Julio Cerón

Hacia 1959, época en que fue detenido y procesado Julio Cerón, fundador del Frente de Liberación Popular, en el Colegio de Abogados había sus más y sus menos. Se había reformado la Ley de Orden Público y los colegiados tomábamos posiciones, nos íbamos decantando. Tras algunas actuaciones hubo tensión y fue quedando claro quiénes eran afines al régimen y quiénes preferíamos un cambio democrático. Entre estos últimos, Enrique Tierno Galván y José María Gil-Robles tenían una creciente relevancia. Las juntas eran sonadas y en ocasiones polémicas. Los distintos decanos, sobre todo Escobedo y Pedrol, procuraron guardar un difícil y meritorio equilibrio. Creo que ambos desempeñaron un papel muy positivo sabiendo combinar la manga ancha, es decir, la tolerancia, con la prudencia necesaria para salvaguardar la vida del Colegio, que podría verse amenazada por una reacción airada del régimen.

En el Colegio de Abogados de Madrid, y en todos en general, se hacía mucha política, entre otras cosas porque las leyes eran injustas y había muchos procesos políticos, persecución de personas que simplemente ejercían derechos elementales como los de expresión, reunión y asociación. Incluso en los casos de delitos violentos no había garantías, y eso los abogados lo sabíamos. También se hacía mucha política porque la abogacía se presta a ello. El foro y la res pública están siempre muy próximos.

Defendí al periodista catalán Alfons Quintá, a algunos vascos y a Valentín Andrés Álvarez, colaboré en la defensa de Ridruejo y participé en la de Julio Cerón, hombre de fuerte y sensible personalidad. Llevé el asuntó de Quintá a petición de Dionisio Ridruejo, a quien se lo había pedido, a su vez, su amigo Josep Pla, el gran escritor catalán, muy amigo de Dionisio. Valentín Andrés Álvarez era entonces un joven realizador de TVE que hacía muchos programas culturales. Hombre afín al Partido Socialista, entonces clandestino, había sido detenido con una multicopista. También fue Dionisio quien me pidió que lo defendiera, pues al ser amigo de todo el mundo, también lo era del padre del detenido. Conseguimos que al pobre hombre no le complicaran demasiado la vida, aunque le echaron de Televisión Española. Con la democracia volvería a esa casa en calidad de consejero. Valentín tuvo una notable carrera profesional, como es sabido.

Cerón era diplomático, destinado en Ginebra y le tendieron una trampa. Mandaron a un colega para convencerle de que viniera a España para hacer ciertas gestiones en el palacio de Santa Cruz. Cuando llegó a Barajas fue detenido y procesado. La suya fue una causa muy compleja. Se le acusaba de ser fundador de un movimiento ilegal, subversivo, y debía ser juzgado por un tribunal militar. A través de amigos, el padre y la madre de Julio me pidieron que interviniera ante José María Gil-Robles para que defendiera a su hijo. Hice la gestión, Gil-Robles asumió la defensa y yo colaboré en un proceso que tuvo mucha resonancia en el Tribunal Superior de Justicia Militar.

Los militantes del FLP (Frente de Liberación Popular), algunos de ellos pertenecientes a familias notables, tenían contactos en muchos lugares. Uno de ellos era la iglesia de la Ciudad Universitaria de Madrid, donde estaban el padre Federico Sopeña y Jesús Aguirre. El primero de ellos, Sopeña, estaba vinculado al Frente de Liberación Popular. Los felipes eran, que yo recuerde, José Pedro Pérez Llorca, José Luis Leal, Nicolás Sartorius, mi primo Ricardo Cortes, que era diplomático, Ignacio Fernández de Castro, el hombre que luego disintió del resultado del Congreso de Múnich, por considerarlo «blando», y otros muchos que llegarían a ser ministros, grandes empresarios y hasta relevantes clérigos.

Julio Cerón era hijo de un viejo militar, miembro del aparato de información del gobierno de Burgos durante la guerra, y hermano de un ministro del régimen. La madre estaba enfurecida, tanto por la desleal forma que tuvieron de capturarlo como por el propio encarcelamiento. La relevancia del proceso fue tanta que el general Franco se interesó por su marcha. Pidió que le mantuvieran al tanto de las actuaciones de los abogados. Gil-Robles hizo una defensa muy propia de él, de claro estilo político, brillante, contundente a la hora de desmontar toda la argumentación del fiscal militar. También intervino Juan Antonio Zulueta, entre otros destacados letrados. Yo estaba en segunda fila, más dedicado a los trabajos de apoyo, que fueron muy intensos.

En busca de recursos para su defensa hice una visita al cardenal primado de Toledo, que entonces era monseñor Pla y Deniel. Mantuvimos una larga y sincera conversación. Tras exponerle el motivo de mi visita me confesó que podría hacer muy poco.

—Debo decirle —dijo— que me siento engañado por el régimen del general Franco. En los primeros momentos, cuando se pidió nuestra colaboración y empezamos a redactar lo que luego se llamó el Fuero de los Españoles, hablamos de derechos y se nos dijo que aquello representaría una garantía de los mismos. Lo creímos y resultó un abuso de nuestra buena fe. No creo ya en nada de aquello. Voy a hacer las gestiones que usted me pide, pero no tengo mucha esperanza de conseguirlo. No me harán caso.

Supe que, efectivamente, había hecho la gestión a favor de Julio Cerón. Se trataba de sacarlo de las manos de la jurisdicción militar. Pero su pesimismo estaba bien fundamentado. Ni siquiera al cardenal primado le hicieron caso.

