1://EMMA

Hoy no puedo romper con Graham, aunque les dije a mis amigos que lo haría la siguiente vez que lo viera. Por eso estoy escondida en mi habitación, instalando el ordenador nuevo mientras él juega con su Ultimate Frisbee en el parque del otro lado de la calle.

Mi padre me envió este ordenador porque se sentía culpable, otra vez. El verano pasado, antes de que él y mi madrastra se mudaran de Pensilvania a Florida, me regaló las llaves de su viejo Honda y empezó su nueva vida. Como acaban de tener su primera hija, me han regalado este ordenador portátil con Windows 95 y monitor a color.

Voy avanzando por distintos salvapantallas cuando alguien llama al timbre. Dejo que vaya a abrir mi madre, porque todavía no me he decidido entre un laberinto de muros de ladrillo en movimiento y una red de cañerías. Por suerte quien está en la puerta no es Graham.

—¡Emma! —dice mamá en voz alta—. Es Josh.

¡Menuda sorpresa! Josh Templeton vive en la casa de al lado, y de pequeños nos pasábamos el día corriendo de un lado al otro. Acampábamos en el jardín, construíamos fuertes, y los sábados por la mañana él venía con su cuenco de cereales y se sentaba conmigo en el sofá a ver dibujos animados. Incluso cuando ya íbamos al instituto salíamos juntos. Sin embargo, en noviembre, las cosas cambiaron. Ahora seguimos almorzando con nuestro pequeño grupo de amigos, pero hace seis meses que no viene a casa.

Selecciono el salvapantallas de los muros de ladrillo y bajo. Josh está en el porche, dando golpecitos en el marco de la puerta con la punta descosida de su zapatilla deportiva. Va un curso por detrás de mí, es decir, está en primero. Sigue teniendo el pelo lacio y largo, rubio rojizo y sonríe con timidez, como siempre, aunque este año ha crecido trece centímetros.

Veo que el coche de mi madre sale marcha atrás por el camino de entrada. Mamá toca el claxon y se despide con la mano antes de incorporarse a la calzada.

—Tu madre dice que no has salido de tu habitación en todo el día —dice Josh.

—Estoy instalando el ordenador —respondo, evitando el tema de Graham—. Está bastante bien.

—Si tu madrastra vuelve a quedarse embarazada, dile a tu padre que te compre un móvil.

—Sí, claro.

Hasta noviembre, Josh y yo nunca nos habríamos quedado plantados incómodamente en el umbral. Mamá le habría invitado a entrar, y él habría subido directamente a mi habitación.

—Mi madre quería que te trajera esto —dice Josh con un CD en la mano—. America Online te regala cien horas gratis si lo contratas. Llegó por correo la semana pasada.

Nuestra amiga Kellan tiene acceso desde hace poco a AOL. Y se pone a chillar cada vez que alguien le envía un mensaje instantáneo. Pasa horas encorvada frente al teclado escribiéndose con gente que ni siquiera va al instituto Lake Forest.

—¿Tu familia no lo quiere? —pregunto.

Josh sacude la cabeza.

—Mis padres no quieren internet. Dicen que es una pérdida de tiempo, y mamá piensa que los chats están llenos de pervertidos.

Me río.

—¿Por eso quiere regalármelo a mí?

Josh se encoge de hombros.

—Se lo he contado a tu madre, y le parece bien que firmes el contrato, si Martin y ella también pueden tener cuentas de correo.

Todavía no soy capaz de oír el nombre de Martin sin poner los ojos en blanco. Mamá se casó con él el verano pasado asegurando que esta vez había encontrado el amor de su vida. Aunque también dijo lo mismo de Erik, y solo duró dos años.

Acepto el CD de Josh, y él se mete las manos en los bolsillos traseros.

—He oído que tarda un poco en descargarse —comenta.

—¿Te ha dicho mi madre cuánto tardará en volver? —pregunto—. Puede que ahora sea un buen momento para ocupar la línea.

—Me ha dicho que recoge a Martin, y que luego se van a Pittsburgh a mirar fregaderos.

Nunca me sentí unida a Erik, mi último padrastro, pero al menos él no desmontó la casa de arriba abajo. Al contrario, convenció a mamá para que criáramos periquitos, y los trinos de los pájaros me acompañaron durante los primeros años de secundaria. Martin, en cambio, ha convencido a mamá para que emprenda una reforma integral, y la casa está llena de serrín y de olor a pintura. Acaban de terminar con la cocina y la moqueta, y ahora se han lanzado a por el baño de la planta baja.

