45://JOSH

—¡Bombas fuera!

Un bocadillo cae del cielo y aterriza a mis pies. Tyson carga contra mí. Recojo el bocadillo y se lo lanzo por debajo. Lo atrapa como un balón de fútbol, gira en redondo y se deja caer junto al árbol del almuerzo.

—Te has estado guardando cosas —dice—. No me has contado que ayer fuiste a dar una vuelta en coche con Sydney Mills.

¿Cómo lo ha descubierto? No imagino a Emma diciéndoselo.

—¡La puñetera Sydney Mills! —añade.

—Te habría llamado para contártelo —digo—, pero anoche fue una locura.

Tyson se queda boquiabierto. En un golpe de efecto, cierra la boca acompañando con la mano el mentón y luego levanta la mano para que se la choque.

—¿Una locura con Sydney?

—No exactamente —digo.

Tyson baja la mano y empieza a desenvolver el bocadillo.

Si Sydney me hubiera besado, le habría devuelto esos cinco. Pero fue Emma quien me besó. En el momento en que nuestros labios se tocaron, retrocedí hasta punto en el que estaba hace seis meses. Fue el beso que quería en noviembre. Sentí como si todo lo que había vivido esta semana finalmente nos hubiera vuelto a juntar. Podíamos volver a empezar.

Entonces lo vi claro. No me estaba besando porque fuera yo. Tuvo esa oportunidad en otoño. Emma necesitaba algo que creara una arruga enorme, y no le importó si dañaba mi futuro. Peor aún, no le importó si me hacía daño a mí.

—La gente lleva toda la mañana preguntándose qué pasa entre Sydney y tú —dice Tyson—. Tío, ¿cómo has podido dejarme colgado así?

Da un mordisco enorme al bocadillo.

—¿Cómo se ha enterado todo el mundo?

—Su descapotable no pasa desapercibido —explica—. Sin ánimo de ofender, pero ¿qué hacías tú en el asiento del copiloto?

Así debe de ser vivir en la órbita de Sydney. Los demás están pendientes de todo lo que haces, y luego cuchichean acerca de lo que han visto. Aunque ahora me esté pasando a mí, no se trata de mí. Yo solo soy un satélite diminuto que se ve atraído por la fuerza de gravedad de Sydney.

Abarco el campo de fútbol vacío con la mirada. Si Emma pensase venir, ya estaría aquí.

Después del almuerzo, tengo Procesador de Textos I con el señor Elliot. En la clase hay tres mesas largas con varios ordenadores en fila. Presiono el botón verde del mío y me apoyo en el respaldo de la silla mientras se carga.

En mi mente se representan dos escenarios. En uno, Emma no ha venido al árbol a almorzar porque todavía está demasiado furiosa o avergonzada. En el otro, se ha ido a casa a investigar Facebook a solas. Sin embargo, como Kellan tampoco ha venido a almorzar, probablemente estén juntas. Por muy enfadada que esté, no puedo imaginarla metiendo a Kellan en esto.

El señor Elliot se acerca a mi ordenador y deja un papelito azul encima del teclado.

—Tienes que ir al despacho del director.

¿Otra vez? Pero ¿ahora por qué? En la nota veo mi nombre escrito justo encima de la firma de la secretaria. Las últimas clases del día tienen un círculo de tinta negra trazado alrededor.

Me entra la paranoia. ¿Y si el señor Elliot ha estado controlando el ordenador de Emma y sabe lo que hemos hecho? Un cerebrito de la informática tal vez sabría cómo hacerlo. Quizá por eso Emma no ha conseguido llegar al almuerzo. ¡A lo mejor la han pillado y no ha querido decir dónde estoy!

Con toda la calma que puedo, pregunto:

—¿Sabe de qué se trata?

—Lo único que sé —dice el señor Elliot rascándose unas escamas de un lado de la cabeza— es que puedes llevarte tus cosas porque no vas a volver.

Casi puedo visualizar a mis padres, con el entrecejo fruncido y los brazos cruzados, esperándome en el despacho del director. El psicólogo del instituto estará allí, y quizá también algún profesor de Física o de Historia para aportar su punto de vista. Emma y su madre estarán sentadas, y también Martin, con el aspecto de preferir estar en otro lugar.

«Jugar con el futuro… —dirá el director sacudiendo la cabeza con gesto de reproche—. ¿Tenéis idea de lo peligroso que es?»

Los profesores nos echarán un sermón sobre las potenciales repercusiones, no solo para nosotros, sino para el futuro de la humanidad entera.

—¡Ahí estás!

