Días de furia y sangre

Una hermana de mi padre vivía por la zona, en el pueblo de Saldaña. Estaba casada con un diputado de la CEDA, Ricardo Cortes Villasana, un hombre muy comprometido con el sindicalismo agrario de inspiración católica. Con motivo de la reunión de la Diputación Permanente del Congreso para tratar el asesinato de José Calvo-Sotelo fue convocado a Madrid en aquellos días de julio de 1936 y ya nunca regresó a Palencia, al ser asesinado en Madrid. Allí, en la zona del río Carrión, entre Guardo y Saldaña, nos quedamos, pues, con sus hijos, mis primos, trágica y repentinamente huérfanos de padre.

También fue asesinado en Madrid, por las milicias socialistas, un hermano de mi madre, Fernando, persona de gran bondad y sencillez que trabajaba como abogado en la Casa de la Moneda. Lo detuvieron en casa de una de sus hermanas por llevar un rosario en el bolsillo. Fue una guerra sin piedad y aquel horror nos caía encima a los niños, que no entendíamos nada.

Fueron días y semanas de gran incertidumbre, que todos notábamos. Por lo que se decía, teníamos la sensación de que en cualquier momento podían bajar los mineros asturianos, de los que se aseguraba que iban a invadir Castilla. Pero además de la inquietud sentíamos una gran angustia, multiplicada al ver todos los movimientos de jóvenes falangistas que recorrían los pueblos en camiones para hacer su propaganda y su reclutamiento.

En una de aquellas mañanas, probablemente sería ya del mes de agosto de 1936, estaba asomado en el balcón de la casa de mis tíos de Saldaña, situada en la plaza del pueblo. Vi llegar uno de los camiones con falangistas, que enarbolando fusiles y en actitud muy agresiva empezaron a exigir a todo el mundo que alzara el brazo en el saludo romano. Debajo de aquella casa se estaban haciendo unas obras de arreglo de las calles. A un pobre obrero de los que trabajaba en ello se le ocurrió levantar el puño en lugar del brazo. Los falangistas se enfurecieron y empezaron a gritar que los presentes se metieran en casa y cerraran puertas y ventanas porque lo iban a matar allí mismo. Como es de imaginar, yo, a mis doce años, estaba muy impresionado. Aquella imagen se me grabó para siempre. Bajé corriendo a donde estaban mi madre y mi tía —mi padre no estaba—, gritándoles que iban a matar a un hombre, que eso no podía ser y que había que hacer algo. Ellas reaccionaron, salieron a la calle y consiguieron que el médico del pueblo, que era una persona respetable, convenciera a aquellos insensatos de que no le dispararan.

En aquel momento no pasó nada irreversible, salvo para mi alma infantil. No he podido olvidar aquella dramática escena. Como tampoco la de otro hombre del pueblo, que llegó un día a una de las dependencias de la casa, creo recordar que la cocina, con las zapatillas manchadas de sangre. Contaba que venían de matar y tirar por el puente a un rojo. Creo que las escenas terribles de aquellos tiempos despertaron para siempre mi sensibilidad y me convirtieron en un adversario absoluto de cualquier violencia.

A otro de los pueblos donde pasábamos los veranos, Bárcena de Campos, en la zona de La Valdavia, llegó un día otra de esas camionetas de falangistas y se llevaron al maestro, que era una buena persona. Estaba afiliado al Partido Comunista. Apareció al cabo de tres días, muerto a tiros, en Carrión de los Condes. Su pobre familia quedó desamparada en el pueblo. Los vecinos querían ayudarlos, pero sin significarse en esa ayuda, de modo que solían dejar por la noche, a escondidas, alimentos en la puerta de la casa del maestro.

También esto fue inolvidable para mí. El niño que yo era asistía a la vez a escenas de una violencia gratuita y demencial, es verdad, pero al mismo tiempo a otras de una solidaridad conmovedora.

Pese a que han transcurrido tantos años y tantas vivencias, no he podido olvidar los horrores de la guerra, sobre todo los «paseos» (aquellos asesinatos más o menos enmascarados con motivaciones políticas) que asolaron las dos zonas ocupadas por los combatientes. Lo escribí hace tres décadas en mi libro Del contubernio al consenso1 y vuelvo a reiterarlo porque sigo pensando lo mismo: «Supongo que otros habrán vivido experiencias más aterradoras, pero lo que yo vi con mis ojos de niño burgués en una tierra pacífica —como es la palentina— todavía me llena de espanto cuando lo recuerdo. Sangre, odio, envidia; sobre todo envidia».

En aquellos años de la guerra se produjo también un terrible suceso familiar que me afectó hondamente. Como los hombres estaban casi siempre ausentes, movilizados de una u otra manera por la guerra, bajo la tutela de las mujeres los niños nos movíamos con más libertad. Jugábamos, íbamos de aquí para allá sin los frenos paternos de otros momentos. En Bilbao a mi padre le habían regalado, para sus tres chicos, una pequeña escopetilla de caza, apenas apropiada para matar pajaritos, y fundamentalmente la usaba yo, que era el mayor de los que estábamos allí, ya que José María, el mayor de los hermanos, se había presentado con dieciséis años para alistarse en el ejército nacional, con gran admiración de todos los demás. En aquellos tiempos no había tanta prevención como ahora frente al manejo por los niños de objetos peligrosos y nadie pensaba que tan pequeña arma de caza pudiera encerrar peligro alguno. Pero en una de las salidas al campo que hacíamos con los primos, cuando íbamos al monte a merendar, llegó la tragedia. Uno de mis primos, que se llamaba Álvaro, llevaba la escopeta colgada al hombro y en un momento de la marcha tropezó con un majuelo, cayó al suelo y el arma se disparó. La llevaba con el cañón hacia arriba, pegado a la cabeza, y quedó fulminado en el suelo. Yo me di cuenta enseguida de que aquello era muy grave porque vi que tenía terriblemente herida la cabeza. Bajé corriendo a las eras del pueblo, gritando y pidiendo ayuda. Busqué al cura, para que también fuera a ayudar a mi primo. El pobre sacerdote era ya mayor, y yo le insistía en que buscase su caballería y fuese monte arriba. Luego cogí una pequeña bicicleta que tenía y me dirigí al pueblo de al lado, Castrillo de Villavega, que tenía médico, porque en Bárcena de Campos, donde se produjo el suceso, no lo había. Así que al lugar donde estaba caído mi primo llegaron los que me oyeron en las eras, el cura y el médico, y ello solo sirvió para confirmar lo que yo había supuesto al ver la herida de la cabeza: mi primo estaba muerto. Nadie pudo hacer nada.

