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Se detuvieron junto a un montículo de piedras coronadas por un tinglado de mástiles y banderas. Un poco más abajo, se levantaba la cúpula de una pequeña stupa en forma de campana, flanqueada por un desconchado surtidor de gasolina con la chapa roja y amarilla de Texaco.

El chófer se apeó con una sonrisa de oro macizo, desapareció dentro de la capilla y al poco reapareció con un monje nonagenario que administraba, con toda naturalidad, el culto a Buda y el surtidor de gasolina. También Manuel salió del coche con la intención de estirar las piernas, pero apenas anduvo unos pasos notó la falta de oxígeno. Trató de inspirar y sintió una quemadura en sus pulmones. El viento que soplaba con fuerza a su espalda le empujaba hacia delante, y él se dejó llevar, admirando el circo de montañas, aquel cielo, la inmensidad. De repente el aliento se le cortó en seco; había caminado descuidadamente hasta situarse al filo de un tajo de más de doscientos metros sobre el vacío.

Acababan de coronar el paso de Khaling, la antigua puerta de las caravanas de la seda. Costaba creer que hubieran subido hasta allá por un surco serpenteante que apenas se distinguía entre las montanas, y que continuaba en un descenso de vértigo hacia los yacimientos de bórax que jalonan el valle del Indo. Sintió que se mareaba, o tal vez el oxígeno escaseaba ya de una manera perceptible. Regresó hasta el montículo de piedras donde ondeaban retazos de telas con inscripciones y fórmulas sagradas que expresaban la alegría de los peregrinos al coronar él paso. Junto a las ruedas de plegarias, a la entrada del chorten, había lamparillas de manteca de yak, para los fieles que deseasen garantizarse una ventajosa reencarnación. Dejó un billete de cincuenta rupias a cambio de una de ellas, y ascendió sus cinco escalones.

Cinco escalones, cinco elementos: tierra y agua, fuego y aire, más el quinto elemento, la quintaesencia, el éter, el hálito vital del hombre y del sol, la respiración que hermana al hombre y al cosmos. Y a cada paso dentro del templo, una reducción del espacio, un grado más de oscuridad, hacia el umbral placentario de la iluminación. Así debe ser: una especie de parto al revés, un nuevo nacimiento.

Quien le esperaba pacientemente en la oscuridad no alteró su mirada de ojos entreabiertos cuando depositó junto a su mano la lamparilla recién encendida. Se trataba de una figura en yeso pintado del clásico Buda Amoghasiddhi, que al ser tentado por Mara, el Maligno, llama a la Tierra como testigo. Sentado con las piernas cruzadas sobre una plataforma, el príncipe de los Sakyas apenas disimulaba la humildad de su torso de estuco ennegrecido por el humo de las ofrendas. Quizá por eso resultaba más conmovedor, más convincente.

Debió de permanecer un buen rato meditando allá adentro. Al salir, reparó en el rudimentario molino de oraciones bajo el saledizo, y lo puso en movimiento con un gesto cansado, sin detenerse. Según la tradición, cuando Buda pronunció su primer sermón en Sarnath, cerca de Benarés, su palabra puso en marcha la Rueda de la Ley: de ahí los molinos de oraciones, movimiento perpetuo, un mantra de luz que gira y gira multiplicando sus ondas hasta el infinito. El mayor deseo de Manuel, por el contrario, siempre había sido que el mundo se detuviera, para así poder estudiarlo y encontrarle un sentido. No pudo ofenderse cuando Tushita rechazó el cigarrillo que acababa de ofrecerle, y le preguntó en voz baja:

–¿Es usted budista, señor?

Tanto en Asia como en Europa se lo habían preguntado muchas veces. Jamás con tanta ingenuidad. Se vio de nuevo dentro del chorten, frente a aquella escultura ruinosa del príncipe resplandeciente, y sólo percibía oscuridad. Intuía que dentro de sí mismo, en la oscura bóveda de su ser, había una estrecha abertura hacia alguna forma de luz. Pero por más que extendía su mano, nunca conseguía alcanzarla.

–No, creo que no soy budista -respondió al fin-. ¿Piensas que ser budista, o cristiano, o jainista, tiene alguna importancia?

