A Madrid en 1942

YA había comenzado a hacer mis primeros estudios universitarios y hasta el servicio militar cuando mi padre fue trasladado al Tribunal Supremo, a Madrid. Todos nos mudamos con él en 1942. Mis tías ya vivían en la capital, a donde habían vuelto al acabar la guerra, cuyo estallido también las sorprendió en Palencia. Constituíamos un grupo familiar muy unido, aunque los más jóvenes ya íbamos siendo mayores, estábamos en la universidad y empezábamos a tener nuestra independencia y nuestras propias opiniones.

Fui a la Facultad de Derecho en la vieja sede de la calle de San Bernardo, donde tuve profesores de mucho prestigio, algunos de ellos admirables. Joaquín Garrigues y Díaz-Cañabate era una especie de maestro señorial. Todo el mundo le respetaba. Cuando llegaba se hacía el silencio, sus clases se escuchaban con reverente atención, pese a que no era un orador encendido, ni mucho menos. Tenía una manera de enseñar muy reposada, didáctica pero desapasionada.

Bastante más abierto y divertido era el catedrático de Derecho Internacional, don Antonio Luna. Hombre viajado, contaba infinidad de historias y aventuras. Según vi luego, había tenido algo que ver con el movimiento del coronel Segismundo Casado, Cipriano Mera y Julián Besteiro que precipitó la rendición de Madrid en la guerra. Parece ser que don Antonio era agente del bando nacional y participó en las negociaciones de aquellos acontecimientos. Pese a estos antecedentes, los más exaltados falangistas de la universidad le manifestaban una abierta hostilidad.

El catedrático de Derecho Administrativo Gastón y Marín era muy personal en su estilo de enseñar. Jaime Guasch, profesor de Derecho Procesal, era un hombre brillante y duro. Luego fui profesor ayudante de clases prácticas de Derecho Procesal con don Leonardo Prieto Castro, al que yo conocía porque venía de la Universidad de Zaragoza, donde había comenzado mis estudios universitarios. Don Leonardo era famoso porque cada día aparecía con una corbata distinta, y eso los alumnos lo celebrábamos con regocijo. Era sobre todo un buen profesor, riguroso y competente. También estaban en la cátedra de Prieto Castro, granadino, su paisano Manuel Gallego, Abelardo Algora, Nicolás González Deleito, José María Labernia, Rogelio García Villalonga y Tomas Zamora, con quien luego compartí tareas en el Defensor del Pueblo. La cátedra de don Leonardo estaba muy conjuntada y todos nos sentíamos muy unidos con él, que luego sería, durante bastantes años, decano de la Facultad de Derecho y siempre excelente jurista.

Estuve diez años de ayudante con don Leonardo, y pude conocer, entre otros, a Abelardo Algora, una persona que después tendría un papel importante en la etapa de los propagandistas católicos, porque fue el que inició el movimiento que cristalizó en el Grupo Tácito, del que hablaré más adelante.

En la universidad asistí, a veces como protagonista, a los enfrentamientos que había entre los estudiantes falangistas, que por supuesto predominaban, y otros más liberales, sobre todo monárquicos. Como es sabido en los años cuarenta la universidad española estaba condicionada por las estructuras totalitarias del régimen franquista. El monopolio político de la vida universitaria lo tenía el SEU (Sindicato Español Universitario), que combatía cualquier movimiento y hasta el más pequeño gesto que pudiera poner en peligro su hegemonía. Lo que se apartara de la ortodoxia «nacional» era contundentemente reprimido de forma inmediata. Había amenazas, palizas, se rapaba a los disidentes y menudeaban las purgas. Cualquier cosa podía ser interpretada como síntoma de desafección al régimen. Por ejemplo, la simpatía hacia el bando de los Aliados o la manifestación de inclinaciones monárquicas. La adhesión a don Juan de Borbón provocaba una ira especial, probablemente porque el hijo de Alfonso XIII representaba la más viable alternativa al franquismo.

Tres años antes del famoso Manifiesto de Lausana, don Juan había hecho unas declaraciones al Journal de Genève en las que ya se veía que no comulgaba con el régimen. La actitud del heredero de la corona llegó a quienes, sin haber participado en la Guerra Civil, veíamos en la universidad cómo se comportaba el franquismo, hasta qué extremos los vencedores de la guerra imponían su ley. Por ello empecé a participar en reuniones políticas —fundamentalmente de estudio y formación—, luego conocidas como las «tertulias de los sábados», en casa de don José María Rodríguez Soler, a las que llevé a muchos compañeros y amigos de mi generación.

También acabé relacionándome con los grupos activistas monárquicos. No tardé en formar parte de la llamada «causa monárquica», en cuyas filas, con más o menos grado de compromiso, había personas con nombres «históricos» como los Calvo-Sotelo, Luca de Tena, Miralles, Piniés y Satrústegui, junto a los nuevos de Anson, Bru, Cavero, Carvajal, Fernández de la Mora, García de Vinuesa, Guerra Zunzunegui, Márquez, Osorio, Ruiz-Navarro y muchos más.

La España que soñé
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