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Los demonios gritan, aúllan en la noche. Todo el monasterio de Mulbek está lleno de demonios desencadenados desde que tú viniste aquí. Escucha, ¿no los oyes? Son los tulpas de ojos de dragón y colmillos de lobo, los demonios sepultados bajo la gran piedra negra. Cuando la tocas es como un conjuro, los demonios despiertan, se filtran por las grietas… Son invisibles, pero se dejan sentir. Están sedientos de cuerpos de los que beber su sangre y su luz. Los tulpas son insaciables y crueles. Les gusta hacer daño, mucho daño. Y a veces toman la forma de una mujer.

Manuel contempla a su reina de las montañas tendida a su lado, susurrando como si temiera ser oída por los tulpas. En lo más intenso de su relato, se aprieta contra él, abre mucho los ojos y repite: «A veces toman la forma de una mujer». Entonces rompe a reír y Manuel la coge muy fuerte por la cintura hasta que ella aúlla entre carcajadas, y patalea en el aire, y se revuelcan uno sobre otro riendo como dos adolescentes. Cuando al fin la besa, sus ojos centellean como si le hubiera caído encima un puñado de estrellas.

–Te adoro, me estás volviendo loco, Tara, pero algún día tendrás que decírmelo.

–Decirte qué…

–Dime por qué me quieres.

–Ya te lo he dicho, soy una tulpa que ha venido aquí a chuparte el alma.

–Vamos, dímelo de una vez… Dime quién eres.

–Ya te lo he dicho, soy tu noche, soy tu luz. Soy Tara.

Una noche más se duermen mientras el viento, un viento helado que parece descender de otro planeta, se adentra en el monasterio por entre las torres y los pasadizos desiertos a esa hora el alba. El viento gime, golpea puertas y ventanas como una tulpa hambrienta. Pero ellos se sienten a salvo, duermen muy abrazados.