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Meto las fotocopias en la mochila y me apresuro a volver al coche. Ahora que tengo una lista de números para ir probando, necesito comprar una tarjeta telefónica y volver a casa lo antes posible.

Dylan me alcanza en el aparcamiento.

—Debes de estar pensando en algo muy profundo —dice—. Te he estado llamando desde que has salido por la puerta.

Me recojo un mechón de pelo tras la oreja. A pesar de que esta mañana me lo he alisado con el secador, la humedad del ambiente me lo ha vuelto a rizar.

Normalmente no me importaría quedarme un rato con Dylan, pero tengo prisa. Sé que lo que voy a hacer está mal. Las ondas que sacudirán mi vida entera serán enormes. Por eso necesito encontrar a Jordan Jones hijo, antes de que mi conciencia me lo impida o de que me tropiece con Josh e intente detenerme.

—¿Hacia dónde vas? —pregunta Dylan cuando llegamos a mi coche.

—Tengo que ir a comprar una cosa al 7-Eleven.

—¿Puedes llevarme?

—Sí, claro —respondo—, pero tengo prisa.

—Puedo bajar en el 7-Eleven e ir caminando desde ahí.

Abro el seguro del coche y entramos. Dylan se abrocha el cinturón y me fijo en los tres libros que tiene en el regazo. Weetzie Bat y dos de la serie Dangerous Angels.

—¿Ahora lees a Francesca Lia Block? —pregunto—. Porque estoy segura de que eso no es para tu hermanita.

—Son para Callie. Está obsesionada con esta escritora. ¿Los has leído?

Cruzo el aparcamiento.

—¿Quién es Callie?

—Mi chica. Vive en Pittsburgh, pero fue al baile conmigo.

—Ah —digo.

—Salimos juntos desde Navidad. Tendrías que verla haciendo snowboard. Así nos conocimos.

Por la forma en que habla de ella, parece que va en serio. De todos modos, me ha molestado un poco. El verano en que Dylan y yo fuimos instructores del campamento me estuve leyendo todos los libros de Francesca Lia Block durante los descansos. Por algún motivo, me duele el hecho de que no parezca recordarlo.

Dylan me abre la puerta del 7-Eleven. Al despedirnos echo un vistazo al aparcamiento por segunda vez para asegurarme de que Josh no es ninguno de los patinadores que veo por ahí.

En el mostrador dudo entre elegir una tarjeta telefónica de cinco dólares y otra de diez. Elijo la más barata, pago al hombre y regreso al coche.

Conduzco hacia casa despacio, y veo a un padre frente a su casa levantando a su hijo pequeño en brazos para que enceste en la canasta. Los aspersores giran sin sonido en la entrada ajardinada de las casas. Estos barrios dan una sensación de serenidad… casi como si se hubiera detenido el tiempo.

Y, mientras tanto, Josh y yo nos lanzamos de cabeza hacia el futuro.

Enciendo la radio y subo el volumen. Está sonando «Wonderwall», de Oasis. Es la preferida de Kellan. La canturreaba cuando salíamos de la biblioteca del instituto.

And all the roads we have to walk are winding

And all the lights that lead us there are blinding [1]

Apago la radio. No me interesa sentirme más culpable todavía por ir a casa, cerrar con llave la puerta de mi dormitorio y bloquear de forma permanente uno de esos caminos sinuosos.