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Estamos en el aparcamiento de Sam’s Club, un hipermercado de precios reducidos a dieciséis kilómetros de la ciudad. Bajo la puerta trasera del Jeep Cherokee de Sydney y me aúpo al interior. La parte de atrás está abarrotada de provisiones, y tengo que agachar la cabeza para no golpearme.

—¿Ya? —pregunta ella.

Tiendo las manos y Sydney coge una bolsa de Cheetos de tamaño gigante del carrito. Me la lanza. Luego me pasa dos bolsas de galletas saladas seguidas de unos Doritos. Mientras coloca unas cajas de soda encima de la puerta, coloco el resto de la carga para hacer sitio.

—¿Para qué banquete son? —pregunto.

Sydney coge un pack de doce Mountain Dew y me lo pasa.

—Esto no es para la escuela.

Deslizo las latas de soda hacia el fondo del maletero. Ella me entrega otro pack de doce, lo encajo con el primero y tiro de una esquina de la lona azul que ha quedado doblada debajo.

—Por lo general, los recados del Consejo de Estudiantes duran más —dice—, pero hemos conseguido despacharlos tan rápido que he pensado que nos daba tiempo a hacer una visita extracurricular.

Me he pasado toda la tarde empujando carritos, levantando cajas y cargando cosas en el Cherokee. Y me parece bien. No me quejo por pasar el rato con Sydney Mills. Ni siquiera me importa ayudarla con un recado personal, pero me habría gustado saber en qué momento se ha dado el cambio.

Salto a la acera.

—¿Es para la fiesta de la cárcel?

—Para el picnic de la cárcel —me corrige mientras cierra la puerta de atrás—. Pues no. Es para la fogata de mi amigo de mañana por la noche.

Me seco la frente con el dorso de la mano y subo a mi asiento. Cuando Sydney arranca, bajo la ventanilla hasta la mitad.

—No puede haber solo alcohol en una fiesta, porque entonces la gente termina borracha —explica Sydney—. Hay que darles algo de picar.

La gente lleva toda la semana cuchicheando sobre esa hoguera. Tyson tomará prestada la pickup de su padre y ayudará a unos patinadores de doceavo curso a cargar leña hasta el lago.

—Además, si los guardias hacen una redada, vale más tener una soda a mano —cuenta Sydney—. ¡Esconded la cerveza, sacad la Coca-Cola!

No le he dado muchas vueltas a lo de la fogata porque he tenido la cabeza en otra parte. En Sydney, principalmente.

—Rick me ha dejado antes un mensaje en el móvil preguntándome si podía pasar a recoger unas cosas por él —dice ella—. Pensaba hacerlo mañana, pero como nos da tiempo esta tarde, ¿por qué no? Además, hoy tengo el Cherokee.

Hace tres horas que Sydney y yo damos vueltas juntos por la ciudad. Al principio no podía creer que me hubiera elegido a mí. Cada vez que entrechocaban nuestros codos o nuestros dedos se rozaban, sentía electricidad en todo el cuerpo.

Sin embargo, al cabo de un rato, las cosas se han calmado. Quizá esperaba que hubiera una conexión instantánea. Aunque al final terminemos juntos, ahora mismo apenas nos conocemos. Solo soy el tío que alzó la voz en clase cuando su ex se estaba portando como un capullo.

—Si no te importa —dice Sydney—, ¿podemos pasar a dejar lo de la fogata antes de que te lleve a casa? Nos viene de camino.

—Me parece bien.

—¿Has estado alguna vez en casa de Rick?

—¿Qué Rick? —pregunto. Y entonces caigo en la cuenta de quién está hablando—. ¿Rick Rolland?

—Tiene una casa preciosa —dice ella—. Está junto al lago.

—¿Estás hablando de ese chico de la clase de Igualdad del señor Fritz?

—¡Exacto! Sus padres se han ido fuera todo el fin de semana, por eso da la… ah… ya —Sydney se vuelve hacia mí con aire de disculpa—. Rick y yo salimos juntos, pero eso es agua pasada.

—Ah… no… no pasa nada.

—Sé que parece un cretino —dice—, pero en realidad es un buen amigo.

