39://JOSH

Patino frente a una casa amarilla con un columpio neumático en la fachada. Un chihuahua atraviesa correteando el jardín y empieza a perseguirme ladrando. Si aminoro la marcha para tomar la próxima curva, me alcanzará. Aunque no me da miedo que me mordisquee los tobillos, su huesuda cabeza es del tamaño de una de mis ruedas y no quiero cargos de conciencia.

Ya no queda helado. Doy el resto del cucurucho al perro y termina hecho añicos en la acera. Cuando el animal se detiene a mordisquearlo, doy la vuelta a la esquina y me deslizo hacia el cruce. Al otro lado de la calle, el descapotable de Sydney sigue aparcado y vacío.

Doy la vuelta a una farola y me agarro a ella con el brazo para no desviarme. El semáforo cambia y podría cruzar al otro lado. Cuando Sydney saliera de la tienda de cómics, podría estar esperándola junto al coche. En cambio, patino hasta una máquina expendedora y compro un refresco.

Antes de terminar la segunda lata, ya he dado la vuelta al edificio cuatro veces y empiezo a notar un fuerte subidón de azúcar. Al volver a torcer en la última esquina, decido que si Sydney se dirige al coche, me acercaré a saludarla, pero, si ya se ha marchado, saldré disparado hacia el lavabo más cercano.

Cuando el aparcamiento aparece ante mis ojos, veo su descapotable entrando en la calzada.

¡La hora de la decisión!

Patino veloz hacia la cabina y golpeo con el pie la cola de la tabla para darle la vuelta. Cojo el auricular y, con los dedos temblando, marco el número de Sydney.

¡Suena!

Su coche se detiene en un semáforo en rojo. Puedo verla cogiendo la mochila y poniéndosela en el regazo.

¡Contesta!

Se acerca el móvil a la oreja.

—¿Diga?

La luz se pone verde y el coche se acerca al cruce.

—¡Sydney! —he tomado demasiado azúcar—. Soy Josh. Creo que… ¿Estás…?

—¿Josh Templeton? —pregunta.

—¿Estás conduciendo? —pregunto—. Porque estaba sentado tomándome un helado y creo que acabo de verte.

Veo que echa un vistazo a la acera.

—¿Dónde estás? No sabía que tuvieras móvil.

—Aparca —digo—. Ahora mismo voy.

—Vale —contesta ella, y su intermitente empieza a parpadear.

Cuelgo el teléfono, salto sobre la tabla y cruzo la calle patinando hacia su coche.

La ventanilla del copiloto está bajada, y apoyo los codos en la puerta. Ella me sonríe, se deshace la cola de caballo y el pelo le cae como cintas sobre la camisa de seda azul.

—¿Vives cerca? —pregunta.

Señalo con la cabeza hacia la heladería.

—No, pero me han entrado unas ganas tremendas de tomar un almendrado.

—Me encantan los helados —dice Sydney—. ¿Hacia dónde ibas? ¿Quieres que te lleve?

—Voy a casa —digo—. Vivo pasado el parque infantil del Wagner.

Sydney echa un vistazo al reloj.

—Tengo que estar de vuelta en esta zona dentro de veinte minutos, pero creo que nos da tiempo.

Nunca he subido al descapotable de una chica guapa. Por un momento se me ocurre saltar la puerta, pero la cordura se impone. Coloco la tabla en el pequeño asiento trasero mientras Sydney pone el otro intermitente y cambia de carril lentamente.

—Puedes dejar la mochila atrás —dice mientras ajusta el retrovisor—. Sé que no hay mucho espacio aquí delante.

Antes de pasar por el despacho de mi padre, he comprado un paquete de bóxers. No es que Sydney vaya a abrir la cremallera de mi mochila y los vea, pero, hasta que lo ha mencionado, no me había dado cuenta de que estaba abrazando la mochila con tanta fuerza.

—¿Dónde tienes que estar dentro de veinte minutos? —pregunto esperando que no me suelte el nombre de un tío.

—En casa —responde.

¡Sí!

