Ley de Política Lingüística: el Defensor asediado

También me ocuparon los informes, las memorias anuales presentadas ante el Parlamento. Creo que fueron eficientes estudios de la realidad del trato que la Administración española daba a los ciudadanos... Pero todo quedó velado por un asunto que aún hoy me produce desazón: la política lingüística catalana.

Me llegaron muchas quejas a propósito de aquella ley aprobada por el Parlamento catalán que entró en vigor en abril de 1998, y todas ellas iban acompañadas por la petición de que interpusiera recurso de inconstitucionalidad. Nunca supe muy bien por qué se hacían esas peticiones al Defensor del Pueblo y no a los partidos, por poner un ejemplo de otras entidades facultadas para recurrir. ¿En aquel tiempo ya se desconfiaba de los partidos? No lo sé, pero el caso es que me cayó a mí la papeleta, que era compleja.

No sé si ahora seguirá dándose el fenómeno, pero desde luego en aquella época los partidos y otras organizaciones abusaron del recurso al Defensor del Pueblo, aun cuando eran conscientes de que nos pedían cosas que no eran de nuestra competencia. Así lo dije en una de mis últimas comparecencias parlamentarias, presentando el informe de 1998. Aclaré a sus señorías que el 70 por ciento de las quejas que nos llegaban no eran admisibles porque excedían nuestras atribuciones, y añadí:

«Al decir esto quiero señalar que ese 70 por ciento de quejas que son registradas pero que no son tramitadas se debe, en primer lugar, no solo (y pienso que así es) al desconocimiento de los ciudadanos respecto a la competencia que tiene el Defensor del Pueblo, sino que también tenemos además aquellas otras quejas planteadas (y recientemente acabamos de recibir algunas) por personalidades, por grupos políticos, por grupos sindicales que, señorías, de alguna manera tenemos la sensación de que utilizan a la institución del Defensor del Pueblo como simple plataforma de publicidad. Acuden al Defensor del Pueblo para que se sepa a través de los medios de comunicación que han acudido al Defensor del Pueblo. Entiendo que los partidos políticos, los sindicatos, los grupos de tipo social o personalidades de la vida pública no pueden ignorar cuáles son los límites de la competencia del Defensor del Pueblo y, sin embargo, acuden al Defensor del Pueblo a conciencia de que les tenemos que contestar, en la mayor parte de los casos, que se trata de asuntos ajenos a la competencia del Defensor del Pueblo, que no está efectivamente en el orden de nuestras posibilidades entrar dentro de las jurisdicciones, y eso se repite una y otra vez. Para nosotros es lamentable, y en ese sentido tengo que señalar que exclusivamente el 30 por ciento de aquellas quejas que nos llegan a la institución son quejas que podemos admitir a trámite. Este es un dato que me parece sumamente penoso».

Pedí cuatro dictámenes jurídicos a profesores de Derecho Constitucional, y también a Miguel Herrero y Rodríguez de Miñón, letrado del Consejo de Estado y uno de los redactores de la Constitución. El informe de Miguel decía que no encontraba motivo de inconstitucionalidad en la ley catalana. Era una opinión sólidamente fundada, porque Miguel es un brillante jurista, pero también es conocida su vinculación con las tesis nacionalistas. Pero los otros tres informes, tan bien razonados y sustentados como el de Herrero, decían que sí había razones para recurrir. Ante este resultado de tres contra uno me dispuse a preparar el recurso de inconstitucionalidad.

En cuanto trascendió la noticia de que íbamos a recurrir recibí una primera llamada de mi buen amigo Antón Cañellas, al que conocía bien por las aventuras demócrata cristianas narradas en este mismo libro. Antón era el Sindic de Greuges, el Defensor del Pueblo autonómico de Cataluña. Estaba alarmado, me reprochaba no haberme puesto en contacto con él y me venía a decir que recurrir esa ley era una barbaridad política que causaría graves trastornos. Estaba muy molesto. Le expliqué que había solicitado cuatro informes y pensado mucho el asunto, y que era a mí a quien se habían quejado las personas, no al defensor catalán. No quedó convencido y me pidió un encuentro para cambiar impresiones sobre el problema, cosa que acepté de inmediato porque era un viejo amigo y además la suya era una propuesta razonable.

