Rechazo la presidencia del Consejo de Estado

Cuando Adolfo me contó que quería a Landelino Lavilla al frente del Congreso, sería un hipócrita si no dijera que lo lamenté, porque era una función en la que me había encontrado muy a gusto; pero comprendí, como anoté más arriba, las razones de Suárez. Con su sensatez y autoridad jurídica Landelino fue un presidente riguroso y eficiente, aunque hubo de enfrentarse a problemas. Adolfo se resistía a comparecer para la investidura y Lavilla creía que debía hacerlo. Finalmente aquello se arregló, pero Landelino hubo de navegar en las turbulentas aguas de una legislatura llena de tensiones políticas, sociales, militares, terroristas e incluso de problemas internos en UCD.

Descartado que repitiera en la presidencia del Congreso, Suárez me ofreció la presidencia del Consejo de Estado. Le respondí que prefería seguir como parlamentario y trabajar para el partido. Entonces yo pensaba que podía hacer una labor en UCD para llevarla a posiciones demócrata cristianas. Me dijo que estaba de acuerdo en que hiciera esas dos tareas y me nombró presidente de la Unión Interparlamentaria, lo que me permitió hacer bastantes contactos con muchos parlamentarios de otros países, entre otros Kohl, Andreotti, Maurice Faure, Eduardo Frei y los venezolanos de Copei.

En Chile estuve con Eduardo Frei. Una de sus hijas estaba casada con un joven palentino de Osorno, pueblo con el que, como he contado, mi familia tenía mucha vinculación y que tiene el mismo nombre de una ciudad chilena. A Frei su yerno le hablaba mucho de su localidad natal, y cuando el expresidente chileno vino en uno de sus viajes a Madrid y preguntó por Osorno en el Ministerio de Asuntos Exteriores, porque quería conocerlo, allí le dijeron que no había ninguna localidad con ese nombre. Así que cuando don Eduardo me vio me dijo:

—Fernando, nos habéis engañado. Me han dicho en Exteriores que Osorno no existe en España.

Quise entonces organizarle discretamente un viaje a Osorno la Mayor, que tal es su nombre completo, para que la conociera con sus propios ojos. Allí le recibieron encantados, con una pancarta que decía «Osorno sí existe».

Luego viajé a Chile varias veces más, incluida la triste ocasión del fallecimiento, precisamente, de Eduardo Frei. Era un hombre simpatiquísimo, con su aspecto de tanguista. Cuando falleció este amigo organizamos un viaje desde España en el que nos llevamos a Andrés Zaldívar, democristiano entonces exiliado en nuestro país. Al llegar al aeropuerto de Santiago, antes de bajar del avión, subió a él la DINA, la policía pinochetista, para decirnos que Andrés Zaldívar no podía bajar, pues tenía prohibida la entrada en el país. En ese momento el otro diputado de UCD que viajaba conmigo, Luis Vega Escandón, y yo nos planteamos la posibilidad de volvernos con Andrés, pero los amigos chilenos nos pidieron que nos quedáramos en testimonio de apoyo, pese a todas las dificultades. Así lo hicimos.

Frei tuvo dos funerales: el oficial, al que no asistió nadie de la oposición, y el que hicieron sus partidarios y amigos, que fue, con el cardenal de Santiago como oficiante, un acto que se convirtió en una clara demostración hostil al régimen de Augusto Pinochet. Como había gentes de Europa y América, la dictadura no impidió el funeral ni presionó para que no se llevara a cabo. Pinochet estuvo en las exequias oficiales, celebradas porque Frei había sido presidente de la República de Chile.

Fui a Chile por tercera vez con motivo de una reunión de la Internacional Demócrata Cristiana. Como allí había parlamentarios democristianos de todo el mundo, me habían encargado convencer a los representantes europeos de que apoyaran la candidatura de Marcelino Oreja a la secretaría General del Consejo de Europa. Así lo hice. Marcelino, como es sabido, acabó ocupando ese puesto en esa prestigiosa institución. En aquella época estaba de embajador en Chile Miguel Solano antiguo miembro del equipo de Castiella y muy buen conocedor de los temas europeos, y tenía de secretario a un personaje muy curioso, Pedro García Trelles, que me fue a recoger al hotel, donde yo estaba con un senador italiano, que iba a venir conmigo a una reunión a la que nos habían convocado los amigos demócrata cristianos chilenos de Patricio Aylwin. El secretario nos llevó por las calles de Santiago a toda velocidad, haciendo trompos y maniobras peligrosas. Decía que había estado allí la policía española y le habían enseñado a conducir para despistar a los perseguidores. Cuando llegamos a nuestro destino el pobre senador italiano estaba blanco como la leche. Me pidió que no le llevase nunca más con semejante conductor.

También hicimos en aquella época un viaje a Cuba. Yo había recibido de unos cubanos exiliados en España el encargo de buscar a un familiar que vivía allí, ingeniero de ferrocarriles, para darle noticias de ellos y ver las posibilidades que había de sacarlo a Miami. Al llegar al hotel le llamé y me citó, pero no quiso que hablásemos en la habitación al estar seguro de que habría micrófonos. Hablamos, pues, en la calle.

El embajador en La Habana era mi viejo amigo Enrique Larroque, que en su día tuvo sus aspiraciones políticas que no cuajaron porque no se puso de acuerdo con Leopoldo Calvo-Sotelo. Enrique nos dijo que había conseguido que el comandante Fidel Castro fuera a la embajada para conocernos y tener un encuentro. Y así fue como conocí a Castro. Sin duda un triunfo diplomático para Larroque. La conversación con Fidel fue muy larga y muy interesante. Desde luego, entonces tenía un magnetismo especial, que supongo que seguirá teniendo pese a su estado actual. Hizo una torrencial digresión sobre la política latinoamericana y centroamericana, en la que por supuesto culpaba de todo a Estados Unidos, y de paso reprochó a los grupos políticos europeos su connivencia con la política norteamericana. Hizo la salvedad de que tenía la sensación de que Franco nunca quiso secundar a Washington en el aislamiento del régimen cubano.

En aquella ocasión nos hizo de cicerone el rector de la Universidad de La Habana, encargado de mostrarnos los encantos de la ciudad. Hombre muy simpático, nos enseñó La Habana típica. Paseando por las viejas calles nos encontramos a la gente charlando por la calle, en las puertas de sus casas, cosa que el clima permite. En un momento dado el buen rector se acercó a uno de los corrillos de habaneros y señalándonos a los parlamentarios españoles de los diversos partidos, dijo:

—Aquí vengo con los representantes de la madre patria. ¿Saben ustedes cuál es la madre patria?

Uno de los habaneros respondió con solemnidad:

—Sí, señor, la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas.

Todos nos echamos a reír, salvo el rector, que no sabía dónde meterse.

Igualmente estuvimos en Filipinas, donde gobernaba el presidente Marcos. Su mujer Imelda y él nos acompañaron en la visita a las dependencias de su palacio. Y también estuvimos en Caracas, y en Roma. Como habíamos hecho la Constitución y estábamos culminando la Transición, en todas partes se nos recibía con interés y afecto. En resumen, mi labor en la Unión Interparlamentaria fue, por decirlo de alguna manera, de diplomacia entre representantes de la soberanía popular de muchos países.

Por otro lado asistía como parlamentario a las sesiones y trabajos del Congreso de los Diputados. No tuve una especial participación, salvo en la Comisión de Asuntos Exteriores, a la que pertenecía. Y todo ello lo compaginaba con mi actividad en la Fundación Humanismo y Democracia y con las actividades de la presidencia del Consejo Federal Español del Movimiento Europeo.

La España que soñé
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