—Una mujer vendrá a hacer una presentación a mi familia para convencernos de que compremos una participación en una multipropiedad —me cuenta—. Mis padres no están muy interesados, pero mis hermanas y yo les hemos rogado que se lo piensen. Además, si ves toda la presentación, te dan una tarjeta de regalo para ir a Olive Garden.

—Me encantan sus colines —digo.

Sydney me mira y sonríe.

—¡A mí también!

Es preciosa. Y quiero decir preciosa de verdad. Tanto por su rostro perfecto como por su piel suave y bronceada, y por el brillo de su pelo. Lleva puesta una falda bajo la que enseña unas piernas increíblemente suaves. ¿Cómo es posible que me hayan dado permiso para sentarme en este coche?

A mis pies hay una bolsa de plástico rojo de Comix Relief. La aparto con la zapatilla para no pisarla.

—Los he cogido para mi padre —dice—. Este fin de semana es su cumpleaños, y le he comprado unos cómics de Archie, sus favoritos.

—Yo era un fan terrible de Archie —digo.

Sydney ríe.

—Claro.

—¿Por qué, porque los dos somos pelirrojos?

—Ni siquiera se me había ocurrido —contesta ella—. Pero estoy convencida de que todos los tíos adoráis en secreto a Archie. El chico normal y corriente con dos chicas guapas peleándose por él. No me digas que no es la fantasía de cualquiera.

A mí, con una sola chica guapa me basta.

—Los novios de mis dos hermanas coleccionan cómics —sigue diciendo—. A veces mi padre se les pega cuando van a algún salón, pero a ellos les tiran más los cómics de mutantes y superhéroes. Personalmente, creo que a los buenos chicos les gusta Archie.

Es una niña de papá. Es monísima. Me pregunto si todavía irán a visitar salones del cómic cuando yo entre a formar parte de la familia. Por cursi que suene, iría con ellos.

Nos detenemos en un semáforo y Sydney se vuelve hacia mí.

—Gracias por lo que dijiste en clase el otro día, sobre lo de ser considerado.

—Humanidad —digo rezongando.

Ella asiente y pisa el acelerador.

—Sé que decías lo que pensabas, pero de algún modo tuve la sensación de que estabas defendiéndome. O sea que gracias.

—No es nada.

Sydney sonríe y se recoge el pelo detrás de la oreja.

—En fin, me apetece mucho ver estas multipropiedades. Puedes pasar unas semanas al año en los lugares más guais del mundo. ¿Has ido alguna vez a Acapulco? Nosotros fuimos en febrero y era precioso.

¿Acapulco? Es uno de los lugares adonde Sydney y yo iremos en el futuro. ¿Esa presentación que va a ver conducirá a la multipropiedad a la que iremos de vacaciones?

—¿Has ido alguna vez a Waikiki? —pregunto—. Yo siempre he querido ir.

Sydney me mira con los ojos abiertos de par en par.

—¡Tienen multipropiedades en Waikiki! Vale, ahora sí que me apetece que mis padres compren. Incluso tienen unos apartamentos enormes donde podríamos organizar reuniones familiares cada vez que vayamos.

Waikiki. Acapulco. Cuando leí lo de mis vacaciones con Sydney, imaginé que estaríamos solos, tomando zumos de fruta y practicando el sexo en parajes exóticos. Ahora parece que nuestros viajes implican una casa abarrotada de familia. No quiero decir que no iría. Mientras pueda pasar tiempo a solas con Sydney, me apunto.

Más adelante, la carretera se va elevando hasta donde se cruza con las vías del tren.

—¿Sabes qué hay que cuando pasas por encima de las vías del tren? —pregunta Sydney.

—Claro —respondo.

Cuando el coche nota el impacto de las vías, ambos levantamos los pies del suelo.

—¡Tonto el último! —grito.

Sydney ríe mientras descendemos por el cambio de rasante.

—¿Cómo dices?

—Tonto el último —repito notando calor en la cara—. Lo sabe todo el mundo.

—No lo creo —dice Sydney sonriendo—. Todo el mundo sabe que levantas los pies y pides en un deseo.

Siento la tentación de preguntarle qué ha pedido ella, aunque quizá no quiero saberlo. O quizá sí, pero, si me lo cuenta, no se hará realidad.