Lo que pensaba y lo que pienso

Hace no mucho tiempo, una tarde de verano, mi nieto Félix me preguntó: «¿Abuelo, tú por qué te hiciste político?». Esta pregunta tan simple me llevó a recordar el pasado, a revisar vivencias, a repreguntarme el porqué de las cosas.

Contaba al principio que el hombre anciano que escribe estas líneas fue hace muchísimos años un niño palentino, y también en parte santanderino, bilbaíno y zaragozano, un pequeño español de familia conservadora y monárquica, que asistió a los años más dramáticos de nuestra historia. En la España católica y de derechas a la que pertenecía mi familia, y por lo tanto yo mismo, vi con sorpresa y espanto algaradas, quemas de iglesias y conventos y luego múltiples e inconcebibles asesinatos, incluidos los de muchos religiosos. Y también hube de enfrentarme a otras realidades igualmente atroces. En mi provincia palentina, entre el 19 de julio y el 14 de agosto de 1936 hubo 103 muertes por paseos, enfrentamientos y otras circunstancias nunca aclaradas, y 294 fusilamientos por sentencias tras consejos de guerra. En fin, los asesinatos de mis dos tíos durante la guerra y los hechos ocurridos en Saldaña, cuando un obrero estuvo a punto de perder la vida, me impresionaron profundamente.

Aquellas impresiones infantiles ayudaron a decantar mi ideario. Pronto fui comprendiendo que la falta de entendimiento entre unos líderes políticos que fueron incapaces de todo diálogo y de encontrar fórmulas de convivencia, llevó al país a un clima irrespirable. Muchacho creyente, fervoroso incluso, veía pese a todo que en aquella España de la posguerra había dos clases de ciudadanos, los vencedores y los vencidos, y no me gustaba. No tema el lector, no voy a contar otra vez mi infancia y mi juventud, solo las he vuelto a traer a colación para explicar las raíces de una de las principales bases de mi manera de pensar, y ojalá que también sea de mi forma de ser: el amor al diálogo, el gusto por la negociación, el acuerdo.

Aunque había tenido algún pariente que se dedicó a la política, esta no era en el entorno familiar directo un tema de interés ni de debate. Creo que en mí se despertó la conciencia y el interés por la política en los años de universidad. Aquellos años de formación universitaria desarrollaron en mí una inquietud por la situación social y política existente, y quise canalizar ese interés con la participación más decidida, más activa. Las confrontaciones entre los seguidores del SEU y las juventudes monárquicas, dirigidas y encabezadas por hombres excepcionales como Joaquín Satrústegui y Jaime Miralles, y el ambiente universitario siempre efervescente fueron el caldo de cultivo para ir tomando posición frente al nacionalcatolicismo del régimen. Joaquín era el perfecto caballero, una gran persona, un gran señor de inquebrantable lealtad a sus principios monárquicos, y Jaime era la pasión, la fuerza, el tesón y, claro está, otro gran señor. Ambos fueron para mí modelo de conducta y entrañables amigos. Otra referencia inexcusable es la de Carlos Bru, que ha sido durante largos años presidente y alma del Movimiento Europeo, con el cual he mantenido y mantengo una fraternal relación.

Mi formación, no solo la universitaria, fue completándose con lecturas de autores como Maritain y Mounier, que me fueron conformando un ideario social cristiano. También impactó en mí la encíclica de Pío XI Mit brennender sorge, que condenaba el nazismo. La observación, las lecturas, los maestros me convencieron pronto de que el mejor sistema es el de libertades, y el Manifiesto de Lausana, como he contado, me inclinó hacia la tendencia familiar, es decir, la monarquía. Creo que su lectura impactó en mí de forma determinante y me llevó a la causa monárquica, a entender lo que debía ser el paso a una monarquía parlamentaria.

Desde el principio me pareció, y me sigue pareciendo pese a las convulsiones presentes, que la monarquía parlamentaria es el sistema que puede dar a nuestro país mayor estabilidad. Y así ha sido durante tres décadas, no lo olvidemos.

