo a repetir de memoria los textos sagrados. Manuel, en cambio, no cesa de hacerse preguntas mientras traduce la quinta lámina del Libro de Cristal.

Poco antes del alba ha despertado solo, como aquellas noches en que Tara se acostaba junto a él. No tiene ninguna sensación en el paladar ni en la cabeza, pero abriga la misma sospecha. Como si mientras hiciera el amor con ella, tal vez con esos untuosos masajes previos, le hubiera infiltrado alguna droga. De otra manera no acierta a explicarse todas las intuiciones de la noche anterior. También los indios tarahumara, en México, llaman hijo de luz y niño santo al hongo alucinógeno que favorece esa clase de iluminaciones.

Las imágenes siguen muy vivas en su mente, sobre todo la última. Y es una locura. Ese descenso a través de una puerta que no se atreve a nombrar. Apura un trago de té escuchando a los niños de cabeza rapada y túnica azafrán. Junto a los borradores de la traducción, tiene abierto su cuaderno amarillo por una página donde podemos saber algo más:

Trato de concentrarme en el texto, pero me desborda todo lo que intuyo bajo su piel. Como si estuviera tocando su corazón. Siento una excitación increíble, algo semejante a lo que experimentaron los decodificadores del ADN o los descubridores de un nuevo mundo. Es muy posible que esté cerca de las últimas respuestas. Todos los caminos me conducían aquí, y aquí está la consumación de todo. La energía crística existe. Da igual el nombre con que se la conozca. Se trata del mismo fluido que resucitó a Cristo en el sepulcro, que fluyó de sus venas al Santo Grial, o del que bebió Buda Sakyamuni antes de rebasar las Puertas de la Percepción.

La luz del mana es el maná de Moisés, el soma de los Fundadores, la fusión del Atman y el Brahman… Estas son las puertas definitivas por las que transmigraron los últimos maestros. De Qumrán al Tíbet, del monasterio de Tikse al de Mulbek, de las tumbas de Tengri Nor a la cripta de Tielontang, y ahora este Libro de Cristal que completa todas las claves del Libro de Piedra. Pero, ese libro, ¿no será algo más? Lo que comienzo a entrever me fascina y me aterra -escribe, antes de un párrafo muy tachado que concluye así-. Aunque todo sean alucinaciones, debo seguir avanzando. He accedido a un plano superior del conocimiento, y aun de la existencia, ya no puedo volver atrás. Ahora bien, tal vez no me sea consentido ver más. ¿Qué me espera más adelante? No lo sé. ¿Pero quién lo sabe?

Nuestra civilización -tan agnóstica, tan racionalista- es la única en toda la historia de la humanidad que se ha fundado sobre la aversión a todo principio trascendente. Hablar de la luz del mana, defender la existencia de una tradición sagrada, presentar al hombre como descendiente de las estrellas a las que estaría destinado, ¿no implica algo más que una locura personal, algo así como una impugnación contra todo nuestro mundo, una llamada desesperada, una llamada para un despertar? Creo que esto ya lo he escrito antes, creo que debo escribirlo de nuevo. Algo sucedió allá en Qumrán. Manuel salió de la cueva número cuatro transfigurado en algo parecido a un evangelista. Por supuesto, un evangelista perseguido por todos sus demonios -un profeta pecador, un santo bebedor-, pero absolutamente persuadido de que había sido ungido por un poder extraño, un conocimiento o una visión que desafiaba a todas las academias y a todas las curias de su tiempo, incluidas las científicas. ¿Con qué sensación de aislamiento debieron vivir él y todos los que como él se sintieron atravesados por un descubrimiento trascendental y tan difícilmente comunicable? ¿Cuánto sufrirían al contar su buena nueva y recibir a cambio sólo rechazos y burlas, cuando no la cárcel, el auto de fe o el patíbulo? Y sin embargo, dentro de esa tremenda soledad y pese a todos los golpes, ¿no serían también inmensamente felices? De no ser así, jamás hubieran resistido hasta el final.

Los sabemos seres excepcionales. Por eso los crucificamos. Pero antes queremos que den un poco de espectáculo. Es divertido ver cómo se apasionan con su verdad sumidos en una especie de trance. Sus palabras iluminan los rostros con una llama serena que nos restituye a la corriente profunda de la vida, mientras nos prometen cielos nuevos y unas vacaciones en la eternidad. Aunque no les creamos, tal vez lo que no podemos soportar es que ellos crean en lo que dicen. Que crean verdaderamente que van a vivir dentro de una infinita expansión de luz, mientras que a nosotros sólo nos espera el frío y las tinieblas. No, no estoy hablando de credos ni de iglesias; hablo de ciencia y de belleza, pues mis evangelistas son todos el mismo, aunque se llamen Fleming o Semmelweiss, Van Gogh o Beethoven.

Cada evangelista emplea un lenguaje diferente, pero todos descifran el mismo Libro de Luz sobre una losa ilegible que sólo ellos pueden entender, porque también fueron ellos quienes la escribieron mil años atrás. Eso era lo que hacía de Manuel un hombre marcado al rojo vivo. Creía profundamente en la estrella que sentía arder dentro de su corazón. Sabía que ese fuego generaba una soledad infinita a su alrededor pero ya no imaginaba otro rumbo para su vida, siempre expandiéndose hasta fusionar en un sólo latido -hálito y pálpito, alfa y omega- el final y el origen.