Monárquico, pero no cortesano

Me pasó una cosa muy divertida el día que vi por primera vez al príncipe Felipe. Era todavía un niño. Cuando estaba con su padre en uno de esos encuentros de los que he hablado, en mi época de presidente del Congreso, el príncipe entró en el despacho y el rey me presentó:

—Escucha, Felipe, este señor que está aquí es una persona muy leal a la casa, un monárquico fiel desde la época de tu abuelo.

El príncipe no se mordió la lengua:

—Papá, eso es lo que dices de todas las visitas.

Nos echamos a reír y el padre remató la conversación con su conocida simpatía:

—¡Pero en este caso es verdad!

Al príncipe Felipe no le he tratado mucho, pues por edad y por las circunstancias me correspondió más el contacto con sus mayores. Le he visto en recepciones y encuentros, no muchos, pues siendo monárquico y consejero de don Juan jamás fui cortesano. Con todo, me parece, como a todo el mundo, una persona muy solvente, sólida y bien preparada.

En cuanto a mi relación con don Juan Carlos, el lector habrá notado que siempre fue como consecuencia de mis contactos con don Juan, y que durante mucho tiempo estuvo marcada por esa situación difícil, ambigua, en la que no se sabía si el sucesor sería el padre o el hijo. Siempre que el entonces príncipe participaba en algún acto procurábamos arroparle, protegerle; es decir, que le teníamos una alta consideración como hijo del legítimo heredero de la corona. Cuando se casó y vivía en La Zarzuela era importante estar a su lado en tanto que miembro de la familia real, pero nuestra lealtad a don Juan seguía siendo muy firme.

Mi labor en el Consejo Privado fue limitada, porque era uno de los que no estaba allí, sino que vivía en España y me trasladaba a Estoril ocasionalmente. Quienes sí pudieron hacer más tarea fueron Gil-Robles, Sainz Rodríguez y otros. Iba, como he dicho, en ocasiones especiales, e incluso varias veces me trasladé con dirigentes socialistas que querían conocer al hijo de Alfonso XIII. Tras el regreso de don Juan a España y su abdicación con sordina en el palacio de La Zarzuela, los monárquicos más leales mantuvimos algunas reuniones con él. Normalmente eran cenas, pero sin carácter oficial, sin que él nos reconociera como grupo organizado. No quería interferir lo más mínimo en las actividades de su hijo el rey.

Una de las últimas veces que vi a don Juan, quizás incluso la última, fue en la zona vip del aeropuerto de Barajas. Coincidimos allí, cada cual de viaje por su lado. Me llevó a un aparte y me preguntó cómo veía la situación. Yo le dije que la encontraba positiva, porque el gobierno socialista se había consolidado, y con él la alternancia política bajo la monarquía parlamentaria. Además le dije que Felipe González era un buen presidente. Estuvo de acuerdo, pero enseguida me mostró su gran preocupación: la actitud de los nacionalistas. Veía en peligro la unidad de España, y eso le preocupaba sobremanera. «Hay que hacer algo, Fernando —me dijo—, porque si no esto empeorará y llegará el momento en que será prácticamente imposible rectificar el rumbo». Eso mismo dijo en sus declaraciones últimas en Pamplona, ya mortalmente enfermo. Era su gran preocupación, se podría decir que casi la única, porque en lo demás estaba satisfecho, orgulloso por la trayectoria de su hijo como rey constitucional.

Nunca fui cortesano, ya lo he dicho. Jamás iba a La Zarzuela si no era para asistir a convocatorias oficiales o con alguna misión concreta. Por ejemplo, y a modo de anécdota, contaré que en cierta ocasión fui a palacio para presentarle al chileno Andrés Zaldívar, que perseguido por la dictadura pinochetista fue amparado en España por los gobiernos de uno y otro signo. Zaldívar quería conocer al rey Juan Carlos. Como Andrés no tenía cargo oficial, ni coche asignado ni nada, le llevé en mi Seat furgoneta. Yo siempre he sido un conductor bastante torpe, no he conducido nada bien. A la salida de La Zarzuela se me paró el coche en mitad del camino interior. Intenté ponerlo en marcha, pero sin éxito. Al poco se me acercaron, nerviosos, los guardias. Debía retirar el vehículo de inmediato, porque estaba cortando el paso y el rey se encontraba a punto de salir. Pasé un mal rato. No tuvimos más remedio que empujar el vehículo a un lado. Pasó el rey finalmente y ya con más calma, y no sin tener que empujar de nuevo, pude poner el motor en funcionamiento y volver a casa. Tengo entendido que en un viaje posterior a Chile de Su Majestad, el rey y Zaldívar rieron de buena gana recordando mis apuros de aquel día.