Allá por el año 1948, cuando se creó el Movimiento Europeo, los juanistas, con Satrústegui a la cabeza, teníamos reuniones en las que palpitaba ya la ilusión europeísta. Queríamos que, de la mano de don Juan, nuestra España se incorporase al movimiento naciente hacia una Europa más unida en paz, democracia y libertad. El continente se reconstruía tras una guerra tremenda, y nosotros también teníamos que reconstruirnos. De eso trataba el Manifiesto de Lausana. Y aunque don Juan cometió el desliz ya indicado con respecto al Congreso de Múnich, siempre tuvo a Europa en mente. Por ejemplo, en 1967, cuando en España se aprobaba la Ley Orgánica del Estado, el escritor José María Gironella le hizo un reportaje-entrevista en Villa Giralda, que publicó El Norte de Castilla, el periódico que dirigía Miguel Delibes. «Lo que se conoce habitualmente como Vieja Europa —decía don Juan a Gironella— tiene un significado propio, con posibilidades de futuro. Europa terminará consiguiendo su unidad tan pronto como sea posible establecer el puente necesario entre el pragmatismo inglés y el genio de Francia. Europa es, fundamentalmente, un mundo civilizado». El escritor contaba en su trabajo que don Juan se mostró claro partidario de la integración de España en una Europa unida: «Es absolutamente indispensable conseguir tal vinculación o de lo contrario caeremos en un aislamiento que podría sernos fatal».

Se puede ser cristiano y demócrata, y no necesariamente democristiano. Yo lo fui, como ha quedado claro en estas páginas. Desde mis primeros tiempos con los propagandistas, y gracias a las enseñanzas de los que entre ellos podrían considerarse más avanzados, me atrajo la democracia social cristiana, es decir, que aspiré a una mejor y más justa distribución de la riqueza. Quizá esta inclinación haya aumentado con el tiempo, porque en mi país y sobre todo en los países de la América hispana he podido ver el terrorífico y conmovedor espectáculo de la miseria, la opresión y la injusticia. Ya he dejado escrito, cuando hablaba de los jesuitas de la UCA y lo que aprendí de ellos, por lo que hoy, estoy en mejor posición para comprender esa posición política.

Lo que no entiendo, también creo haberlo dejado claro, es la tendencia a la revisión e impugnación de nuestra Transición. Me parece un gigantesco error. Creo que hay que mirar el pasado con ojos autocríticos y afán de concordia. Debe honrarse la memoria de cuantos fueron vil e injustamente asesinados en ambas retaguardias durante la guerra y en todo el país en la posguerra. También creo que es de justicia que los familiares de todas aquellas víctimas puedan recuperar sus restos y darles la sepultura debida; pero no creo que eso deba ser excusa para encender de nuevo las llamas del odio, sino todo lo contrario.

Que todo el mundo entierre y honre en paz a sus muertos y que todos miren hacia sí mismos con sentido crítico, para que aquel infierno no vuelva jamás. Eso buscó la Transición y lo consiguió durante treinta años que, con todos los defectos que se quiera, fueron muy fructíferos. Quizás se haya olvidado, tal vez las nuevas generaciones no lo sepan, pero los que vivimos aquel tiempo tenemos que proclamar una y otra vez que la recuperación de las libertades políticas fue un cambio inmenso, de tal magnitud que se puede decir que es el único proceso de la historia contemporánea de España que merece un juicio totalmente positivo. Transacción, consenso, acuerdo en las líneas básicas de un sistema político homologable a cualquiera de los de Europa: con esos mimbres nació una nueva cultura democrática, inédita en España, llena de pragmatismo e impulsada por un deseo, creo que apasionado, de no repetir los errores de otros tiempos y de construir sin traumas un marco de convivencia para todos los españoles.

Que todo esto se cuestione y que haya voces que quieran aprovechar la crisis económica y política y ciertas faltas de ejemplaridad de las instituciones para cambiar el marco constitucional me parece un error. Y me duele, lo confieso. Veo con aprensión la deslealtad a las instituciones comunes de algunos sectores de la izquierda y la derecha, y sobre todo de los nacionalistas. En mi larga trayectoria política tuve relación con nacionalistas catalanes y vascos. Todavía me siento amigo de algunos de ellos. Pero no comparto ese empeño en separar y separase, y sobre todo no comprendo la falta de fidelidad, de lealtad a los grandes acuerdos básicos, elementales, tan necesarios como lo es el aire para respirar, a los que llegamos hace tantos años, cuando compartíamos, valores democráticos en la lucha por acabar con la dictadura.