–Claro que no, señor. En las puertas de las lamaserías de mi país se lee una inscripción que todos nos sabemos de memoria: «Mil templos, mil religiones». Allá cada cual con su camino. Llegar es lo único importante.

No hacía falta que le preguntara adónde. Al menos los dos iban juntos en el mismo viaje. Con la última calada de su Marlboro, Manuel se metió un par de pastillas de coramina en la boca; el Cadillac arrancó por fin y el viejo lama siguió allí, despidiéndoles con una sonrisa de oreja a oreja, hasta desaparecer tras la polvareda.

Frente a ellos se abrió de nuevo un mareante paisaje de cumbres blancas y violetas teñidas por una reverberación dorada. Entre la niebla que comenzaba a caer sobre Pargo Kaling tenía que haber otro paso: un paso hacia el origen a través del infinito, hacia la serenidad a través de la inmensidad.

Cuando Tushita le preguntó si era budista, a Manuel le hubiera gustado responder: «No se lo digas a nadie, pero soy el monje que vendió su Ferrari». Sin embargo, su pregunta se le había quedado clavada en la conciencia, como la necesidad de contarle su verdadera historia. Tal vez fuera el miedo a la muerte. Ese miedo que había comenzado a sentir crecer dentro de él, como un extraño presagio, desde el inicio de aquel viaje. Tushita volvió a sacarle de sus cavilaciones con otra mirada a través del retrovisor.

–¿Puedo preguntarle una cosa más, señor?

Pero la pregunta de Tushita se le había quedado clavada en la conciencia, como la necesidad de contarle a alguien su verdadera historia. Nunca había sentido tanta necesidad de comunicarse con los demás. Tal vez fuera el miedo a la muerte lo que daba cauce a sus emociones más secretas: ese miedo que había comenzado a sentir crecer dentro de él, como un extraño presagio, desde el inicio de aquel viaje. Hasta que otra pregunta a través del retrovisor volvió a sacarle de sus cavilaciones:

–¿Puedo preguntarle si está usted casado, señor?

Definitivamente, casi agradeció su curiosidad. Cuando Tushita le preguntó si era budista, a Manuel le hubiera gustado responder: «No se lo digas a nadie, pero soy el monje que vendió su Ferrari».

Se le escapó una sonrisa. Hasta entonces sólo a mí me había contado la verdadera historia de su primer viaje al Tíbet. Entonces sintió la necesidad de hacerlo, como si aquel paisaje le apremiara a sincerarse con alguien. Tushita volvió a sacarle de sus cavilaciones con una mirada a través del retrovisor.

–¿Puedo preguntarle una cosa más, señor?

–Todas las que quieras…

El tibetano desvió uno de sus ojos hacia las cumbres y lo dejó caer como le vino:

–¿Será verdad que viene el fin del mundo? Lo digo por la Puerta de Mulbek, señor. Ya sabe que hay una profecía…

–¿Una profecía? – repitió Manuel enderezándose, ganado por la curiosidad.

–Sí, el libro sagrado lo dice: «Líbrate de esa región donde los muertos se mezclan con los vivos. Cuando la Puerta de Piedra sea abierta, se abrirá también la Edad del Fuego, el Kali-Yuga, y entonces serán los días de la aniquilación…».

–¿Sabes por qué no creo en las profecías, Tushita? Porque todas venden el mismo miedo -Manuel encendió otro cigarrillo-. De todas formas, no sé, muchas veces me pregunto si no habremos entrado en el Tiempo Final. Hay demasiada violencia, demasiada locura. Estamos volviendo loco al planeta: mira cómo está el clima, la propia gente, todos en guerra contra todos…

–Eso es el Kali-Yuga, señor, el ciclo negro del mundo, la medianoche de la humanidad, como dijo Lord Burda…

Sólo se oía el ruido del motor cuando apareció a lo lejos un valle que permanecía oculto, como un Shangri-La invisible desde lo alto.

–Hay que buscar un refugio, ¿verdad? – exclamó Manuel.

–Eso era el Tíbet. Bueno, hasta que vinieron los chinos…

–Yo también vine al Tíbet buscando un refugio, en una vida anterior.

