Doctor honoris causa
En octubre de 1999, hacia el final de mi mandato como Defensor del Pueblo, se acordó de mí la Universidad Miguel Hernández de Elche, que me invitó a formar parte de su claustro en calidad de doctor honoris causa. Quien da nombre a esa universidad siempre me apasionó. No solo por su fuerza poética, sino por su figura humana. Como es sabido padeció persecución política y estuvo en varias prisiones, entre ellas la cárcel de Palencia, donde escribió algunos de sus mejores versos. Con placer acepté el doctorado y fui a Elche a recibirlo, orgulloso de tener una vinculación con aquel personaje que aportó tanto a nuestra cultura.
Debido a mis problemas de visión, no pude leer personalmente mi lección en la Universidad Miguel Hernández. La leyó uno de mis hijos y quedó escrita. Esto decía, entre otras cosas:
El comienzo de la década se anunciaba esperanzador. El muro de Berlín yacía a los pies de los ciudadanos a los que había separado durante años y, como todos los símbolos, con él cayó una cierta manera de entender las cosas, o al menos eso creíamos. Incluso algún historiador quiso ver el signo cierto de que habíamos llegado al fin de la historia, tras el cual la humanidad entraría en un periodo de general placidez. Mas la realidad vino pronto a presentarnos su faz menos amable y de nuevo tuvimos que recordar, aunque fuera al hilo de conflictos llamados de baja intensidad, aquella alternativa a la que nos enfrentó Bertrand Russell: o se renuncia a la guerra o se va a la aniquilación de la raza humana. De suerte los años noventa, al borde del cambio de centuria y de milenio, que parecían en sus albores destinados a ser los de la consolidación de los derechos humanos, han resultado ser, como recordó el que fuera alto comisario de la ONU Ayala Laso, un periodo en el que las violaciones de los derechos humanos más fundamentales han alcanzado proporciones sin precedentes.
¿Por qué se ha producido esta situación? Ninguna explicación resulta sencilla si quiere ser completa, y esta es singularmente compleja. Los factores a considerar son múltiples; ahora bien, de entre todos ellos hay tres que me parecen de particular importancia, pues se trata de fenómenos que podríamos calificar cabalmente como recurrentes. Me estoy refiriendo al auge de los nacionalismos excluyentes, al fenómeno de los fundamentalismos en diversas partes del mundo y, por último, a una cierta privatización de la guerra y de los conflictos armados en general.
Cada uno de estos fenómenos está directamente relacionado con el fracaso, a las cosas hay que llamarlas por su nombre, de nuestros proyectos de alcanzar una generalizada situación mundial de respeto y adhesión a los derechos humanos.
Respecto a los nacionalismos excluyentes, precisamente el problema se da en este matiz último. El discurso que sustenta tales posturas tiene forzosamente que construirse sobre la base de dar una primacía radical a lo que se considera propio sobre lo que se considera ajeno, de estimar que existen ciudadanos que, por su sangre o por el lugar de su nacimiento, tienen derechos superiores al resto de los seres humanos. Semejantes postulados suelen ir parejos a la aprobación del uso de la violencia contra los otros, como método necesario para asegurarse el triunfo, sin advertir que esa es la manera más segura para convertir en odiosa la doctrina más noble y que, en definitiva, como señaló Ortega, la violencia es miedo a las ideas de los demás y poca fe en las propias.
Como fácilmente puede concluirse, la noción de derechos humanos no resulta nada atractiva para estas ideologías que, antes bien, llegan a considerarla un obstáculo para sus propósitos.
Otro tanto ocurre en el caso de los fundamentalismos, donde esta vez al hilo de la pureza de un credo religioso se rechaza como espurio cualquier tipo de reconocimiento de derechos que no nazcan directamente de la tradición o del uso admitido por la doctrina de que se trate. Doctrina que, con frecuencia, tiene pretensiones hegemónicas, de manera que desata una pugna por imponerse al conjunto de los habitantes, sean estos creyentes o no, monopolizando la autoridad moral y penetrando o suplantando, llegado el caso, la legalidad civil. Algunos analistas, y entre todos ellos destacaré a Samuel, P. Huntington, han señalado que el problema de los fundamentalismos puede convertirse en la más seria amenaza para la paz mundial en el próximo siglo.
La tercera de las causas del apreciable retroceso que han padecido los derechos humanos está, a mi juicio, en la privatización de la guerra. Con esta expresión quiero referirme a un fenómeno que ha supuesto una involución notable en un lento proceso que arrancó con el comienzo de la Edad Moderna y que ha ido concentrando el recurso de la guerra en manos exclusivamente de los estados. De forma paralela, el uso de tal recurso ha ido convirtiéndose en la posibilidad última, de modo que, frente a la opinión de Clausewitz de que la guerra es la continuación de la política por otros procedimientos, ha habido una constante y progresiva voluntad de excluir su utilización, en buena medida ante la evidencia de que los propios conflictos han ido superándose en cotas de barbarie y en número de víctimas.