Fui a Barcelona para hablar con él y en el aeropuerto del Prat me estaba esperando un representante del honorable Jordi Pujol, a quien también conocía de la época de la oposición al franquismo. En el trayecto del aeropuerto a la ciudad el representante de Pujol me atosigó con consideraciones alarmadas sobre el recurso que iba a interponer. Lo calificó de bomba atómica. Como al propio Cañellas, con el que tuve una larga conversación, le dije que había estudiado el asunto y que lo seguiría estudiando, que no quería causar problemas graves, pero que, sobre todo, tenía que ejercer mi función de defensa de los derechos de los ciudadanos.

Hablé igualmente con Durán y Lleida, otro antiguo conocido. Me dijo que le parecía que era una ley que no debió llevarse nunca al Parlamento, pero que una vez en marcha no podía tocarse. Decía que si era declarada inconstitucional se abriría una crisis de Estado.

Con todas estas presiones en la mochila volví a Madrid, dispuesto a pensar de nuevo el asunto. Convoqué la Junta de Coordinación del Defensor, formada por los dos adjuntos, el secretario y el propio defensor. Uno de los adjuntos, Antonio Rovira, profesor de Derecho Constitucional y catalán, decía que no veía motivo de inconstitucionalidad en la ley de inmersión, y que en todo caso quería dejar constancia de su opinión contraria al recurso. Pero los otros, es decir, el secretario y el otro adjunto, Antonio Uribarri, hombre de gran sensatez y experiencia, de acuerdo con los informes de los expertos consideraban que sí había motivo para recurrir. A la vista del resultado de esta reunión encargué que se redactara un primer borrador del recurso. Y entonces se desencadenó la gran tormenta.

El 19 de junio de 1998 aparecía en el diario El País la crónica de mi comparecencia parlamentaria, que reproduzco porque creo que refleja lo enconada que era ya en aquel tiempo la resistencia nacionalista a que se amparasen los derechos de los ciudadanos que se sentían perjudicados por la ley de inmersión, que, por lo demás, yo entonces no rechazaba al cien por cien:

ÁLVAREZ DE MIRANDA AFIRMA QUE ES PARTIDARIO DE UNA DISCRIMINACIÓN POSITIVA A FAVOR DE LA LENGUA CATALANA

(Viene de la página 1). El Defensor del Pueblo dijo que recibía quejas «tanto de castellanohablantes como de catalanoparlantes» por la aplicación de la ley. Álvarez de Miranda no quiso ofrecer detalles de las quejas recibidas porque dijo que «son confidenciales». El Defensor del Pueblo acudió ayer al Congreso para presentar su informe anual referido a 1997. No hizo la más ligera mención al problema de la ley de normalización lingüística, pero en el turno de fijación de posición la diputada de Convergència i Unió (CiU) Mercè Amorós dedicó la última parte de su intervención a criticar con dureza al Defensor del Pueblo. Para la diputada, Álvarez de Miranda no ha actuado «con la necesaria objetividad» y, en opinión de su grupo, no se entiende «cómo puede hablarse de un planteamiento objetivo acerca de unas quejas que todavía no hemos recibido y de las que, por tanto, no tenemos conocimiento». La portavoz de CiU mantuvo su tono firme al exigir al Defensor del Pueblo «que actúe con la reserva y la discreción a los que la ley le obliga, mientras no se haya completado la tramitación y la resolución de cualquier queja; solo así —aseguró— cuando se presente en esta Cámara, será el momento del debate». En su intervención en el Congreso, Álvarez de Miranda afirmó que él es partidario de «una discriminación positiva a favor de la lengua catalana, para aumentar su uso donde estuviera en desuso» y explicó que ha procurado actuar «con estricta neutralidad e independencia, defendiendo a unos y a otros». El Defensor del Pueblo dijo que esperaba «de una manera prudente y razonada a tener una visión y una panorámica suficientemente amplia para hacer una valoración del problema».