Sydney está de pie frente a la puerta del despacho sonriendo ilusionada. Lleva una camisa de color rosa claro con botones de arriba abajo, tejanos y unas sandalias. Se pone de puntillas y me dedica un peculiar saludo con la mano.

No puedo evitar sonreírle.

—¿Qué haces aquí?

Sydney señala el papelito azul que llevo en la mano.

—¿Te gusta la tarjeta consigue-usted-librarse-de-la-cárcel?

—¿Has sido tú?

Me guiña un ojo.

—De nada —responde, y entonces me coge el papel de la mano y abre la puerta del despacho.

La señora Bender, la secretaria, nos saluda desde detrás del mostrador.

—Lo único que necesito son los papeles azules y podéis iros.

Sydney se acerca al mostrador, y los tejanos se le ajustan a un cuerpo perfectamente moldeado.

—Aquí tiene, señora Bender.

Se vuelve hacia mí, se coge de mi brazo y me conduce hacia el pasillo.

—¿Llevas todo lo que necesitas? —pregunta—. No volveremos hasta que terminen las clases.

Me cuesta mucho centrarme notando su cuerpo tan cerca del mío. Además, los dos botones superiores de su camisa están desabrochados.

—¿Adónde vamos? —pregunto.

—¡A hacer recados!

Llevo los libros para los deberes de hoy en la mochila. No sé qué lecciones tendré que preparar para las clases de la tarde, pero puedo llamar a alguien y preguntarlo. Sigo sin saber por qué nos han dado permiso para irnos, por eso quiero marcharme antes de que alguien se dé cuenta de que ha habido un error.

Mientras salimos del edificio principal, Sydney me explica nuestra misión. Como presidenta del Consejo de Estudiantes, tiene que ir a elegir unas cuantas cosas para los actos de fin de curso. El vicepresidente era el encargado de acompañarla a esos recados, pero se ha torcido el tobillo en gimnasia y ha tenido que retirarse. Para ocupar su lugar, Sydney… ¡me ha elegido a mí!

—No sabía que el Consejo de Estudiantes tuviera tanto poder —digo—. ¿Puedes salir de clase siempre que quieras?

—Tienes que tener cuidado. Pero si el instituto lo considera una experiencia de aprendizaje, lo aprueban —cuenta Sydney—. Hoy tenemos que hacer muchos recados, por eso me he traído a este gamberro.

Da unos golpecitos al parachoques trasero de un Jeep Cherokee SUV negro.

—¿Es tuyo? —pregunto. El descapotable de ayer cuadraba más con su estilo.

—Es de mi hermana —dice—. Hoy nos hemos intercambiado el coche. Ella y su novio viven un poco más abajo de nuestra calle, así que no cuesta nada. Lo hacemos muchas veces.

Me dirijo al lado del copiloto y subo al coche. En el asiento que hay entre los dos veo portafolios con una lista de tareas.

—Abróchate el cinturón —dice al tiempo que arranca el motor—. Durante las próximas horas, tus músculos son míos.

Saco una tarjeta de visita en plata y negro de dentro del portavasos.

—¿Electra Design?

—Es una de las empresas de mi padre —dice Sydney—. Se dedica al diseño gráfico.

«Electra Design»

—Siempre está montando empresas —añade Sydney—. Mi madre le dice que es un adicto al trabajo y que tiene que contratar a más gente para que lo ayude.

Me contratará a mí. Algún día trabajaré en Electra Design… para su padre.

Entramos en el mismo centro comercial donde está GoodTimez Pizza, pero vamos hacia el otro lado. Sydney da marcha atrás, se mete en una plaza de aparcamiento que hay delante de Trophy Town y para el motor. Bajamos de un salto y la ayudo a subir la ventanilla trasera y a bajar la puerta de atrás. Ella se inclina hacia dentro para alisar la lona azul de la parte trasera y no puedo evitar ver lo que esconde bajo la camisa. Lleva un sujetador rosa claro, casi del mismo color que la camisa. Y Tyson se alegraría de saber que tiene unos pechos increíbles… y auténticos.

—El martes por la noche es la cena de deportes —dice Sydney mientras entramos en la tienda de trofeos—. Tenemos que elegir un montón de premios. Lo raro es que ya sé que ganaré un trofeo de tenis. Pero lo esconderé en el armario con los demás. Me parece muy narcisista poner trofeos por toda la habitación.

No le cuento que yo conservé mis trofeos de T-ball y de fútbol varios años después de haber dejado de jugar.

En el centro de la tienda hay un expositor de trofeos de tres pisos de altura. Hay varias columnas de distinto color para elegir en función de la altura y la configuración. Cada trofeo lleva encima una figurita deportiva en dorado: béisbol, baloncesto, bolos e incluso dardos.