Fue para mí una gran emoción poder expresar con la ayuda de mi hijo Ramón, que leyó el texto, todas estas reflexiones que la memoria de Miguel Hernández me sugería. En estos últimos años he ido recibiendo invitaciones de distintas instituciones culturales y universitarias para incorporarme a ellas en diversos grados. De ellas puedo destacar la deferencia que tuvieron, conjuntamente, las universidades de Alcalá y Rey Juan Carlos, que me hicieron doctor honoris causa en un homenaje a los constituyentes. Compartió la dignidad conmigo Antonio Fontán, presidente del Senado cuando yo lo fui del Congreso de los Diputados. Estaban presentes Peces-Barba, Fraga, Herrero de Miñón y Pérez-Llorca, cuatro de los ponentes de la Carta Magna. Presidían los reyes y asistieron muchas otras personalidades. En esa ocasión, cuando se celebraba el trigésimo aniversario de la Constitución, volví a reflexionar sobre los derechos humanos, una de las pasiones de mi vida. Como mi vista no había mejorado, sino todo lo contrario, leyó mi discurso el amigo Fontán. Vine a decir que el cambio de milenio había traído «un periodo en el que las violaciones de los derechos fundamentales han alcanzado proporciones sin precedentes». «¿Necesita la causa de los derechos humanos —pregunté retóricamente— un nuevo orden jurídico mundial para asegurar su cumplimiento universal?». Y como imaginará el lector la respuesta que me di a mí mismo fue clara: «Sinceramente, creo que sí».
La más reciente actividad en la que he participado cuando escribo estas memorias ha tenido lugar en 2012: la conmemoración del quincuagésimo aniversario del Contubernio de Múnich, del que tanto he hablado en estas y otras páginas. Fue iniciativa del ministro de Asuntos Exteriores García Margallo. Hubo un solemne acto en el Congreso de los Diputados y otros en distintos lugares, por ejemplo en el Instituto de Estudios Políticos y en la Casa de América. Además se hizo una magnífica exposición, con profusión de recuerdos, gráficos sobre todo, del Congreso de Múnich y los posteriores confinamientos. También hubo actos en la isla de Fuerteventura, con presencia de las autoridades insulares y del secretario de Estado, porque el ministro no pudo asistir.
Aquel encuentro tuvo su componente de cierto desagravio, porque tiempo antes, con motivo de una de mis visitas como Defensor del Pueblo, el ayuntamiento de Puerto del Rosario nos había dedicado una placa, con los nombres de los demócratas que fuimos desterrados allí, que fue colocada en la iglesia. Se evocaba nuestra labor al dar, en colaboración con la Iglesia, desinteresadamente clases de alfabetización y cultura general a quienes lo necesitaban. Pero el párroco que llegó después retiró la placa, arguyendo que en los templos no tenía que haber inscripciones políticas de ningún tipo. Ahora, al cumplirse el quincuagésimo aniversario, el ayuntamiento, que se había plegado a los deseos del párroco, quiso compensarnos y bautizó un paseo marítimo cercano al lugar en el que residimos en 1962 y 1963 con el nombre de Paseo de los Demócratas. Además se colocó allí un monolito con nuestros nombres. Todo ello se inauguró en un emotivo acto al que se invitó a todos. También a los familiares de los que ya habían fallecido, por ejemplo al hijo de Joaquín Satrústegui y al de Barros de Lis. A alguno de los familiares, por ejemplo a Melchor Miralles, no le hizo mucha gracia el cambio: prefería la placa original y consideraba una chapuza que la hubieran retirado de aquella manera. No obstante, a mí me parece que el paseo y el monolito están bien y no es cosa de enzarzarnos ahora en una discusión sin mayor importancia. Debo añadir que el ministro García Margallo se tomó muy en serio toda la conmemoración, en la que participó de forma intensa y comprometida. Hay que agradecérselo.
En el año 1999 volví, pues, a la vida privada. No se puede decir con toda propiedad que me retirase de la política, porque esa es una vocación de muchos años de la que uno no puede desprenderse nunca del todo. Hace mucho tiempo que me retiré de la Fundación Humanismo y Democracia, que ha seguido existiendo todo este tiempo tras la extinción de UCD. Entre otras cosas, allí estaba el archivo de aquel legendario partido de la Transición. No sé si seguirá allí, porque hace tiempo que la edad me aconsejó dejar paso libre a otros para que llevaran los asuntos de esa entidad.
Carlos Sánchez Reyes, presidente de la Organización de Consumidores y Usuarios (OCU), me invitó a formar parte del patronato de esa entidad. A su modo de ver, podía serles de gran ayuda en su labor de defensa de los consumidores. Me pareció una propuesta interesante, pues me permitiría ayudar a la sociedad española en la medida de mis posibilidades, de modo que la acepté gustoso. Una vez más seguí los pasos de Joaquín Ruiz Giménez, que también había colaborado con la institución.
Permanecí en el patronato de la OCU desde 2000 hasta 2012 y durante todo ese tiempo seguí las actividades de la organización a la manera en que puede hacerse desde un patronato, es decir, tomando parte en las reuniones a las que nos convocaba Carlos Sánchez Reyes y con un contacto fluido con el director, José María Múgica, que es quien lleva el día a día de la OCU. En el patronato examinamos los problemas más graves que llegaban a la organización.
Además del afán de servicio público, también me decidió a colaborar con esa organización algo para mí importante: la OCU siempre tuvo un carácter europeísta nato. De hecho, nació de la iniciativa de un grupo de consumidores reunidos en Bruselas. Por eso trabaja en íntima relación con las entidades del mismo tipo de la Unión Europea. Esta tarea me permitió seguir activo en años que ya eran de apacible y progresiva retirada y además me enriqueció al permitirme conocer los problemas concretos del consumidor y la mejor manera de intentar resolverlos.
Cuando las dificultades físicas, sobre todo las de la vista, se agudizaron, le pedí a Carlos que me liberase del compromiso, pues ya me resultaba fatigosa la participación constante en el patronato. Como es natural, me ofrecí a ayudarles desde fuera en cuanto me resultara posible. Me dieron un cariñoso homenaje y me dedicaron una placa conmemorativa del tiempo en que colaboré con ellos. Con aquel acto concluyó mi relación directa con la OCU, pero aún hoy mantengo cierto contacto y sigo atentamente sus vicisitudes, además de leer con atención su revista, siempre muy interesante.