El trabajo constitucional
La parte más interesante llegó cuando se crearon las diversas comisiones, sobre todo la Comisión Constitucional, que presidió Emilio Attard. Era este diputado un viejo demócrata cristiano de Valencia que supo estar a la altura de las circunstancias, dando el tono adecuado para un empeño tan importante. Y no debió de resultarle fácil, pues muchos de los acuerdos no se alcanzaban en la comisión, sino en cenas y reuniones diversas mantenidas por los partidos al margen del Parlamento.
Los ponentes constitucionales, personas de mucha competencia y gran peso político, se reunían en una sala inmediata a mi despacho de la presidencia. Muchas veces oía sus voces, en las intensas discusiones que mantenían. Conscientes de que hablaban alto y de que las paredes no siempre evitaban que se escucharan los debates, me pedían que impidiese a toda costa que los periodistas rondaran por aquella zona del Congreso cuando estaban reunidos. Los informadores, intentando cumplir con su obligación, procuraban acercarse, y yo trataba de que no lo hicieran. Pequeñas batallas del día a día parlamentario que uno evoca hoy con añoranza.
La elaboración de la Carta Magna fue un proceso complicado, a veces convulso. Para empezar, en enero de 1978 se filtró a la prensa el texto del anteproyecto, lo que causó problemas y malestar en el grupo de UCD. Y en todo el proceso los centristas, debo reconocerlo, fuimos a remolque en varios aspectos. Dimos un repaso a todo el texto, pero ya entonces el punto neurálgico, y en el que nos quedamos con la sensación de que no teníamos la solución, fue la cuestión autonómica.
Tenía y sigo teniendo la sensación de que nos limitamos a poner parches, sin resolver los problemas de fondo. Todo eran urgencias entonces. Reproduzco lo que escribí sobre el particular en Del contubernio al consenso:
«Solo después de aprobada la Constitución, y cuando el conflicto autonómico nos estalló en las manos —octubre de 1979—, se decidió UCD a nombrar una comisión, presidida por Martín Villa, para “racionalizar el desarrollo de las autonomías”. Así pudieron producirse situaciones tan peculiares como la llamada que me hizo el ministro responsable —Manuel Clavero— para enterarse por mi conducto de la posición que se había mantenido sobre este tema por el secretario del partido en la escuela de verano de la Fundación Humanismo y Democracia, pocos meses antes de su dimisión [...]. Volviendo a las reuniones de La Moncloa, en las que se habló mucho y muy desordenadamente, intervine para decir que habíamos caído en una trampa, ya que se nos estaba imponiendo todo el proceso autonómico como condición indispensable para conquistar la democracia. En resumen, se divagó bastante, se coincidió poco y, al final, se constituyó la socorrida ponencia interna, con la que se pretendía tranquilizar a los más inquietos [...]. Emilio Attard, en uno de los capítulos del libro mencionado sobre la Constitución, relata lo ocurrido en esa sesión7 y las siguientes del hotel Barajas (23 y 24 de enero) y del hotel Monte Real (29 de enero), llegando a la siguiente conclusión: “No fuimos capaces de concurrir al proceso constituyente con un proyecto que definiera la naturaleza jurídica del Estado autonómico porque carecíamos de un pensamiento claro, congruente y compartido”, añadiendo poco después que los socialistas son igualmente responsables del “disloque preautonómico” y de la redacción del título VIII de la Constitución».
Recuerdo aquellos tiempos con añoranza, no puedo negarlo. Pero la nostalgia no es tanta como para olvidar que fue una etapa dura. Hermosa y a la vez difícil, en la que sin duda cometí errores, casi siempre producto de la improvisación y la inexperiencia. Pero fue una vivencia inolvidable, rematada con el instante, para mí el más importante de mi vida política, en que firmé el texto de la Constitución como presidente del Congreso de los Diputados.