Julio Cerón, pese a todos los esfuerzos, fue condenado a seis años de cárcel, aunque luego pudo acogerse a un indulto en 1961. Tras el proceso le visité en la cárcel de Valladolid y allí pude constatar que estaba ante una de las situaciones más tristes de las que me ha tocado en suerte ser testigo. Hombre de personalidad muy acusada, Cerón me pareció deshecho por los acontecimientos que le habían sobrevenido. Era obvio que acusaba la detención, el juicio y el encarcelamiento. Salió de la cárcel profundamente desilusionado. Había dejado de confiar por completo en los movimientos políticos de cualquier clase; estaba desengañado, muy triste. Se retiró a un pueblecito del sur de Francia, se casó con la hija de un viejo socialista, y allí hicieron su vida. Ya no quiso saber nada de nada. Solo en una ocasión vino a Madrid a dar una conferencia, a la que me invitó, pues no en vano habíamos tenido mucho y muy intenso contacto. Aquella disertación fue singular. Casi no se le entendía lo que quería decir y además, y eso fue lo más llamativo, se comió las flores que habían puesto en un jarrón adornando la mesa del conferenciante. A la salida, su hermano, el que fue ministro me dijo: «La verdad es que Julio sigue igual».

Julio Cerón fue una de las personas cuyas vicisitudes me dieron más pena, por el contraste entre su fuerte y brillante personalidad, que consiguió arrastrar a tantos, y la frustración y el desencanto en que acabó sumido. La política es muy dura, y más en tiempos como aquellos. Por el camino se va quedando gente muy valiosa, como era aquel hombre finalmente anulado y destruido políticamente por la represión franquista.

Las juntas del Colegio de Abogados estaban muy politizadas en el mejor sentido, el de la pugna por conseguir avances democráticos. Y por allí andaban Gil-Robles, Tierno Galván, Pablo Castellanos, Joaquín Ruiz Giménez... Este último probablemente fue el más destacado porque había sido ministro de Franco y luego se convirtió en un notable dirigente de la oposición democrática.

Joaquín Ruiz Giménez dejó el Gobierno con motivo de los sucesos universitarios de 1956. El enfrentamiento entre él y Fernández Cuesta a propósito de esas protestas lo solventó Franco apartando del gabinete a los dos. Después se mantuvo un tiempo como procurador en Cortes, pero ya fue evolucionando desde el nacionalcatolicismo hacia la ideología democristiana de estilo europeo y democrático. Uno de sus logros importantes fue la creación de la revista Cuadernos para el Diálogo, hoy una auténtica leyenda, ejemplo de prensa serena y a la vez combativa a favor de las libertades. Joaquín, Pedro Altares y los otros directores que tuvo hicieron una gran labor, por su contenido pluralista. La importancia de esta revista va más allá de su difusión, necesariamente limitada.

A Ruiz Giménez lo había visto alguna vez, cuando era ministro, porque acudía a los retiros, los ejercicios espirituales que organizaban los propagandistas en Loyola cada mes de septiembre. Para los fieles de base que éramos nosotros siempre resultaba llamativa la presencia de ministros como él o como Martín Artajo o de figuras de la Santa Casa como Ibáñez Martín. Allí le oímos y le vimos, pero no se puede decir que le conociera. El contacto verdadero llegó después, cuando había dejado el Gobierno y evolucionaba hacia posiciones democráticas para acabar siendo una de las figuras de la Asociación Española de Cooperación Europea. En realidad los propagandistas de la asociación nos acercamos a él desde el mismo momento en que empezó a recibir los ataques de los falangistas.

Recuerdo una junta general del Colegio de Abogados de Madrid en la que se platearon cuestiones políticas con bastante apasionamiento. A la reunión asistía un Ruiz Giménez que aún no había consumado su gran evolución. Estábamos todos muy expectantes, interesados por saber hacia qué lado se inclinaría en aquel debate tan intenso. Por una parte nosotros tirábamos de él hacia el lado de la apertura, y por otro Fraga le presionaba en sentido contrario. En aquella ocasión Joaquín estuvo muy prudente, aunque algo más escorado hacia nosotros.

Cuando Ruiz Giménez trató de formar parte del movimiento democristiano español no solo tropezó con los ataques del Movimiento, también con otros recelos, bien es verdad que muy distintos. Por ejemplo Manuel Giménez Fernández no quería su colaboración. Don Manuel quería que quien enarbolase después de él la bandera de Izquierda Demócrata Cristiana fuera un joven, como por ejemplo Óscar Alzaga, entonces todavía universitario, en el que veía una calidad política y un liderazgo muy estimables.

Ruiz Giménez se puso en contacto con profesores de Salamanca, como Elías Díaz y gentes cercanas a Tierno Galván. Poco a poco se fue haciendo mucho más flexible y se incorporó a la asociación, llegando a alcanzar la vicepresidencia en tiempos de la presidencia de Valentín Andrés Álvarez, sucesor de Gil-Robles. Valentín era economista, exdecano de la Facultad de Económicas, hombre de gran prestigio intelectual y conocido talante liberal. Fue propuesto por Dionisio Ridruejo cuando vimos que Gil-Robles era una personalidad demasiado incómoda para el régimen en momentos en que la asociación sufría un acoso asfixiante. Gil-Robles había regresado después de su segundo exilio con la tensión que para él había supuesto la separación del círculo de don Juan. Toda su actividad se centraba en ese momento en la consolidación del núcleo duro de la Democracia Social Cristiana y su marcha de la presidencia de la asociación no contribuyó a suavizar su postura.

La España que soñé
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