Jamás en mi vida me he visto tan presionado como en aquellos días. Me acuciaron desde todos los lados, desde todos los partidos, con mensajes del máximo nivel, diciéndome que no interpusiera el recurso. Mi amigo Cañellas, compañero de fatigas en las luchas antifranquistas, parecía de pronto extrañamente enfadado conmigo por intentar que se cumpliera la Constitución. Felipe González me llamó desde Tánger. En la misma víspera del día en que iba a presentar el recurso, José María Aznar me mandó recado con un enviado personal, que no citaré porque es un gran amigo y ya no viene al caso. El presidente y yo habíamos tenido no mucho antes una reunión con algunas otras personas en la que le expresé mi preocupación por el asunto. Él me había dicho en aquel encuentro que yo tenía que hacer lo que me pareciera. Y hasta lo repitió con énfasis. Sin embargo, allí estaba el recadero con su recado. Desde Europa me llamó Marcelino Oreja, también convencido de que el recurso abriría poco menos que las puertas del infierno. Solo La Zarzuela, justo es decirlo, se mantuvo al margen, no me dijo nada. De todos los demás sitios me llovieron alarmas, recomendaciones, presiones.

Para intentar solucionar el conflicto se me ocurrió una fórmula intermedia: en vez de presentar el recurso podría mandar recomendaciones con todos los argumentos de los expertos que avisaban de los puntos en que la ley pudiera ser inconstitucional. Es decir, los argumentos que hubiera empleado en el recurso los convertí en recomendaciones a los presidentes de la Generalitat y de la Asamblea Catalana para que no se incumpliera la Constitución.

Las recomendaciones tomaron forma en el documento «Resolución del Defensor en relación con la Ley de Política Lingüística enviada al Presidente de la Generalitat de Cataluña», de fecha 8 de abril de 1998. Incluyo en estas páginas un amplio resumen, porque la resolución pone en evidencia que, si bien finalmente no recurrí al Constitucional por acertado o equivocado sentido de la responsabilidad, me daba cuenta de que la ley presentaba problemas muy serios. Tras los habituales formulismos propios de la prosa oficial, empezaba comunicando al honorable Pujol que no interpondría el temido recurso, aunque sí veía claro que la ley debía cambiarse:

Tras analizar las alegaciones contenidas en los diversos escritos remitidos a esta institución y habiendo oído el informe que la Junta de Coordinación y Régimen Interior ha emitido de conformidad con lo previsto en el artículo IS.l.b) del Reglamento de Organización y Funcionamiento del Defensor del Pueblo, en su reunión celebrada el día 1 de abril de 1998, este Defensor del Pueblo resolvió no interponer recurso de inconstitucionalidad contra ninguno de los preceptos de la ley de referencia.

No obstante, y habida cuenta de lo que luego se dirá, se ha considerado conveniente hacer uso de la facultad que al titular de la institución le viene conferida por los artículos 28.2 y 30.1 de la Ley Orgánica del Defensor del Pueblo, para formular sugerencias de modificaciones legislativas y recomendaciones para la adopción de nuevas medidas en relación con el desarrollo de determinados preceptos de la ley.

[...].

En líneas generales, debe señalarse que durante el examen de la ley se han planteado dudas sobre la constitucionalidad de varios de sus preceptos.

La primera consideración que me sentí en la obligación de hacer era que disponer la obligatoriedad del conocimiento del catalán no es conforme a la Constitución:

Debe plantearse como primera cuestión si cabe en el actual marco constitucional la imposición de un deber general de conocimiento de la lengua catalana, ya sea actual o de futuro, predicable para todos los ciudadanos de la Comunidad Autónoma en su condición de tales.

