25://EMMA

No hay nadie en casa. De todos modos, cierro con llave la puerta de mi habitación antes de sacar las dos hojas de mi mochila. Las desdoblo, las pongo sobre el escritorio y aliso los pliegues con los dedos.

Después de marcar el número de activación gratuita que aparece detrás de la tarjeta telefónica, empiezo llamando a J.B. Jones. Salta un contestador que dice que estoy llamando a Janice y a Bobby. Cuelgo rápido y tacho Jones, J.B. con un lápiz.

Pruebo otro número y me contesta una anciana que está convencida de que soy su nieta. La señora tarda casi cinco minutos en dejarme colgar. Tendría que haber comprado la tarjeta de diez dólares.

El siguiente es Jones, J. D. Sigo los pasos de la tarjeta y marco el número.

Contesta una mujer con voz cantarina.

—¿Diga?

—Hola —contesto—. ¿Está Jordan?

—¿Padre o hijo? —pregunta.

Sostengo el teléfono contra el hombro, me seco el sudor de las manos en los pantalones cortos y carraspeo.

—Hijo, por favor.

—Mi sobrino vive ahora con su madre.

«Piensa rápido, Emma».

—Sí, ya lo sé —digo—. No encontraba su número y he pensado que podría ser este.

Se hace un silencio al otro lado de la línea.

—¿Cómo has dicho que te llamas? —pregunta la mujer.

Me planteo inventarme un nombre, pero estoy demasiado nerviosa para eso.

—Me llamo Emma. Somos amigos de la escuela.

—Jordan tenía muchos amigos en la escuela. ¿Tienes un bolígrafo?

Me dicta el número y lo anoto en uno de los márgenes de la fotocopia. Nos despedimos, cuelgo y me quedo mirando el número de teléfono de mi futuro marido.

Algunas personas esperarían. Josh, por ejemplo, se lo pensaría muchísimo. Sopesaría las opciones, y luego llamaría a su hermano David para que le diera su opinión. Yo, en cambio, doy la vuelta a la tarjeta telefónica y empiezo a marcar.

—¿Diga? —es la voz de un chico.

—¿Jordan?

—No, soy Mike. No cuelgues.

Bajan el teléfono. Se oye el televisor al fondo, y algo que podría ser una batidora. Mike, que supongo que es mi futuro cuñado, llama a Jordan en voz alta y dice:

—¿Cómo quieres que lo sepa?

La batidora se para. Oigo unos pasos que se acercan y la voz de un chico que dice:

—¿Qué pasa?

—¿Eres Jordan? —pregunto.

—¿Quién es?

—Soy Emma —digo con una amplia sonrisa—. Nos conocimos en la fiesta… de hace poco.

Aguanto la respiración, esperando que Jordan haya ido a alguna fiesta este mes.

—¿En la de Jenny Fulton? —pregunta.

Exhalo.

—Sí, en la de Jenny.

No encontré gran cosa cuando busqué a Jordan en Facebook. Solo el nombre, la foto y la ciudad donde vivía. De todos modos, mi objetivo es mantenerlo al otro lado de la línea hasta descubrir cómo se entrecruzan nuestras vidas en algún momento del futuro.

—Ah, vale. ¿Qué pasa? —pregunta.

—No mucho… —respondo—. Y a ti, ¿cómo te va?

—Voy tirando.

Silencio.

—¿Has ido… a pescar últimamente? —pregunto.

—Eh… no —responde—. No he pescado nunca.

Silencio absoluto.

—¿Y qué has estado haciendo? —pregunto.

—Más que nada, buscar trabajo para el verano.

—Guay… —digo.

La batidora vuelve a funcionar.

—Oye, ¿querías algo? —pregunta—. Porque debería ir a…

—Ah, vale —digo, y cojo velocidad—. Bueno, que estaba pensando en lo que hablamos en la fiesta.

—¿Estás segura de que no te refieres a Jordan Nicholson? —pregunta—. Creo que también estaba allí. La gente siempre nos confunde.

Es extraño, pero Jordan no parece un capullo. Incluso resulta simpático. ¿Cómo es posible que un día llegue a convertirse en la clase de persona que termina durmiendo fuera de casa durante tres noches, probablemente para engañar a su mujer? ¿Lo creería posible él si se lo contara ahora mismo?