Mis visitas, en fin, fueron de este tenor, u oficiales. El 17 de marzo de 1995 Luisa y yo nos desplazamos a Sevilla para asistir a la boda de la infanta Elena con Jaime de Marichalar, que se celebraría al día siguiente. Se habían dispuesto varios trenes AVE para trasladar a las autoridades e invitados a la boda, y la verdad es que todo estuvo muy bien organizado. A nuestra llegada a la estación de Santa Justa nos estaban esperando unos autobuses que nos llevarían al hotel Colón. En el nuestro iban casi todos los miembros del Gobierno y durante buena parte del trayecto la gente no paró de gritar y abuchear a los pasajeros. Lo mismo pasó el día de la boda. En algunos momentos los abucheos fueron tan fuertes que se oyeron dentro de la catedral. Sin embargo, ningún medio de comunicación dio noticia de ello. Eran los últimos tiempos del gobierno de Felipe González, que se tambaleaba tras la aparición de una agobiante cadena de escándalos y por el desgaste de trece años de gestión ininterrumpida.

La boda tuvo todo el esplendor y la belleza que España entera esperaba. El día fue magnífico. Sevilla, volcada con la familia real, y la familia real agradecida y emocionada ante el fervor del pueblo. Recordando hoy ese día no puedo por menos que entristecerme viendo cómo han cambiado las cosas.

Después de la ceremonia religiosa en la impresionante catedral nos dirigimos a los Reales Alcázares. En la entrada tuvo lugar el besamanos y luego pasamos a un salón en el que se sirvió un aperitivo. Estaba allí toda la familia de Adolfo Suárez, con la que estuvimos charlando un buen rato. Adolfo nos contó que en esos momentos su principal y casi única tarea era ocuparse de su familia. Parecía sentirse un tanto culpable de no haber podido atenderles como él habría querido. Supongo que este «complejo de culpa» lo tenemos muchos de los que nos hemos dedicado a la política. Luisa le preguntó si no pensaba volver algún día a la actividad pública y Suárez respondió: «Pues naturalmente que volveré, cómo no voy a volver, si no sé hacer otra cosa». También me duele ahora recordar a esa maravillosa familia y lo que el tiempo ha hecho con ella.

Compartimos la mesa, entre otros comensales, con el premio Nobel Camilo José Cela y su esposa. Estábamos charlando animadamente cuando Camilo torció el gesto y se quedó mirando a un grupo de árabes que entraban en ese momento en la sala. Venían estos vestidos con sus ropajes de gala y tocados con unos llamativos fez.

—Es indignante —tronó Cela— que entren con la cabeza cubierta. ¡Incluso en la catedral han estado con los gorros puestos! Qué falta de respeto, qué atrevimiento.

—Bueno —le dije—, son sus costumbres...

—Ni sus costumbres ni nada. Nosotros nos quitamos los zapatos cuando entramos en las mezquitas. Qué coño de costumbres, que respeten ellos las nuestras.

—Tienes razón, me parece una falta bastante grave teniendo en cuenta...

—No se hable más —dijo—. A por ellos, Fernando, quitémosles los gorros. Venga, a por ellos.

Mientras lo decía dejó la servilleta y dando un golpe sobre la mesa hizo ademán de levantarse. No me fue fácil convencerle de que tal vez no fuera oportuno dejar a los moros con la cabeza al aire con métodos violentos, por más que se lo merecieran.

La infanta Cristina se casó en Barcelona el 4 de octubre de 1997 y también tuve el honor de asistir a su boda, acompañado de mi esposa.

Las dos bodas fueron muy diferentes, dado el carácter de los sevillanos y de los catalanes, pero ambas fueron igual de magníficas. Después del banquete en el palacio de Pedralbes los amigos catalanes nos preguntaban cuál de las bodas de las infantas nos había gustado más, y se sentían felices cuando les decíamos que la dos por igual. Se habían volcado en el acontecimiento, ofreciendo una bellísima ciudad engalanada para la ocasión. En Barcelona todo fue más contenido que en Sevilla, pero no faltó ni el fervor popular, ni un cielo espléndido en el que no se barruntaban las nubes que luego vinieron. La pareja formada por la infanta Cristina e Iñaqui Urdangarín resultaba espectacular por su belleza y juventud. ¡Qué pena y qué decepción, visto ahora lo visto!

No puedo dejar de pensar qué pensaría don Juan de las desiguales bodas de sus nietos con derechos sucesorios. Él, que siempre tuvo tan alto sentido de sus deberes dinásticos y que hizo tan escrupuloso seguimiento de los mismos. Don Juan Carlos, que ha demostrado haber heredado de su padre estos principios, tal vez no pudo imponer su autoridad a los hijos ante la ola de sangre nueva y plebeya que inundaba las cortes europeas.

El rey siempre me trató con arreglo a su carácter extrovertido, simpático y cariñoso, pero nunca tuvimos una relación especial. Solo la de un ciudadano que creía en la institución y consideraba que debía hacer todo lo posible, desde las posiciones políticas que iba ocupando en cada momento para ayudar a que la corona se consolidara.

La España que soñé
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