El apartado 1 del artículo 3 de la Constitución, tras señalar al castellano como la lengua española oficial de Estado, determina que «todos los españoles tienen el deber de conocerla y el derecho a usarla». Esta precisión no se incluye en el número 2 de dicho artículo cuando se trata de la oficialidad de las demás lenguas españolas en el territorio de las respectivas Comunidades Autónomas. De ahí debe extraerse la consecuencia —en conformidad con el principio jurídico que pide que el establecimiento de deberes se haga de forma explícita— de que no existe un deber constitucional de conocimiento de las lenguas que sean cooficiales en cualquiera de las autonomías españolas.

Esta interpretación queda afianzada por la consulta de los trabajos parlamentarios que prepararon la Constitución. De ellos resulta, de forma inequívoca, que el legislador constituyente valoró la posibilidad de establecer el deber de conocimiento de las lenguas cooficiales para los residentes en los territorios autonómicos que las tuvieran, y que decidió no incorporar al texto ese nuevo deber.

[...].

Conocido el criterio constitucional no parece posible mantener que por la vía de los Estatutos de Autonomía pueda imponerse ese deber de conocimiento de una lengua distinta del castellano a todos los ciudadanos residentes en el territorio de una comunidad. Y ello, según entiende este Defensor del Pueblo, a pesar de la relevancia que los Estatutos de Autonomía tienen en orden a la configuración del régimen jurídico de la cooficialidad lingüística (STC 82/1986, FJl). La explícita decisión en sede constituyente y la necesidad de hacer una interpretación de todo el ordenamiento jurídico conforme a la Constitución conducen a negar la posibilidad de que el deber de conocimiento de una lengua autonómica pueda establecerse por vía estatutaria.

La segunda recomendación procuraba dejar claro que el concepto de cooficialidad de la lengua atañe a las instituciones, pero no puede utilizarse como medio para vulnerar los derechos de las personas:

Pasando a otro asunto, puede afirmarse que el uso de la lengua, como derecho y eventualmente como deber, requiere enfoques muy diversos según se refiera a personas físicas y jurídicas privadas o a personas, entidades o instituciones públicas, especialmente, en este último caso, cuando se trata de una lengua oficial.

En general y sin entrar en mayores precisiones, la cooficialidad de la lengua catalana y el correlativo derecho de uso que corresponde a los ciudadanos de Cataluña, no solo justifica, sino que impone su empleo por parte de las instituciones y entidades públicas —en sentido amplio— radicadas en la Comunidad Autónoma. Sin embargo, cuando se alude al uso de la lengua por parte de los ciudadanos particulares o, mejor dicho, por las personas físicas y jurídicas de carácter privado en sus relaciones mutuas y no en el ámbito de lo oficial, el enfoque varía radicalmente. Aquí la regla es la libertad, y el uso de la lengua —cualquier lengua, en último término— es, en todo caso, un derecho y no un deber o una obligación. Efectivamente, el constituyente —y el legislador orgánico, en su caso— solo pueden declarar una lengua oficial; pero el legislador únicamente estará habilitado para entrar en el ámbito privado cuando esa intromisión sea absolutamente necesaria para hacer viables las consecuencias generales del principio de cooficialidad.

No me oponía abiertamente al resbaladizo concepto de «lengua propia», pero ya en aquellas fechas venía a dar, con toda la prudencia que se quiera, la voz de alarma sobre los peligros que encierra:

Porque el concepto de lengua propia formulado por la ley no podría justificar una intromisión en la esfera privada. La lengua oficial busca establecer un código común que haga posible la comunicación con el conjunto de los ciudadanos, pero la «lengua propia», en su sentido de lengua natural de una comunidad o de un territorio, no se puede imponer a los ciudadanos en virtud de una disposición normativa. Muy al contrario, cada uno de ellos debe tener la más absoluta libertad para usar la que le resulte, aquí en su sentido más estricto, propia. Y de esa pertenencia de la lengua al individuo o al territorio no debieran derivarse en ningún caso restricciones a la libertad.