Cuestionadas la Constitución, la monarquía y la unidad nacional, metidos como estamos en una enorme crisis económica, política e institucional, el lector comprenderá que no puedo ser demasiado optimista en esta primavera de 2013, cuando voy terminando la escritura de mis memorias. Quizás deba recurrir al clásico y decirme aquello de «contra el pesimismo de la inteligencia, el optimismo de la voluntad».

Mi paso por la embajada en El Salvador me permitió conocer una realidad distinta y contrapuesta. El mundo diplomático. La revolución y las guerrillas. La teología de la liberación, la Iglesia de los pobres. Fue algo que viví de cerca, y me dio a conocer la entrega de los hombres comprometidos con la solidaridad humana. Me impactaron. El anuncio del actual papa Francisco sobre la reactivación de la beatificación de monseñor Romero, por encima de cualquier motivación política, me parece esperanzador en la línea social de la Iglesia y en cierta forma resucita en mí una esperanza que se había ido apagando.

De mi paso por el Defensor del Pueblo guardo una memoria positiva, pues me permitió conocer en radiografía los problemas de la sociedad española. Sería necesario que su magisterio moral tuviera una mayor eficacia, dotándole de una cierta fuerza ejecutiva.

Mi idea de Europa, de la Europa de las libertades, ha sido una de las constantes en mi vida política. Cuando asistí en 1986 en Madrid a la firma del tratado de adhesión de España a la Comunidad Económica Europea sentí una inmensa alegría, pues era la consecución de una meta. Algunos dirán que Europa ahora solo es un ente económico, en el que se dirimen cuotas de poder, un mercado de intereses, pero cuando estábamos al margen, faltos de libertades, era una meta anhelada e incomparable.

Mi compromiso con la causa monárquica ha sido uno de los pilares de mi pensamiento y de mi actividad política. He creído siempre en una monarquía parlamentaria representada en la persona de Juan III. El devenir político y las circunstancias no lo hicieron posible. Pero quiero destacar que el rey Juan Carlos, ha desarrollado una labor fundamental para el asentamiento de la democracia en España y es de justicia confirmarlo.

En cuanto a mi ideario demócrata cristiano diré que se ha ido atenuando con el paso del tiempo, por mis propias vivencias personales y por las vicisitudes de una idea que políticamente nunca terminó de calar en la mentalidad hispana. Creo que tenemos un sistema político consolidado. Sin embargo, aún hay reformas pendientes. Reformas necesarias, pues el transito democrático ha acreditado la conveniencia de actualizar distintos problemas para adecuarlos a la realidad presente.

En relación con la Constitución de 1978, creo que no es un cuerpo jurídico inmutable, no debe tenerse temor a su revisión y se debería reformar en lo que se considere conveniente. Creo necesario en la actualidad garantizar el Estado, revisando las competencias de las autonomías.

La realidad de estos treinta y seis años ha demostrado la necesidad de un funcionamiento más democrático de los partidos políticos. Percibo un desapego de la población en relación a los mismos. Son parte esencial del sistema democrático, pero se han desarrollado como estructuras de poder que todo lo dominan y evidencian unas carencias que el tiempo ha destacado. La introducción de primarias para elegir a los candidatos, una mayor democracia interna, y un control auditor independiente de sus cuentas, entiendo que producirían una mayor confianza de la ciudadanía en la política y en los políticos.

Se hace evidente la necesidad de una actualización de la ley electoral. Dentro del actual sistema se debería corregir la falta de proporcionalidad y la ausencia de mecanismos de control a los diputados elegidos. Para ello se debería buscar alguna fórmula mediante la que se recupere la proporcionalidad, y sobre todo debería buscarse un sistema con listas abiertas, que permita el control de los candidatos. Deberían existir controles suficientes para evitar la tendencia del poder al abuso; para ello los órganos de control, imprescindibles siempre, deben ser reforzados para que cumplan su misión correctamente. Así, el Tribunal de Cuentas debe ser dotado de fuerza ejecutiva y de mayor capacidad.

En el orden penal creo necesario el establecimiento de la prisión permanente revisable, para los delitos más graves que determine la ley.