—Si quieres —digo, más que nada por llenar el silencio—, puedes venir un día a probar con AOL.

Josh se aparta el cabello de los ojos.

—Tyson dice que es increíble. Dice que te cambiará la vida.

—Ya, pero también cree que un episodio de Friends te puede cambiar la vida.

Josh sonríe y se da la vuelta para marcharse. Casi se da en la cabeza con los tintineantes móviles que Martin ha colgado del porche delantero. No puedo creer que Josh mida un metro ochenta y tres. A veces, de lejos, apenas lo reconozco.

Meto el CD en el ordenador y lo oigo girar. Hago clic en las pantallas de presentación y presiono «Intro» para iniciar la descarga. La barra azul de estado de la pantalla dice que la descarga tardará noventa y siete minutos. Contemplo con nostalgia una tarde de mayo perfecta a través de la ventana. Tras un invierno borrascoso, seguido de varios meses de fría lluvia primaveral, por fin llega el verano.

Mañana tengo competición de atletismo, pero hace tres días que no corro. Sé que es una tontería preocuparme por si me tropiezo con Graham. El parque Wagner es enorme. Se extiende a lo largo del centro y llega hasta las últimas zonas urbanizables. Graham podría estar jugando con el frisbee en cualquier parte. Lo que pasa es que, si me ve, me cogerá por el hombro para que nos vayamos y que nos liemos. El fin de semana pasado, en el baile del instituto, no me lo quité de encima. Incluso me perdí la «Macarena» con Kellan, Ruby y los demás.

Se me ocurre interrumpir la descarga para llamar a Graham y ver si todavía está en casa. Si responde, colgaré. Aunque Kellan me ha explicado que algunos teléfonos cuentan con un nuevo servicio que muestra el número entrante. No, pienso comportarme como una adulta. No puedo esconderme en mi habitación para siempre. Si veo a Graham en el parque, lo saludaré de lejos y le gritaré que tengo que correr.

Me pongo unos pantalones cortos y un sujetador de deporte, y me recojo los rizos con una banda elástica. Me ato el discman al brazo con velcro y salgo al césped de la entrada de casa para hacer unos estiramientos. Se abre la puerta del garaje de Josh. Unos segundos después sale él montado en su monopatín.

Cuando me ve, se detiene.

—¿Has empezado a descargarlo?

—Sí, pero tardará siglos. ¿Adónde vas?

—A SkateRats —responde él—. Necesito unas ruedas nuevas.

—Pásalo bien —le digo mientras él se da impulso hacia la calle.

Hubo una época en la que Josh y yo habríamos charlado más, pero ya hace tiempo. Corro por la acera y doblo a la izquierda. Cuando llego al final de la manzana, cruzo y enfilo en el sendero pavimentado que lleva al parque. Presiono «Play» en el discman. Kellan me preparó esta mezcla para correr, que empieza con Alanis Morissette, sigue con Pearl Jam y termina con Dave Matthews.

Corro a toda velocidad por el circuito de cuatro mil ochocientos metros, aliviada de no ver a nadie jugando con el frisbee. Cuando me aproximo otra vez a mi calle, suena la guitarra que abre «Crash Into Me».

«Lost for you —vocalizo—. I’m so lost for you». La letra siempre me recuerda a Cody Grainger. Cody está en mi equipo de atletismo. Estudia duodécimo grado y es un velocista increíble, clasificado entre los veinte mejores del estado. En primavera, cuando volvíamos en autocar de una competición, se sentó a mi lado y me contó que le habían llamado de varias universidades. Al cabo de un rato, cuando yo ya no podía reprimir los bostezos, me dijo que me apoyara en su hombro. Cerré los ojos y fingí que me había quedado dormida, pero seguí pensando: «Aunque no creo en el amor verdadero, podría reconsiderarlo por Cody».

Kellan dice que deliro; ¡quién fue a hablar! Cuando salió con Tyson el verano pasado, parecía que ella hubiera inventado el amor. A pesar de tener el coeficiente intelectual de un genio y escribir sesudos artículos para el periódico del instituto, no hacía más que decir «Tyson esto», «Tyson lo otro». Cuando rompió con ella, después de las vacaciones de invierno, se quedó tan hundida que faltó dos semanas a clase.

Puede que yo suspire por Cody, pero tengo que hacer mi vida. Llevo dos meses saliendo con Graham Wilde. Tocamos en la misma banda. Él, la batería; yo, el saxofón. Es sexy, y lleva el pelo, rubio, hasta los hombros, pero me molestó que no se me despegara en el baile del instituto. Pienso terminar pronto con él, eso seguro. O quizá deje que pase el verano, a ver si las cosas se diluyen.