Tampoco resultaría admisible que se desvirtuase el concepto de «lengua oficial» —esto es, lengua en la que van a actuar los poderes públicos en sus actuaciones internas, interinstitucionales y en sus relaciones con los ciudadanos— para, desde la forzada aplicación de ese concepto, entrar a regular aspectos que deben regirse por un principio esencial de libertad. Si esto llegara a realizarse, se habría liquidado el concepto de «lengua oficial» y se pasaría al de «lengua obligatoria» en ejecución de un modelo de ordenación lingüística que estaría en contradicción con el diseño constitucional de respeto a los derechos y libertades vigente en la actualidad.

Las recomendaciones tercera y cuarta, en fin, se orientaban a corregir los excesos de la ley en lo referente a su ámbito territorial:

Otra cuestión de carácter general, imprescindible para el análisis de los preceptos de la Ley de Política Lingüística de Cataluña, es la que hace referencia al alcance y significado del régimen de cooficialidad del catalán y del castellano en el territorio de esa Comunidad Autónoma.

[...].

Se vulneraría la cooficialidad lingüística cuando una de las lenguas quedase jurídicamente excluida de la actuación cotidiana de las instituciones públicas en la Comunidad Autónoma. El estatus de lengua oficial en el vigente modelo constitucional y estatutario de cooficialidad lingüística no puede considerarse satisfecho solo permitiendo que los ciudadanos hagan libre uso de dicha lengua en sus relaciones con las administraciones e instituciones públicas. Ese estatus impide, en un sentido negativo, que se imponga el uso de una sola de la lenguas cooficiales como única lengua de las instituciones, tanto en su ámbito interno como en las constantes relaciones que una administración debe mantener con las demás administraciones públicas. Y al mismo tiempo exige, en un sentido positivo, que cada lengua cooficial disponga de un espacio propio, posible y ejercitable, tanto en el ámbito interno como en el interadministrativo, y el externo de relaciones con los ciudadanos.

Por otro lado, resultaría constitucionalmente cuestionable la utilización del concepto de «lengua propia», otorgándole legalmente una sustantividad jurídica superior al de «lengua oficial», para pretender justificar una posición superior del catalán respecto al castellano.

Para este Defensor del Pueblo resulta legítimo que la comunidad catalana desee primar el uso del catalán en determinados ámbitos públicos, no solo por su carácter de lengua propia de Cataluña y por el deber que afecta a las autoridades públicas de promover y fomentar su conocimiento y su uso, sino también por la necesidad de establecer una transitoria discriminación positiva a favor de esa lengua para permitir su definitiva consolidación (STC 337/1994, FJ7). Este objetivo, que encuentra su razón de ser en el propio párrafo tercero del artículo 3 de la Constitución, hace permisible un tratamiento favorable del catalán en algunos ámbitos. Pero este trato más favorable no podría hacerse sin la debida ponderación; ni podría tampoco tener como resultado la imposición de un deber de utilización de una sola de las lenguas, o la preterición de la otra, puesto que se hurtaría así su carácter cooficial.

Como medidas aceptables de discriminación positiva, cabe entender los términos «normal», o las expresiones «al menos», «como mínimo» y otras análogas, referidas a la utilización de la lengua catalana en el ámbito oficial y público. Tales expresiones pueden considerarse constitucionalmente correctas, salvo que se interpretaran en un sentido que resultara excluyente del castellano.

La cooficialidad exige, en todo caso, que ambas lenguas puedan emplearse indistintamente y de manera normal y habitual en el ámbito de lo público; y corresponde a los poderes públicos garantizar ese uso normal y habitual.

[...].

Tanto la cooficialidad de las lenguas españolas distintas del castellano en las respectivas Comunidades Autónomas, como las competencias que a estas asigna la Constitución y sus Estatutos de Autonomía, se rigen en su ejercicio y efectos por el principio de territorialidad.