–¿En una vida anterior, señor?

–En otro tiempo me acusaron de asesinar a mi mujer… -Tushita le escuchaba sin parpadear-. No, no lo hice, soy inocente… pero me llené de un deseo de muerte que iba a más, como una enfermedad… Fue mi Kali-Yuga personal.

–Y decidió empezar una nueva vida en el Tíbet, ¿no es así?

–No fue exactamente así. Vine al Tíbet para convencerme de que en vez de subir a los cielos, Jesucristo subió a los Himalayas.

–¿Ah, pero no es lo mismo, señor? Quiero decir, los cielos y los Himalayas… Aquí todas las montañas son puertas hacia el cielo, y dentro están los palacios donde viven los dioses. ¿Quién no sabe que el sagrado Chomolungma, el Everest, es la morada de la gran Diosa Madre?

Es cierto, algo tan evidente como eso, algo que todos sabemos desde que nacemos, desde el primer momento en que abrimos los ojos y vemos una montaña, sabemos que es sagrada. ¿Cómo hemos podido olvidarlo? ¿Por qué nos enseñan a olvidarlo? Manuel se lo preguntó mientras pensaba cómo responderle.

–Yo seguí otro camino. Los maestros del Cristo, los esenios, oraban al amanecer mirando hacia la salida del sol, hacia el este, en lugar de volverse hacia el templo, como los demás judíos…

–¿Y eso qué quiere decir, señor?

–Coincide con lo que respondió a uno de sus apóstoles cuando se marchaba: «Buscadme en las Montañas del Este». No le reveló más porque sabía que seguía siendo un proscrito. Por eso inició su andadura en secreto, caminando siempre hacia la cuna del sol. Y ésa cuna era también la patria de otro de sus amigos ocultos, José de Arimatea, Ari-mater, la tierra madre de los dioses. Es decir, el país de tu sagrado Chomolungma… Hay crónicas -continuó Manuel-que trazan su peregrinaje por Cachemira y su llegada al país de Sindh, donde creyeron ver en él al mismo Krishna.

»Yo seguí sus pasos de manuscrito en manuscrito y de país en país a través de inscripciones imposibles. Conseguí entenderme con los grandes lamas, con las momias más venerables del Potala, en Lhasa. Tras regalarles un cargamento de echarpes blancos y digerir litros de vuestro nauseabundo té a la manteca rancia, conseguí que me mostraran un texto escrito en sulu, la lengua que trajeron los ejércitos de Tamerlán, y que contaba la estancia de un tal San Issana en el país de Bö, el nombre primitivo del Tíbet. Pues bien, ese personaje tenía muchas probabilidades de ser el Cristo que yo venía buscando desde media vida atrás. ¿Qué te parece? ¿Una locura, verdad?

–Todo lo contrario, señor… Lo que me cuenta no puede ser una locura, tiene que ser verdad. Me lo dice el corazón.

Manuel prosiguió sin preguntarse si Tushita no estaría riéndose de él. Con aquel calor, le daba igual:

–Aquel otoño las nieves casi cubrían las puertas del monasterio de Tikse, y a treinta grados bajo cero el mercurio de mi termómetro no podía bajar más, pero yo entré en la gompa de los monjes con la cabeza ardiendo. Buscaba los originales de la escuela de traductores de Rinchen Zampó, donde el sabio Atisa dirigió la conversión al tibetano de centenares de textos antiquísimos escritos en nastaliq, en urdu y en sánscrito.

»Tras un mes revolviendo manuscritos, encontré esa joya que hablaba de un profeta que llegó de Occidente, donde había nacido de una Virgen y era conocido como el Hijo de Dios. Pues bien, ni en la más delirante de mis suposiciones podía imaginar lo que vino después. Cada línea mostraba un Jesús nuevo y radicalmente distinto al divulgado por las iglesias. Un hombre que describía su andadura como un «viaje al corazón de la luz palpitante», que decía ser «hijo de la inteligencia del universo», y que manifestaba abiertamente que nosotros y las estrellas somos una misma cosa, «pues el Sol es el corazón de la vida, donde nacen y regresan todas las almas». ¿Cuándo has oído algo parecido?

