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Imagino a Sydney Mills de pie frente a mí. Lleva la larga melena castaña recogida con una cinta blanca, y tiene los ojos del color del caramelo. Abre los brazos, la atraigo hacia mí para besarla, y sus pechos turgentes presionan mi pecho.

Abro los ojos, cojo el monopatín y voy con Emma junto al maletero.

—¿Sydney Mills? —exclamo—. ¡Es ridículo!

Emma mete las zapatillas plateadas en la mochila.

—Pero ahora quieres que sea verdad, ¿no?

—¿Por qué demonios querría creer en algo que es un montaje? —protesto.

De todos modos, siento la tentación de decirle que regresemos a casa para poder verlo con mis propios ojos. Sin embargo, si llegamos tarde al instituto, la secretaria dejará un mensaje en el contestador de casa.

Sydney Mills va a un curso superior. Está buenísima, es una de las mejores atletas de la escuela y es de familia rica. No entiendo cómo alguien ha podido emparejarnos, ni en broma. Los dos estamos en Igualdad desde enero, y nunca hemos cruzado una sola palabra.

—Mírate —bromea Emma dándome un codazo—. Estás enamorado.

Emma alarga la mano y me alborota el pelo, pero yo me aparto. Me cuelgo la mochila de un hombro y echo a andar hacia la escuela.

—¡Espere, señor Mills! —grita Emma.

Me detengo y giro en redondo.

Emma se cambia de mano el estuche del saxo.

—Tranquilo. Yo también saldría como una loca si descubriera que Cody y yo estamos casados y pasamos las vacaciones en Waikiki.

«¿Waikiki?»

—No estaba andando rápido porque esté nervioso —aclaro—. Odio que… pues eso… que me toques el pelo y… eso.

—Lo siento —dice Emma, y sé que lo ha entendido.

Ella tampoco quiere estropear nuestra amistad. Por eso me ha permitido guardar las distancias desde hace seis meses.

Emma señala un descapotable blanco con la capota cerrada.

—Ese es el coche de Sydney. Quizá deberías dejarle un poema de amor en el limpiaparabrisas. ¡O un haiku! Aunque mejor no intentes rimarlo.

Durante el festival de talentos de la escuela, arrasé con mi actuación rapera. Pensaba que podría convertirme en el primer rapero pelirrojo. Me llamaba SalsaRoja. Varias veces al año, Emma saca el tema para torturarme. Aunque la prefiero a ella a mi hermano, que lo menciona cada vez que hablamos.

—O sea que Sydney y yo vamos a Waikiki —afirmo.

Cuando empujamos la doble puerta del instituto para entrar, Emma se acerca a mí.

—Tu yo futuro no cuenta tantas cosas como el mío —dice con el aliento perfumado por la canela—. No das detalles jugosos sobre cómo lo hacéis Sydney y tú en la playa, así que no te molestes en ponerte cachondo.

Emma me dice adiós con la mano y se ve engullida por la marabunta de estudiantes.

—¡Estás celosa! —exclamo, pero no creo que me oiga.