[...].

En ambos preceptos se alude al «ámbito lingüístico catalán», que aunque no se define, pudiera pensarse que fuera algo distinto —y más amplio— que el territorio de la Comunidad Autónoma, ya que de otro modo el uso de tal expresión resultaría innecesario.

[...].

De realizarse una tal interpretación de los preceptos comentados, se estaría incidiendo, en primer lugar, en situaciones jurídicas individuales de ciudadanos no residentes en Cataluña. De ello se podría derivar una lesión para los derechos de los ciudadanos residentes en otras Comunidades Autónomas, pues cuando reciban comunicaciones, notificaciones, facturas y demás documentos de tráfico redactados en catalán, pueden alegar válidamente el desconocimiento de esta lengua. Y en nada mejora la situación el que la ley les habilite para solicitar que estas notificaciones, y demás documentos, les sean remitidos en castellano, ya que no siendo residentes en la Comunidad Autónoma, ni tratándose de situaciones que hayan de regirse por el estatuto personal o por otras normas de extraterritorialidad, también podrían alegar válidamente el desconocimiento de la ley. Sobre este asunto no hace falta razonar in extenso la necesidad de acomodar toda previsión legal al principio de seguridad jurídica garantizado por el artículo 9.3 de nuestra Constitución.

En consonancia con todas estas y otras consideraciones, en mi documento acababa recomendando que se cambiase la ley en una serie de apartados para corregir sus defectos. Y terminaba de esta forma:

Asimismo, y con carácter general, se hace preciso RECOMENDAR que en el desarrollo normativo de la Ley de Política Lingüística, o en la aplicación de la misma, no se adopten medidas que, de una u otra forma, presupongan la existencia de un deber general de conocimiento de la lengua catalana, predicable de los ciudadanos residentes en Cataluña. De igual manera, que todos los preceptos de la Ley de Política Lingüística, así como la normativa llamada a desarrollarla, se interpreten en un sentido que no resulte excluyente de la lengua castellana, ni que tenga como consecuencia la preterición de la misma.

Este Defensor del Pueblo desea dejar patente que, en el uso de sus atribuciones y en el cumplimiento de sus deberes constitucionales, seguirá con particular interés el desarrollo normativo y la aplicación de la Ley de Política Lingüística para comprobar si la interpretación que se haga de sus preceptos resulta constitucionalmente correcta. En el caso de apreciarse que la aplicación de la ley se desvía de dicha interpretación, este Defensor del Pueblo acudiría, cuando así procediera y de conformidad con lo establecido en los artículos 162.1.b) de la Constitución y concordantes de la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional y de la Ley Orgánica del Defensor del Pueblo, a la vía del recurso de amparo ante el Tribunal Constitucional, para obtener la mejor garantía de los derechos y libertades de los ciudadanos.

De otra parte, pongo en conocimiento de V. E. que con esta misma fecha se sugiere al Parlamento de Cataluña la aprobación de la correspondiente norma que modifique la Ley 1/1998, de Política Lingüística, con el contenido y alcance expresados en los párrafos anteriores.

En la seguridad de que las medidas sugeridas serán objeto de la atenta consideración de V. E. y agradeciéndole de antemano su respuesta, le saluda atentamente, aprovechando la ocasión para expresarle el testimonio de su consideración más distinguida,

Fernando Álvarez de Miranda Torres

En esas estaba cuando vino a verme Jordi Pujol, quien me dijo que las recomendaciones serían estudiadas porque las encontraba interesantes. Me agradeció que no presentara el recurso, volvió a asegurar que verían con atención los escritos del Defensor del Pueblo y remató preguntándome, con alguna ironía:

—¿Te han presionado mucho?

—¡Hombre —le respondí—, el primero que me ha presionado eres tú!

No presenté el recurso, cediendo a la tormenta de presiones que cayó sobre mí, y a la sensación de soledad ante lo más cualificado del ámbito parlamentario.

La España que soñé
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