Cuando Sydney se incorpora a la autopista, bajo la ventanilla y la dejo abierta todo el camino.

Sydney coge el desvío hacia Crown Lake y luego gira rápidamente por una carretera de tierra compacta. Mientras damos la vuelta al lago, busco la casa donde ella y yo viviremos algún día, pero no veo nada parecido a lo que sale en las fotos de Facebook. Quizá nuestra casa aún no está construida.

Viramos al llegar al camino de grava de Rick y nos detenemos frente a una casa de obra vista con un denso bosque de pinos en la parte de atrás. Sydney toca el claxon dos veces y luego gira la llave de contacto.

—Podemos esperar aquí fuera —dice.

Al ver que Rick no sale, saca el móvil de su bolso y presiona algunas teclas.

Espero que la familia de Rick se haya mudado antes de que Sydney y yo compremos nuestra casa.

—No contesta —dice Sydney. Deja el teléfono en el salpicadero—. Ahora vuelvo.

Recorre el sendero de ladrillo, gira el pomo de la puerta y entra. Desaparece en el interior de la casa, y yo me quedo contemplando la puerta cerrada.

No puedo imaginarme entrando tan campante en casa de una chica con la que he salido. Me figuro la expresión que pondría Rebecca Alvarez si entrara caminando por la puerta principal sin haber llamado antes. Supongo que los que se mueven en la órbita de Sydney actúan de manera distinta. Para ellos no es extraño salir con alguien, romper y luego ayudarle a organizar una fiesta.

Sydney sale primero y deja la puerta abierta. Rick aparece un momento después y me mira directamente. Lleva una camiseta gris y pantalones cortos, e incluso desde aquí puedo adivinar que sus pantorrillas son tres veces más grandes que las mías. Cuando me saluda con la cabeza, no hay en él rastro de celos o chulería, aunque tampoco da muestras de reconocerme del otro día, en clase de Igualdad.

Abro la puerta del copiloto y salgo del coche. De pie en el camino de entrada, con Sydney y Rick, me siento como el hermanito canijo que se ha pegado a los mayores para dar una vuelta.

—Syd me ha dicho que la has ayudado en el periplo por Sam’s Club —dice Rick—. Mola.

«La llama “Syd”».

—No pasa nada —digo.

Rick se vuelve y sé exactamente lo que está pensando. «Este tío no es una amenaza». Quizá estoy siendo injusto. Quizá no parece sentirse amenazado porque en realidad no queda nada entre Sydney y él.

Cojo dos packs de doce sodas cada uno y los llevo a casa de Rick. Los dejo justo en la entrada de la puerta principal, junto a cinco barriles de cerveza. Sydney trae las patatas chips y Rick carga con seis cajas de soda como si las latas estuvieran vacías. Cuando regresamos al Cherokee, me saluda chocando los cinco por debajo y Sydney cierra la puerta trasera.

—Vuelvo en un minuto —me dice ella—. Rick no encuentra la cartera.

Sydney y Rick se marchan juntos. Subo a mi asiento y cierro la puerta. Durante un par de minutos, intento no pensar que Sydney está en casa de Rick. Sé que no están liándose ahí dentro. ¡Eso, seguro! Sin embargo, aún no estoy acostumbrado a su mundo y a sus normas de comportamiento.

Toco el móvil de Sydney, que está en el salpicadero. Nunca he usado un móvil, pero ojalá pudiera llamar ahora mismo a mi hermano. «Dime lo que tengo que hacer, porque no tengo ni idea».

Sydney vuelve a subir al coche dándose impulso y me saluda con una sonrisa.

—Rick es guay —dice cogiendo un par de gafas de sol de la visera—. Me alegro de que volvamos a ser amigos.

Con las gafas de sol puestas y el cabello suelto y cayéndole por la espalda, parece satisfecha con lo que le depara la vida. Exactamente lo contrario de lo que siento yo. Sé que algún día ella y yo tendremos una casa por aquí y unas vacaciones de lujo. Pero algo asombroso debe de pasar entre el presente y el futuro, porque, en este momento, no parecemos hechos el uno para el otro. Si empezáramos a salir ahora, no me imagino que lo nuestro durara más allá del verano.