Bajo la mirada del mundo

La nueva democracia española se puso de moda. En el Congreso empezamos a recibir invitaciones de todas partes. Parlamentos, gobiernos, instituciones de numerosos países querían contactar con nosotros, conocer de primera mano lo que estaba ocurriendo en nuestro país.

Primero fuimos a Siria, a Damasco, en un viaje al que nos invitaron con fines claramente propagandísticos, principalmente con un propósito anti-israelita. Ya gobernaba desde hacía años Hafez al-Assad. Allí nos invitaron a visitar unas ruinas arqueológicas muy interesantes en pleno desierto, nos ofrecieron una comida típica y como bocado exquisito nos dieron los ojos de cordero. Tuvimos que hacer un enorme esfuerzo para no ser maleducados y comer aquel manjar. Uno de los letrados de las Cortes, que nos acompañaba, quedó fuera de combate para el resto del viaje. Todo por la patria.

Otro de los viajes de la Mesa del Congreso se hizo a Marruecos, donde fuimos recibidos con gran ceremonia y curiosidad. El rey Hassan quería llevarse bien, al menos en aquel momento, con los representantes de la nueva España democrática. En la entrevista que tuvimos con él, el rey de Marruecos quedó sorprendido por la presencia de María Victoria Fernández España en nuestra delegación. Nos preguntaba si las mujeres en nuestro país podían ser diputadas. Nos dijo que estaba muy contento por la evolución española y por el hecho de que hubiera representación socialista. Añadió que encontraba muchas cosas interesantes y muchos méritos en el socialismo, aunque no le acababa de convencer su proyección internacional, su internacionalismo. A propósito de aquellas palabras de Hassan, Pablo Castellano, con su sentido del humor habitual, me dijo: «No sé qué va a ser de nosotros. Felipe González nos quiere quitar el marxismo y este tío el internacionalismo. ¿Qué puñeta de partido vamos a ser?».

Posteriormente el presidente Suárez me pidió que fuera también a la República Dominicana y a Bolivia. Antes de eso hubo una importante sesión parlamentaria relacionada con la política exterior española. Se había anunciado la visita del rey a Buenos Aires, y como eran los años de apogeo de la dictadura de Videla ese viaje fue visto con malos ojos en algunos sectores. Gregorio Peces-Barba pidió una reunión de la Comisión Permanente, pues estábamos en periodo de vacaciones. Cuando tiempo después, en la República Dominicana, hablé con Felipe González le dije que por qué se ponían tan estrictos con esas cosas, impidiéndonos incluso disfrutar de las vacaciones, y me respondió, con igual tono de broma cordial, que eran cosas de Gregorio, más bien para la galería, a las que no teníamos que dar mayor importancia. Felipe me aseguró que en el fondo no había por parte socialista verdadera oposición a la visita del rey a Buenos Aires, que no les quedaba más remedio que aparentar cierta indignación por cuestión de imagen. Y en efecto, en la reunión que finalmente tuvo la Comisión Permanente, aunque manifestaron su rechazo al viaje, todo fue bastante suave.

De aquella reunión salió además el compromiso del Ministerio de Exteriores, a cuyo frente estaba Marcelino Oreja, de consultar a la oposición sobre los viajes del jefe del Estado. Por lo demás, el viaje del rey fue todo lo contrario de lo que se temía. Su defensa de los valores democráticos y las críticas a las dictaduras en general, por supuesto sin mencionar a sus anfitriones, reportaron más aliento a la perseguida oposición a Videla que respaldo al régimen militar. Debo añadir que también me pareció y me sigue pareciendo positivo que los socialistas plantearan aquel asunto.

Unos nos invitaban a viajar y otros nos visitaban. Tengo muy bien grabada en la memoria la visita del presidente francés Giscard d’Estaing. En su visita al Congreso, siempre tan preocupado por la grandeur, quería entrar por la puerta de los leones, que tradicionalmente solo se abre para dar paso a los reyes de España. Le dijimos al embajador cuál era la tradición, pero el hombre casi se echó las manos a la cabeza, viniendo a decir que cómo no iba a entrar el presidente de Francia por la puerta de honor. Por más que le dijimos al embajador que era muy honroso pasar por el umbral que cruzan los diputados y los demás gobernantes del mundo, no hubo manera de convencerle. Finalmente Giscard fue al Senado, no al Congreso.

El presidente francés se alojó en el palacio de Aranjuez, cosa que hacían la mayoría de los mandatarios que entonces nos visitaban. Allí ofreció una magnífica recepción en la que hizo traer por avión desde Francia todas las viandas, además de vajillas y parafernalia diversa del Elíseo. Desde luego, la calidad y el lujo del convite contrastó con los mucho más modestos banquetes que entonces se ofrecían desde la Jefatura del Estado, tan lejanos de estos fastos. Después de aquel glorioso homenaje en Aranjuez, Santiago Carrillo le comentó a Sabino Fernández Campo: «Supongo que después de esto los banquetes del palacio de Oriente mejorarán un poco».