Como es lógico, este drama causó mucha impresión a todos, pero sobre todo a los niños, y quizá especialmente a mí, que era el mayor de los presentes y podía hacerme cargo de las cosas un poco mejor. De alguna manera relacionada con la guerra, la imagen de mi primo Álvaro muerto en el campo me ha seguido hasta hoy, dejando una huella muy profunda.

Tras el asesinato en Madrid de mi tío Ricardo Cortes Villasana, los primos que quedaron huérfanos se vinieron a vivir con nosotros al caserón de Zaragoza, el edificio de la Audiencia que presidía mi padre. Pasados los primeros meses las dos zonas se estabilizaron más o menos y en la que nos tocó a nosotros, que era la del bando de Franco, la vida siguió su curso y mi padre continuó presidiendo la Audiencia de Zaragoza, donde pasamos los inviernos de la guerra y la posguerra, con alguna inquietud por la cercanía del frente con la capital aragonesa. A los padres jesuitas les fue devuelto el colegio y ya no dábamos clases en aquella fábrica abandonada, sino en el colegio de toda la vida, el de El Salvador, una parte del cual se convirtió en hospital de guerra. Como puede imaginarse, entonces los curas ya no iban de paisano. Ya no se escondían, sino todo lo contrario, los signos externos de carácter religioso.

Mi hermano, mis primos, los amigos y yo éramos más o menos felices, como todos los niños, pero asistíamos sorprendidos al espectáculo de una ciudad que se poblaba de turbantes, camisas azules, boinas rojas y uniformes italianos, porque a Zaragoza eran enviadas a descansar las desgastadas unidades que combatían en los diversos escenarios de la guerra. Para nosotros los soldados del ejército de Marruecos eran, por supuesto, una novedad exótica. También eran llamativas las celebraciones de las sucesivas victorias de los nacionales. Y en el colegio, donde se había instalado un hospital militar, entre clase y clase veíamos llegar del frente a soldados heridos y mutilados. Eran las bajas de la famosa batalla de Teruel, que aportó el horror de las congelaciones a los otros horrores conocidos.

Cómo olvidar aquellas cosas, aquellos tiempos. Ya poco antes de la guerra se había producido otro episodio impresionante para nosotros los niños. Cuando ganó el Frente Popular en febrero de 1936 había un fuerte movimiento a favor de la amnistía para los que habían sido detenidos con motivo de los sucesos de 1934, la Revolución de Asturias y demás. Mucha documentación, con sumarios y antecedentes, se guardaba en el edificio de la Audiencia y se quería que fuese destruida o devuelta a los encausados. Dada la tensión reinante, se destinó una compañía del ejército para la custodia del viejo palacio donde vivíamos. Una noche, cerca ya de la madrugada, se escucharon estampidos que salían del interior del caserón. Resonaban de forma escalofriante en aquel gran patio, contra aquellas lúgubres paredes. Los habitantes del edificio nos levantamos despavoridos. Mis padres nos reunieron a todos, hijos y primos, en una pequeña habitación, a la espera de que se aclarase lo que estaba sucediendo. Al cabo de un rato cesó el tiroteo y algo más tarde se supo que los soldados, bastantes jóvenes e inexpertos, habían confundido las sombras de la noche, quizás de las chimeneas del edificio, con asaltantes.

No puedo decir que mi infancia, pese a todas aquellas circunstancias, fuera una época de perpetuo terror. Los niños, niños éramos, y jugábamos y disfrutábamos en muchos momentos, pero vivíamos en un clima de sobresaltos, de hechos extraordinarios y episodios terribles que necesariamente nos marcaron para el resto de nuestras vidas. Lo mismo ocurría en una zona tranquila, como la palentina donde pasábamos los veranos, que en Zaragoza, ciudad populosa y cercana al frente. Recuerdo que en el campo palentino, en Saldaña, cerca de donde veraneábamos, tenía su base una escuadrilla de la aviación italiana, mandada por un oficial que nos parecía muy simpático y que se alojaba en casa de mis tías. Supongo que con el paso de los meses ya nada nos extrañaba. Veíamos despegar y aterrizar aviones de guerra, que iban y venían en sus misiones de combate, en un lugar habitualmente tan calmo, tan pacífico, tan alejado del mundo. En Zaragoza recuerdo muy bien una noche de bombardeo, cuando la ciudad fue atacada por la aviación republicana. La gente huía por la calle y gritaba despavorida.

Nunca olvidaré cómo se comentaba que había señoras de la alta sociedad zaragozana que iban a presenciar los fusilamientos que tenían lugar junto al cementerio de Torrero. Yo me preguntaba, horrorizado, cómo era posible que aquellas señoras fuesen a ver, como si fuera un espectáculo recreativo, la muerte de personas.

La España que soñé
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