37://JOSH

Mi padre descuelga el teléfono de su despacho y marca la extensión de mamá. Ella está a tan solo dos puertas, así que oigo cómo suena.

—Ya ha llegado —dice papá por el auricular.

El despacho de mi padre está igual que la última vez que fui. Es aburrido, soporífero. Algunos de sus mejores amigos enseñan historia, y en sus despachos tienen carteles llamativos, con citas guais, como «Los que no pueden recordar el pasado están condenados a repetirlo» y «La historia la escriben los vencedores». El único cartel que hay en la pared de papá es una foto en blanco y negro de un sociólogo calvo que examina sus gafas.

Mi madre cierra la puerta con suavidad y se sienta en la silla contigua a la mía.

—¿Por qué has llegado tarde al instituto esta mañana? —pregunta papá.

Sabía que pasaría. Cuando Emma y yo hemos llegado finalmente, pasaban diez minutos de la hora. Tenía la esperanza de que si los del instituto dejaban un mensaje en nuestro contestador, podría borrarlo antes de que mis padres llegaran a casa. Sin embargo, por lo que veo, sus números del trabajo son los primeros de la lista de contacto.

—Papá y yo te damos mucha libertad —dice mamá—. No te obligamos a coger el autocar, pero esperamos que llegues a clase a tiempo.

—Sabemos que no te has dormido —dice papá—. Se oía tu música cuando hemos salido.

—Me ha llevado Emma —explico—. Se nos ha pasado la hora. No volverá a ocurrir.

Papá tamborilea encima de la mesa con un dedo.

—¿Has olvidado mirar el reloj?

—¿Por qué se os ha pasado la hora? —pregunta ella—. ¿Estaba Emma en tu cuarto?

De esto era de lo que hablaba David. Antes de irse a la universidad, me advirtió de que nuestros padres se ponen más que sobreprotectores en lo que se refiere al sexo opuesto. Aunque al parecer no era el sexo opuesto lo que debía preocuparles en sí.

—Emma no estaba en mi cuarto —digo, lo cual no es del todo falso. En realidad, creo que se ha echado a reír de mis calzoncillos antes de que llegara a cruzar la puerta.

—¿Estabas tú en su cuarto? —pregunta mamá.

No debería tener que responder a esa pregunta. Nunca les he dado motivos para que no confíen en mí, y sin embargo actúan como si tuviera que informarles de todo lo que hago.

—Por si no lo habéis notado, ya no soy un niño pequeño. Incluso sé cruzar la calle yo solito.

—Eso es cierto —dice mi padre—. Y cuando eras un niño, dejábamos que te quedaras a dormir en casa de Emma. La diferencia es que sabemos que ahora ya no eres un niño.

—Eres un adolescente —dice mamá.

—¿De verdad? —exclamo—. ¡Uau!

Papá se inclina hacia delante.

—¿Por qué habéis llegado los dos tarde a clase?

Me apoyo en el respaldo y río entre dientes.

—Queréis saber si estábamos practicando el sexo, ¿no?

La voz de mi padre suena tensa.

—Eso no es lo que he dicho.

Mamá se lleva una mano al pecho.

—¿Lo estabais haciendo?

Me levanto y me echo la mochila al hombro.

—No, no practicábamos el sexo. Y si os lo cuento es para que no os dé un infarto. De todos modos, habéis imaginado una barbaridad de cosas solo porque he llegado unos minutos tarde al instituto.

—David nunca llegó tarde al instituto —dice papá.

—Y mira tú por dónde —replico alzando la voz—, ¡ha elegido una universidad que está a más de tres mil kilómetros de Lake Forest!

Mis padres se miran. No tengo nada más que decir, cojo el monopatín y me marcho.

El hombre del sombrero blanco de papel me pasa un cucurucho con dos bolas de almendrado. Con el helado en una mano, echo veinticinco centavos en la jarra de las propinas y me meto el cambio en el bolsillo. Me llevo la tabla fuera, me siento en un banco de madera y empiezo el cucurucho por los bordes.

Me aterra ver a mis padres luego. Aunque han sido ellos quienes han sacado el nombre de David en la conversación, yo no tenía que insinuar que se mudó a Seattle para poner tierra de por medio. Ni siquiera sé si es verdad…

Al otro lado de la calle de cuatro carriles hay un pequeño centro comercial con una tienda de cómics, una peluquería y una tienda de discos. Veo que un descapotable blanco entra en el aparcamiento.

¡Es el coche de Sydney! Sydney se mira en el espejo retrovisor y se recoge el pelo en una cola de caballo mientras la capota se cierra electrónicamente.

En uno de los bolsillos llevo su número de teléfono, anotado en un trozo de papel. Probablemente lleve el móvil en el coche justo ahora. En el otro bolsillo tengo monedas suficientes para hacer una llamada. Y junto a este banco hay una cabina.

No, esto es ridículo.

Me seco los labios con el dorso de la mano. Si llamo a Sydney para decirle que la estoy viendo, me tomará por un acosador. Además, si Emma tiene razón y está jugando a hacerse la interesante, no contestará el teléfono. Esperará a oír el mensaje que le deje, aunque no tengo ni idea de lo que voy a decir.

Veo que Sydney pasa por delante de la peluquería y abre la puerta de la tienda de cómics. ¿Le van los cómics? ¡Genial!

Me ha dado su número de móvil porque quiere que la llame, pero ¿y si es demasiado pronto? Llamarla en este momento podría estropearlo todo. Si vamos a estar juntos, tiene que pasar de una manera natural. Me subo a la tabla y me alejo patinando y lamiendo el helado para distraerme.

O quizá solo soy un gallina.

En la primera esquina, doblo las rodillas y giro a la derecha.

Si fuera a casa, habría seguido recto.