Los servicios de protocolo de la embajada de Francia nos pidieron que fuéramos a la recepción de Aranjuez preferentemente de frac. Joaquín Garrigues y yo llevábamos esmoquin, pero no frac. Cuando pasamos a saludar al presidente y a don Juan Carlos en la típica fila que se forma en esos casos, Giscard se volvió hacia el rey y le soltó: «¿Es que aquí no se utiliza el frac?». El rey se quedó un poco parado. Gracias a Dios, después de nosotros venía Antonio Fontán, siempre tan correcto, de impecable frac. Don Juan Carlos le dijo al saludarle: «¡Nos has salvado!». Cuando salimos, Joaquín Garrigues, siempre de buen humor, me dijo muy serio que nos habíamos jugado la carrera política.

En marzo de 1978 fuimos a Alemania y visitamos el Bundestag, donde nos recibió el presidente Carstens. Su solemnidad germánica contrastó con nuestra actitud, o mejor dicho, con nuestra excesiva informalidad indumentaria. Teníamos una especie de sarampión democrático que contrastaba con un rígido protocolo. Aún recuerdo la cariñosa advertencia que me hizo Joaquín Muñoz Peirats porque en cierta ocasión presidí una sesión del Congreso con una chaqueta de cheviot. En todo caso, Carstens, junto al rigor alemán nos mostró una especial simpatía que nos conmovió. Nuestro paso por Berlín fue emocionante, en especial cuando nos llevaron al muro. Por cierto que Ignacio Gallego, destacado dirigente comunista y vicepresidente del Congreso, me dijo en aquel trance que prefería quedarse en el autobús. En Hamburgo, el cónsul nos había preparado una reunión con la colonia española, que estuvo durísima con la política de emigración del Gobierno. Fue una verdadera encerrona, de la que salimos a duras penas y en la que nos ayudó mucho la actitud solidaria de Gallego, que esta vez sí se bajó del autobús, por decirlo metafóricamente. De vuelta, desaparecieron nuestras maletas durante unos días. Cuando las recuperamos comprobé que había desaparecido la medalla de Berlín que me había sido ofrecida por el alcalde P. Lorenz.

En mayo de 1978 tuve que hacer uno de los viajes más emotivos de aquella etapa. Asistí, en compañía de José Luis Ruiz Navarro, en representación del Gobierno, a los funerales de Aldo Moro, asesinado por las Brigadas Rojas. Aquella tragedia me afectó mucho, pues admiraba a Moro por su amplitud de miras y lo que siempre me pareció un comportamiento muy noble. Era un símbolo de concordia que destruyeron las fuerzas del odio. Roma era lo que nunca ha sido, una ciudad consternada, lúgubre. El papa Pablo VI ofició la misa-funeral, y parecía sin fuerzas, envejecido, traumatizado.

Aldo Moro no tenía buena prensa en España; para unos jugaba demasiado la carta de la sinistra y otros siempre veían en sus actos la influencia del Vaticano. Por la parte que me toca, debo decir, recordándole, que siempre intentó ayudar a la democracia cristiana española. No sirvió para nada, claro es, pero el gestó quedó en mi memoria.

Las visitas a la República Dominicana y Bolivia no las hice en representación del Congreso, sino del Gobierno. Como soy bastante aprensivo, llegué a Bolivia un poco angustiado, temeroso de los efectos que pudiera causar en mi salud la extraordinaria altitud de La Paz. Ya le había dicho a Suárez, cuando me pidió que hiciera el viaje, que lo que él quería era acabar conmigo. No me pasó nada, pese a que estuve más tiempo del previsto en la capital boliviana. La investidura presidencial que era motivo de nuestro viaje se fue aplazando porque los parlamentarios no se ponían de acuerdo. Al cabo de una semana, sin que se hubiera celebrado, abandoné el país.

Éramos tan novatos en aquellos primeros tiempos, sobre todo en el verano y el otoño de 1977, que cualquier fruslería se convertía, por imprevisión, en un problema. Por ejemplo, a nadie se le había ocurrido ordenar de una forma un poco racional el trabajo de los periodistas, cámaras y fotógrafos. Tenían libertad absoluta y se movían constantemente por el hemiciclo, por las escaleras, entre los escaños, haciendo fotos en cualquier momento a unos pocos centímetros de los diputados y los ministros. Eso resultaba molesto porque a veces se invadía la intimidad de los diputados, y a veces incluso se estorbaba el trabajo parlamentario, pues había movimientos, ruidos y otras distracciones. Para los propios informadores era mejor, a la larga, poder atenerse a unas ciertas normas que no les obligasen a moverse en medio de aquella especie de ley de la selva informativa.

Así estuvimos un tiempo, hasta que llegamos a la conclusión de que era preciso encontrar soluciones. Pablo Castellano propuso erigir unas tribunas adosadas para la prensa, que fue lo que finalmente se hizo.

La España que soñé
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