Uno de los momentos difíciles que me tocó vivir fue el de un encendido encontronazo entre Manuel Fraga y Santiago Carrillo, que cruzaron duras palabras en un pleno. El dirigente comunista dijo a Fraga: «Su señoría fue un especialista en promover desórdenes en las calles de este país [rumores]; su señoría ha dejado una triste memoria, y si algo podría reprochar yo a don Rodolfo Martín Villa, ministro del Interior, es que, algunas veces, parece un discípulo de su señoría, desde el Ministerio del Interior». La respuesta de don Manuel fue también dura: «Como aquí ha sonado un aire de amenaza y, efectivamente, eso es lo que se hizo contra aquellos ilustres hombres antes criticados, yo le digo también... Lo que hoy hemos aprendido es que la piel del cordero al final nunca acaba por tapar ciertos pies negros o rojos de sangre que efectivamente algunos no los pueden negar». No escuché bien las palabras de Carrillo, pero sí las de Fraga, al que llamé la atención. Concluido el pleno, don Manuel se me acercó y me habló en tono de reproche. Reconoció que había sido agresivo y que no había guardado la debida cortesía parlamentaria, pero hizo hincapié en que Carrillo había sido tan agrio o más que él y yo no le había dicho nada. Pedí a los taquígrafos el texto de la intervención de Carrillo y comprobé que, en efecto, Fraga tenía razón, por lo que al inicio de la siguiente sesión parlamentaria recordé a Santiago Carrillo la obligación que todos teníamos de guardar las formas parlamentarias.
Ciertamente, en aquella legislatura constituyente no hubo muchos debates problemáticos. Este que acabo de citar, algún encontronazo de Alfonso Guerra con Martín Villa y alguno más. Y eso que se habló de muchas cosas, de una forma poco ordenada. La Cámara no era todavía un órgano de examen pormenorizado de la acción del Gobierno, no existían las sesiones de control que hay ahora. Los plenos trataban incidencias que se producían, asuntos que se consideraban importantes. El grueso del trabajo se hacía, no obstante, en las comisiones, sobre todo la Ponencia Constitucional y luego en la Comisión Constitucional. Ahí sí que hubo momentos verdaderamente complicados, como el día en que Alianza Popular abandonó la Ponencia alegando que se ninguneaba a su representante. Fue un mal trago para todos nosotros. Yo intenté por todos los medios restablecer el consenso, y entre unos y otros lo conseguimos. Alianza Popular volvió y los trabajos siguieron.
Al contrario de lo que me ocurría con el trabajo parlamentario, en el que pecaba de novato, yo sí tenía alguna experiencia en el campo de la mediación entre distintas tendencias políticas. No en vano la lucha por la reconciliación de los españoles había sido una de las constantes de mi vida política. En cuanto veía síntomas de discordia excesiva, procuraba tender puentes entre unos y otros, mover cuantos resortes estaban a mi alcance para conseguir que se restableciese el grado de acuerdo necesario para sacar adelante el nuevo sistema político democrático, que era nuestro objetivo.
Fue un periodo experimental para todos, donde hubo mucha buena fe, más que pericia desde luego, en el que al final sacamos adelante un texto constitucional que no es perfecto, claro, quizás porque tenía la virtud de no dejar plenamente satisfecho a nadie. Todo el texto fue aceptado por una gran mayoría, salvo el título octavo, siempre ese título, que rechazaron los vascos del PNV. Fue una gran pena que el representante más cualificado del Partido Nacionalista Vasco, Juan Ajuriaguerra, muriera precisamente entonces, en agosto de 1978. Era un político con mucho sentido de Estado, muy puesto en razón, que probablemente habría llevado a los nacionalistas por derroteros distintos de los que después siguieron. Asistí a su entierro y funeral en nombre del Gobierno, con el ministro Agustín Rodríguez Sahagún, y lo hice con tanto honor como pesar.
Allí tuvimos una conversación interesante con Arzallus. Es un hombre muy preparado, pero difícil. Desde el primer momento él mismo se puso en una situación muy complicada. Tratar con el PNV de Arzallus era diferente que hacerlo con el de Ajuriaguerra. Una de las preocupaciones principales del antiguo jesuita cuando estábamos tratando el título octavo de la Constitución eran sus diferencias con Fernando Abril. Cuando se rechazó una propuesta peneuvista relativa al reconocimiento de las tradiciones vascas por la negativa del vicepresidente, Arzallus se me acercó y me dijo: «Mira, presidente, yo aquí estoy muy a gusto, no tengo nada que reprochar a UCD, pero con Abril Martorell no puedo. Es muy difícil llegar a cualquier acuerdo con él. Te agota, se pasa horas y horas hablando y al final, cuando has bajado la guardia y no sabes ni por dónde andas, saca la propuesta que buscaba desde el principio y consigue lo que quiere. Estoy a vuestra disposición para lo que queráis, menos para volver a sentarme a negociar con ese hombre».
Al final el nacionalismo vasco mantuvo una actitud de reserva hacia la Constitución que fue muy negativa para el país en los años y las décadas que siguieron.