La barra de estado sigue activa.

Me ducho y me siento en mi butaca Papasan a repasar los apuntes del examen final de Biología. Este año he estado sacando sobresaliente en la asignatura, la que sin duda se me da mejor. Kellan intenta convencerme de que en otoño me apunte con ella a un curso de Biología en la universidad, pero no creo que lo haga. No quiero complicarme la vida el último año.

Cuando se completa la descarga, cierro el libro de texto y reinicio el ordenador. Marco el número de AOL, y el módem chisporrotea y pita. Cuando me conecto, compruebo si «EmmaNelson@aol. com» está disponible, pero la dirección ya existe. «EmmaMarieNelson» también. Al final, me decido por «EmmaNelson4Ever». Para la contraseña, valoro algunas opciones y tecleo «Millicent». El verano pasado, cuando Kellan y Tyson rompieron, Josh y yo nos reímos de ellos imaginándolos como una pareja de viejos locos y enamorados, Millicent y Clarence, unos devoradores de comida envasada Hamburger Helper que paseaban por la ciudad en una camioneta de helados destartalada. A Kellan y a Tyson no les hizo ninguna gracia, pero Josh y yo nos desternillábamos.

Pulso «Intro» y aparece la pantalla de AOL que he visto en el ordenador de Kellan.

«¡Bienvenida!», canturrea una voz electrónica.

Me pongo a escribir mi primer mensaje a Kellan cuando una luz brillante destella en la pantalla. Una cajita blanca con el reborde azul me pide que vuelva a introducir mi dirección de correo y me pide la contraseña.

«EmmaNelson4Ever@aol.com —tecleo—. Millicent».

El monitor se cuelga durante unos veinte segundos. A continuación, la ventana blanca se volatiliza en un puntito azul y aparece una nueva página web. Tiene una banda azul en la parte superior donde dice Facebook. La columna del centro se titula «Últimas Noticias», y debajo hay unas fotos diminutas de personas a las que no reconozco. Al pie de cada foto se leen unas frases cortas.

Jason Holt

Me encanta Nueva York. ¡Me he comido dos pastelillos en Magnolia Bakery!

Hace 3 horas · Me gusta · Comentar

Kerry Dean ¿Y no te has partido uno conmigo? Yo la quiero con cobertura de chocolate y cacahuete.

Hace 2 horas · Me gusta

Mandy Reese

Acabo de enredarme en una telaraña y no me ha entrado el pánico. ¡Yupiii!

Hace 17 horas · Me gusta · Comentar

Avanzo por la pantalla con el ratón, confundida por la mezcla de fotografías y palabras. No tengo ni idea de lo que significan «Estado», «Personas que quizá conozcas» y «Dar un toque».

De repente, justo debajo de la banda azul, veo algo que me estremece. Junto a una foto en miniatura de una mujer sentada en la playa, leo «Emma Nelson Jones». La mujer tiene unos treinta años, el pelo castaño y rizado, y los ojos marrones. Siento una punzada en el estómago, porque esa mujer me resulta familiar.

Demasiado familiar.

Cuando muevo el ratón por encima de su nombre, la flecha blanca se convierte en una mano. Hago clic y otra página empieza a cargarse lentamente. En esta ocasión la foto es más grande, y hay tanta información que no sé por dónde empezar a leer. En la columna central, junto a la misma foto en tamaño menor, veo:

Emma Nelson Jones

Pensando en hacerme reflejos

Hace 4 horas · Me gusta · Comentar

Dice que Emma Nelson fue al instituto Lake Forest. Está casada con alguien llamado Jordan Jones hijo, y nació el 24 de julio. Aunque no menciona el año, el 24 de julio es mi cumpleaños.

Me llevo las manos a la cabeza e intento respirar hondo. A través de la ventana abierta oigo a Josh, que vuelve a casa en monopatín, golpeando el bordillo con las ruedas. Bajo corriendo la escalera, salgo precipitadamente por la puerta principal y entrecierro los ojos cegada por la luz del sol.

—¡Josh! —grito.

Josh enfila el caminito de entrada a su casa y da un puntapié al monopatín para cogerlo con la mano.

Me agarro a la barandilla del porche para no perder el equilibrio.

—Ha pasado algo cuando he cargado el AOL.

Josh me mira de hito en hito, las campanillas del móvil llenan el silencio.

—¿Puedes subir un momento? —pregunto.

Josh mira la hierba cabizbajo, pero no dice nada.

—Por favor —añado.

Con el monopatín en la mano, Josh me sigue y entramos en casa.