21://EMMA

Cuando suena el último timbre, guardo el saxo en mi taquilla de la banda y voy corriendo al aparcamiento de estudiantes. Aunque lo de ir a la biblioteca pública parezca de lo más inocente, sé que no debería hacer lo que estoy a punto de hacer. Y como además me estoy saltando el atletismo, lo mejor es salir a toda prisa del recinto de la escuela.

—¡Emma, espera!

Josh cruza corriendo el aparcamiento mientras me hace señas. No le he visto desde el almuerzo, cuando le he dejado guardar el monopatín en el asiento de atrás de mi coche.

—Necesito mi tabla —dice—. Tyson y yo nos vamos a la minirrampa de Chris McKellar.

—Eso suena bien —digo manteniendo la calma.

—¿Estás bien? —pregunta.

—Estoy bien.

Abro la puerta del conductor y entro en el coche evitando el contacto visual. Odio no ser sincera con Josh, pero no puedo decirle lo que estoy a punto de hacer. Mi futuro marido lleva tres noches fuera de casa. ¡Tres noches! Y ahora se gasta mi dinero en una maquinita. Entretanto, ni siquiera yo puedo pagarme un terapeuta, que probablemente necesitaré en un futuro… ¡para poder hablar de él!

Tengo que deshacerme de este tío.

—¿Adónde vas? —pregunta Josh. Abate el asiento delantero y se inclina hacia el interior.

—A ninguna parte —respondo. Y como ha sonado demasiado culpable, añado—: Solo voy a la biblioteca pública, a buscar una cosa.

Josh echa un vistazo alrededor disimuladamente y susurra:

—Después de cenar, deberíamos entrar otra vez en ese sitio web.

—Vale —digo.

—Además, estaba pensando que deberíamos tener alguna palabra en clave para que la gente no se entere de lo que decimos.

—¿Qué tal «Facebook»? —propongo al tiempo que arranco el coche—. Nadie ha oído hablar de eso.

Me dirijo a la entrada de la biblioteca cuando me tropiezo con Dylan Portman. Salimos juntos al empezar décimo curso, a los quince años. Ese verano habíamos sido instructores en el campamento de verano de la Asociación de Jóvenes Cristianos. Antes de que empezara el instituto, ya éramos pareja. En cualquier caso, no conectamos demasiado fuera del campamento y, cuando Dylan rompió conmigo, no me lo tomé muy a pecho. Por eso nunca resulta incómodo cuando nos vemos.

—¿Qué tal va? —pregunta Dylan.

Lleva una enorme pila de libros de tapa dura, así que le abro la puerta y la sostengo. Me sonríe, y aparece el sexy hoyuelo de su mejilla izquierda. Dylan sabe que está bueno, y lo utiliza bien.

—¿Te libras del instituto y vas directa a la biblioteca? —dice caminando a mi lado.

—Mira quién habla, con ese montón de libros.

—Devuelvo los de mi hermana pequeña —Dylan sonríe y añade—: Soy de esa clase de tíos.

En otro momento no me habría importado tontear con Dylan, pero tengo una misión y no puedo permitir que nadie se interponga en mi camino, ni siquiera aunque esa persona tenga un hoyuelo sexy y el pelo castaño y alborotado.

—Tengo que consultar muchas cosas —digo, y para asegurarme de que Dylan no quiera encontrarse conmigo mientras busco en las guías telefónicas, añado—: Puede que luego vea a Graham.

—¿Graham Wilde? ¡Qué pasada cómo se ha rapado! —Dylan indica con el mentón el mostrador de devoluciones y dice—: No trabajes mucho.

El aire acondicionado está muy alto en la biblioteca, y me entran escalofríos. O quizá lo que me produce los escalofríos es saber que estoy a punto de encontrar el número de teléfono de mi futuro marido. Voy directa al mostrador de consultas. El encargado mordisquea un lápiz y mira fijamente la pantalla de ordenador.

—Por favor —digo—. La bibliotecaria de mi instituto me ha dicho que a lo mejor tenéis guías telefónicas de otros estados.

Tamborilea sobre el teclado, se levanta de la silla y se coloca el lápiz detrás de la oreja. Lo sigo y doblamos por una esquina, bajamos unas escaleras y al final llegamos a una larga estantería repleta de guías telefónicas.

El bibliotecario se cruza de brazos.

—¿Estás buscando algún estado en particular?

—California —digo—. Chico, en California.

—Creo que eso está en el condado de Butte —se quita el lápiz de la oreja, estudia las muescas que ha hecho con los dientes y coge una guía de teléfonos de tamaño mediano—. Avísame si necesitas algo más.

Cuando desaparece por el hueco de la escalera, me siento en el suelo con las piernas cruzadas y hojeo la guía rápidamente hasta llegar a la J. Hay centenares de Jones en Chico, California. Me centro en la diminuta letra impresa. Jones, Adam. Jones, Anthony. Jones, Anthony C., Jones, Arthur. ¡No se acaba nunca! Ahora bien, si el nombre de mi marido es Jordan Jones hijo, su padre también tiene que llamarse Jordan. Ojeo la página y, desilusionada, veo que no existe nadie llamado Jordan Jones.

Si no existe ningún Jordan, quizá su padre esté en la lista por la inicial del nombre. Echo un vistazo donde empiezan los Jones y aparecen los nombres con una sola J, pero hay montones. Sujeto la guía contra mi pecho y subo corriendo las escaleras en busca de una fotocopiadora.

Le doy un dólar al bibliotecario y él me devuelve diez monedas de diez centavos. Extiendo la guía telefónica sobre el cristal pulido de la fotocopiadora, cierro la tapa y meto una moneda en la ranura. Cae con un dinc metálico, y le doy al botón verde de «Inicio».