Sydney revisa su portafolios con un lápiz.

—¿Has practicado algún deporte?

—Béisbol y fútbol cuando era pequeño —digo—. En secundaria, me puse en serio con el patinaje. ¿Y tú? Aparte del tenis, claro.

—Juego al fútbol en otoño.

—¿Eres buena? —pregunto, aunque sé que lo es. En plena temporada sale varias veces en la primera página de la sección de deportes del Lake Forest Tribune. Robando el balón, marcando un gol o corriendo con las manos levantadas.

—No lo hago mal —dice—. Pero no soy una loca del deporte como mis hermanas.

Un hombre bajo con gafas y entradas nos pregunta si somos del instituto. Sydney firma un albarán y él nos ayuda a cargar tres cajas de placas y trofeos en el maletero del SUV. Luego nos marchamos para ir a reservar unos arreglos florales.

—Mis hermanas jugaban al tenis en el instituto —explica Sydney—. Durante un tiempo ocuparon el primer y el segundo lugar de la lista del condado.

—¿Al mismo tiempo?

—Son tan competitivas entre sí que suena ridículo —dice, aminorando la marcha en un semáforo—. Son gemelas idénticas, pero se pasan el día discutiendo.

«¿Gemelas idénticas?»

—Lo más delirante —sigue explicando— es que las dos se han prometido con estudiantes de Derecho, y las dos planean casarse el verano que viene.

La primera vez que vi mi futuro tenía un hijo y dos gemelas idénticas. Las niñas se parecían mucho a Sydney. Luego tuvimos unos gemelos que se parecían a mí.

—Los gemelos idénticos se dan mucho en mi familia —dice—. Mi madre también tiene una gemela.

No contesto. ¿Qué puedo decir? «¿Sabes qué? Antes teníamos unas gemelas, pero las perdimos. ¿Por qué? Porque a Emma no le gustaba su marido y, por lo que parece, no se puede cambiar algo del futuro sin cambiar todo lo demás. Ahora, en cambio, resulta que tenemos gemelos. O al menos los teníamos ayer».

—Estás muy callado —dice Sydney.

Tiene razón. Debería estar hablando. Si quiero que ocurra algo entre nosotros, no puedo quedarme sentado pensando en el futuro. Necesito centrarme en el presente. Aunque un día nos casaremos, sé muy poco de ella. Desconozco cuál es su película favorita o adónde le gusta ir cuando sale. Ni siquiera sé qué le hace reír.

—¿Quieres tener hijos algún día? —pregunto.

Si Tyson fuera sentado detrás, me daría un capón.

Sydney sonríe mientras gira al llegar a la señal.

—Es una pregunta bastante extraña para una primera cita.

Sé que bromea al llamar estos recados primera cita, pero el simple hecho de que esas palabras le hayan cruzado por la mente significa, de alguna manera, que considera esto el inicio de una relación. ¡Y lo es!

Tras recorrer unas cuantas manzanas en silencio, le pregunto:

—¿Qué vas a hacer este fin de semana?

—Juego al tenis con mi madre y mis hermanas el sábado —dice—. Y luego, el domingo, vamos toda la familia, incluyendo a mi padre y a mis cuñados, a la cárcel para ayudar con el picnic.

Hay una cárcel a medio camino entre Lake Forest y Pittsburgh, aunque yo nunca he estado allí.

—¿Hacen picnics?

—Cada Día de los Caídos —explica Sydney—. Es trabajo de voluntariado. El año pasado cometí el error de llevar a Jeremy conmigo. ¿Conoces a Jeremy Watts?

—Me parece que no.

—Se graduó el año pasado —dice—. Es buena persona, pero puede llegar a ser un tanto insensible. Cuando fuimos, estuvo todo el tiempo fingiendo que era un recluso y susurrándome cosas como «¿Puedes pasarme la ensalada de macarrones? La cogería yo mismo, pero llevo puestas las esposas».

Miro por la ventana para que no adivine que estoy conteniendo una sonrisa.

—Ni siquiera llevan esposas.

Puedo imaginarme a Emma y a mí en esa misma situación. Si hubiera hecho yo ese chiste de las esposas, me habría pellizcado en el brazo y me habría dicho que me comportara, pero sus ojos la habrían delatado. Habría estado al borde de la carcajada.

Señalo la carretera que lleva a Sunshine Donuts.

—¿Quieres parar? Te invito yo.

Sydney mira hacia donde le señalo y frunce la nariz.

—Quizá luego.

Pasamos de largo, y veo retroceder el letrero de vivos colores por el espejo retrovisor.