En estos tiempos de grave crisis económica, de confrontación permanente entre los partidos políticos, echándose siempre las culpas con el recurrente «y tú más», se deberían volver a superar las diferencias por el bien común, deberíamos regresar al consenso, a la acción concertada, al espíritu de la concordia que animó y alumbró la Constitución.

Pienso que hemos avanzado enormemente, hemos recorrido una ardua senda, conseguimos libertades, justicia social, democracia plena, nos dotamos de una Constitución, fuimos referencia del mundo por una Transición democrática ejemplar, pero queda aún mucho por avanzar, mucho por desarrollar. Sin embargo, los cimientos son sólidos y el edificio es resistente. En otros queda ya la responsabilidad.

A lo largo de mi vida y de mi actividad política he vivido muchas experiencias, he conocido a muchas personas, he asistido al paso de una dictadura de tantos años a la democracia, fui testigo de actos de la máxima relevancia, participé en las primeras elecciones en libertad, asumí responsabilidades en puestos de alta representación. Nunca pensé en mi juventud que la vida me llevaría por estos derroteros. Aún a veces me asombro de todo ello.

He intentado mantener a lo largo de mi vida la coherencia y la integridad, en el plano personal y en mi ideario político. Como todos he experimentado una evolución. Las experiencias vividas, las vivencias personales y políticas, influyeron en mí sin duda, pero creo haber mantenido una línea vital y política consecuente.

Ahora ya no estoy metido prácticamente en nada, salvo la vida familiar. Mis hijos desarrollan sus actividades profesionales y formaron sus respectivas familias. He tenido cinco nietos. Las dos mayores, Patricia y Sara, finalizaron sus estudios y están abriéndose camino en el mundo laboral. Los dos chicos, Félix y Fernando, todavía no han completado su formación, y la pequeña, Carlota, de once años, es una niña inteligente y muy graciosa.

A todos ellos los veo con la mayor frecuencia posible, y también a los hijos de Luisa: José Luis, economista y consejero delegado de Diario Crítico, y Juan Manuel, abogado y asesor de empresas. Los nietos de Luisa, José Luis, Piki, hijo de José Luis, y Manuel e Ignacio, hijos de Juan Manuel, me llaman abuelo. ¿Qué más puedo pedir?

Llegado su momento me pareció que la casa de mis padres en La Valdavia, Palencia, debía ser para mis hijos, de modo que se la cedí y ahora es residencia veraniega de todos ellos. Allí veranean y yo voy con Luisa a una casa que le regalaron sus padres, también en Palencia, escenario de tantos recuerdos.

Las relaciones familiares son, como se ve, similares a las de tanta gente. Mi hijo Ramón está al frente del Tribunal de Cuentas en una época de gran exigencia hacia esa institución que necesita ponerse al día de crónicos retrasos. Cuando le veo, que es con frecuencia, pues todos solemos vernos cada semana, le animo para que dé lo mejor de sí mismo.

Perdí al mayor de mis hermanos, José María, que fue magistrado del Tribunal Supremo y falleció el 15 de enero de 1992. El menor, Gerardo, ingeniero de caminos ya jubilado, es un hombre de gran espíritu religioso y me llevo de maravilla con él. Todas las semanas quedamos para pasear, cambiar impresiones y contarnos nuestras viejas historias. Los viernes o sábados nos vemos con los hijos y sus familias. La relación con todos es intensa y cariñosa.

Por lo demás, hago alguna gestión jurídica que se me pide; charlo, leo lo que puedo, que no es mucho a causa de una mácula degenerativa que me obliga a usar un aparato óptico, y también oigo alguna conferencia, pese a que tampoco estoy muy bien del oído. De cuando en cuando acudo a alguna reunión de los propagandistas, sin especial entusiasmo porque también de eso estoy, creo que ha quedado en evidencia, un poco desilusionado. Lo dicho, con cierta melancolía recurro al optimismo de la voluntad, o expresado a la manera cristiana, a la fe y la esperanza cuando la razón nos lleva por otros caminos.

Al final debo contestar la pregunta de mi nieto Félix y le digo: Félix, perseguía unos ideales, seguí mi impulso; cometí errores; en ocasiones dudé, también acerté, pero hoy, con la perspectiva del tiempo ya pasado, creo que hice lo que debía hacer, luchar por mis creencias.

La España que soñé
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