—Eras tú, seguro —contesta—. Estuvimos hablando de la universidad a la que queremos ir, y tú…

—Espera —dice Jordan.

Oigo que se cierra una puerta y la voz de una chica, que pregunta:

—¿Estás listo?

Jordan le contesta que tardará un segundo.

—Perdona —me dice—. No, ahora tengo claro que estás hablando de Nicholson, porque yo ya estoy en la universidad. He venido a casa a pasar el verano.

—Ah, ¿sí? —se me quiebra la voz—. ¿A cuál vas?

Cierro los ojos. Quizá es ahí donde Jordan y yo nos conocemos. Hice una primera lista de las universidades que quiero solicitar el año que viene, todas ellas en otros estados, y todas junto al mar.

—A la de Tampa State —contesto—. He acabado primero.

Abro los ojos y fuerzo una carcajada.

—Tienes razón. Era Jordan Nicholson. Lo siento mucho.

—¿Necesitas su número? —pregunta—. Creo que Mike lo tiene.

—No, ya está. Lo tengo.

—Ah, bueno… —alguien apaga el televisor, y al fondo oigo la risa de esa chica.

Con el teléfono todavía en la oreja, me doy cuenta de que estoy triste. En el futuro, Jordan y yo teníamos que conocernos en la universidad y casarnos. Ahora quizá ni siquiera nos conoceremos.

Nos despedimos. Continúo escuchando el silencio en el auricular. Al final sale una voz automatizada me dice que me quedan noventa y tres centavos en la tarjeta. Cuelgo y voy a la cómoda.

En el primer cajón, debajo de los calcetines y la ropa interior, guardo un diario. No escribo mucho, quizá unas cuantas veces al año. Paso las páginas hasta la entrada que escribí en marzo. Es la lista que hice después de que un asesor de la universidad nos hablara del proceso de preinscripción.

Primeras opciones de universidad de Emma

  1. Tampa State.
  2. Universidad de Carolina del Norte, en Wilmington
  3. Universidad de California, en San Diego

Cojo un rotulador negro de mi escritorio y trazo una línea sobre Tampa State. Si no voy a esa universidad, no conoceré a Jordan. Y si no conozco a Jordan…

Alguien llama a la puerta. Sepulto el diario en el fondo del cajón.

—¿Quién es?

El pomo gira, pero la puerta está cerrada con llave.

—Emma —dice Josh—, tengo que hablar contigo.

Cuando abro la puerta, veo que Josh tiene el pelo mojado por el sudor y varios cabellos pegados a la frente. Lleva el llavero de Scooby-Doo en una mano y una hoja de papel doblada en la otra.

—¿Pasa algo? —pregunto.

Se seca el entrecejo.

—He venido patinando desde la biblioteca pública.

Echo un vistazo nerviosa al papel que lleva en la mano.

—Supongo que nos habremos cruzado.

Josh frunce el entrecejo mientras desdobla el papel. Es la primera fotocopia que he hecho de la guía telefónica. Había salido demasiado oscura y la he tirado al contenedor de reciclaje.

—Sé lo que vas a hacer —dice Josh—, pero no puedes dejar de casarte con tu futuro marido.

El modo en que dice «dejar de casarte con tu futuro marido» me revuelve el estómago.

—No puedes ir por ahí cambiando lo que tiene que pasar —continúa—. Sé que estás enfadada porque te has casado con ese gilipollas, pero, según Facebook, tú y yo seguimos siendo amigos. Te prometo que te daré todo mi apoyo. Si terminas divorciándote, quizá pueda prestarte dinero para el abogado, u ofrecerte mi habitación de invitados durante un tiempo.

«¿Prestarme dinero? —me invade una oleada de rabia—. ¡Claro, como Sydney y él son tan ricos!»

Josh se fija en la tarjeta telefónica que está sobre mi escritorio, con la banda posterior rayada para que se vea el código de activación.

Su voz es un susurro.

—¿Lo has hecho?

Asiento despacio.

—¿Has hablado con Jordan?

—Se acabó —respondo—. Nunca nos conoceremos.

Josh se queda lívido.