»Es lo más revolucionario que ha conocido el hombre: la manera de activar por nosotros mismos una especie de chip prodigioso que todos llevamos dentro. El manuscrito de Rinchen Zampó lo describe como un latido dormido en un lugar del corazón, que nos abre las puertas de la luz del mana: el paraíso de los inmortales al alcance de cualquiera ¡en esta vida! El chófer se volvió para mirarle, como si hubiera olvidado que conducía al filo del abismo.

–¿Algo parecido al Nirvana… en esta vida?

–Así es, la verdadera inmortalidad -repitió con un punto de tristeza en la voz-. Claro que entonces yo estaba tan ciego que, en lugar de emprender ese camino, eché a correr en dirección contraria. Sólo concebía la forma de inmortalidad más ridícula: la gloria mediática, el reconocimiento académico. Hay que ser imbécil. Pensaba que tenía en mis manos un documento que iba a cambiar la Historia. Aquel Jesucristo de la Nueva Era rasgaría la cúpula del Vaticano y expulsaría a toda esa clerigalla de fariseos…

–¿Y no fue eso lo que sucedió?

–Lo único que estalló fue mi cabeza. Y de una manera bastante cómica…

–Eso no necesito que me lo cuente, señor. Lo siento.

–No, no lo lamentes. Esto ocurrió hace muchos años. Entonces no sabía que el conocimiento sólo se revela a quienes han purificado su corazón y abandonado la propia vanidad del conocimiento… -Tushita asintió, quizá también él era un sabio que había decidido dejar de serlo-. Durante todo ese invierno en Tikse me asistía un lama muy viejo con el que apenas cruzaba las formalidades rutinarias. Por más trabajo que le diera, él siempre me respondía Con una sonrisa. Sin embargo, un día su sonrisa me pareció terrible.

»Yo ya tenía quinientos folios manuscritos con la segunda vida de Jesús, desde la corona de espinas del Gólgota a la corona del mundo en el Tíbet, y el equipaje listo para partir. Agradecí al monje sus atenciones y la generosidad de su comunidad. Él arrugó su cara de tortuga vieja y me respondió: «Vuelva a visitarnos el año que viene, ésta es su casa.» «Gracias de corazón -repuse-. Lo haría encantado si tuviera algo que investigar, pero ya sólo quedan minucias que no cambiarían la historia de San Issa…»

»El lama siguió: «El relato de Rinchen Zampó es muy bello. Pero más abajo, en la biblioteca de los libros de corteza de palma, se guardan historias de otros Budas reencarnados muy interesantes…» «¿Otros Budas reencarnados semejantes a San Issa… y de su mismo tiempo?» «El tiempo es una medida muy relativa, hermano. Los rollos de Rinchen Zampó son muy posteriores a la predicación de su Buda Blanco…» «¿Quiere decir que hay otras fuentes más fiables? Muy bien, ¿de cuántos rollos estamos hablando, cinco, siete, diez?» «¿Diez? Oh, no, Nájera San, son muchos más…» «¿Cuántos? No me diga que hay otros cincuenta: no me lo creeré.» «Puede creérselo o no, pero durante los años que estuvimos ordenando aquello contamos más de ochenta…» «¡¿Ochenta?!», le interrumpí. «Ochenta por mil, hermano: es decir, ochenta mil. Y sólo le hablo de los dedicados a contar historias de otros mil Bogdo Janes, tantos como los budas encarnados que pasaron por aquí en diferentes edades y tiempos, muchos venidos de Occidente y predicando que habían nacido de una virgen, que tenían el poder de sanar a los enfermos y expulsar a los demonios, y que su reino era un lugar de luz, llámelo Nirvana, Paraíso o Shamadi, el reino de la superconsciencia. Es una lástima que ya nadie tenga tiempo de leerlos. Se están perdiendo, se pudren, se los comen las ratas. Como casi todo en este monasterio donde todo se derrumba, desde que estamos bajo la administración china. Esos ochenta mil manuscritos no tardarán en desaparecen Los más viejos no son más que una pasta de polvo que se deshace entre los dedos, y ya no tenemos copistas ni medios para recopiarlos, como en el tiempo de Rinchen Zampó.»