La democracia cristiana al llegar el cambio
En los años finales del franquismo hubo tres grandes congresos de la democracia cristiana en España. El primero en Montserrat, el segundo en Valencia y el tercero, ya muerto el general Franco, en el año 1976, en Madrid.
El de Montserrat fue muy sui géneris. Nos acogieron allí los padres benedictinos, brindándonos la oportunidad de discutir con gran libertad. Los frailes de Montserrat corrieron el riesgo de sufrir represalias de las autoridades, y de hecho hubo consecuencias para el abad Escarré, que tuvo que abandonar el monasterio, pero eso no les detuvo en su actitud. Allí en Montserrat, en marzo de 1973, se planteó por primera vez de forma directa el problema de los democristianos nacionalistas. Se trataba sobre todo de la cuestión de los nacionalistas vascos, mucho más que de Unión Democrática de Cataluña, pues Antón Cañellas era mucho más templado. Quien llevaba la voz cantante era Juan Ajuriaguerra, secundado por la figura de un Javier Arzallus que empezaba a darse a conocer. Nos estábamos planteando el futuro después de Franco y el PNV se mostró muy rígido en sus posiciones independentistas. Me sorprendió la dureza de la intervención de los vascos, que me parecieron demasiado exigentes. Al final me quedé con la sensación de que salieron de aquel congreso, al que en realidad llamábamos jornadas, con cierto disgusto por no haber conseguido la aceptación, sobre todo por Gil-Robles, de sus planteamientos radicalmente federalistas, casi independentistas.
En las demás cuestiones hubo mucho más acuerdo y se obtuvieron conclusiones útiles, una postura común de cara al cambio que se avecinaba.
En 1974 se celebraron las II Jornadas del Equipo de la Democracia Cristiana en Valencia. Se habían incorporado al movimiento gentes destacadas de aquella misma región encabezadas por Emilio Attard, Joaquín Maldonado y los hermanos Duato, viejos colaboradores de la CEDA. Los cedistas valencianos habían tenido una historia muy particular. Luis Lucia, el líder de la Derecha Regional Valenciana, hombre moderado, llegó a ser condenado por los dos bandos de la Guerra Civil. Cuando estalló el alzamiento el 18 de julio Lucia dirigió un telegrama de adhesión al Gobierno de la República, lo que no le salvó de la hostilidad del Frente Popular, tan radicalizado en aquel momento trágico, pues no en vano era dirigente de la CEDA. Como puede imaginarse, Franco tampoco lo vio con buenos ojos. Fue procesado y condenado a muerte y solo le salvó la vida la intervención del arzobispo de Valencia. En la posguerra fue una figura más o menos silenciosa, que poco a poco se apagó y dejó paso como cabezas democristianas a los personajes citados, hombres de gran influencia sociopolítica en la región.
Estas segundas jornadas, que tuvieron lugar en un convento de religiosas, fueron organizadas por los valencianos con tanta discreción que hubo algún invitado que se quedó sin asistir. Es lo que le ocurrió al que fuera presidente de Venezuela Luis Herrera Campins. La reunión se hizo con tal sigilo que no encontró el sitio y no pudo contactar con los organizadores hasta después de que todo terminara.
En Valencia se radicalizó la postura sobre lo que iba a ser la transición. En lo referente a este asunto hubo ponencias muy significativas. Se hablaba de ruptura, no se contemplaba la opción de la reforma. En Valencia prevalecían los rupturistas, pese a que no era esa la posición de Gil-Robles y otras destacadas figuras.
La tercera de las reuniones tuvo lugar en 1976, cuando estaba comenzando el reinado de don Juan Carlos. Se hizo de forma abierta, descarada, aunque no había autorización oficial. Ya no tenía nada que ver con la semiclandestinidad de los congresos anteriores. Nos reunimos en el hotel Menfis y se hizo el acto de clausura en el teatro Alfil, con luz, taquígrafos, invitados extranjeros y periodistas. Era un envite planteado al gobierno Arias, que no tomó ninguna represalia. Creo que nuestro ejemplo estimuló a los socialistas, que algunos meses después hicieron lo mismo.
Poco a poco la sociedad había ido cambiando y el cambio afectaba a todos los sectores. El Concilio Vaticano II transformó a la Iglesia, que optó por la solución Tarancón, con lo que ello suponía. Don Vicente, abucheado por los ultras en el entierro de Carrero Blanco, en su homilía el día de la coronación de don Juan Carlos casi trazó un programa político. Hombre de gran visión, tuvo siempre muy claro, como ya he comentado, que no debía existir un partido confesional, una organización con nombre religioso. Tanto él como su colaborador el padre Martín Patino nos desaconsejaron una y otra vez, en todas las reuniones, que formásemos una democracia cristiana con ese nombre. De hecho, José María Martín Patino asestó un duro golpe en su día a las esperanzas demócrata cristianas en varios artículos que publicó en El País y, sobre todo, en una conferencia pronunciada en el Club Siglo XXI, tribuna que llegó a ser en esa época poco menos que inevitable para quien quisiera ser algo en la cosa pública. La mano derecha de Tarancón dijo con toda claridad que la Iglesia no veía bien la presencia electoral de partidos con el nombre de la democracia cristiana. Aquello no era nuevo para nosotros. Lo novedoso era la notoriedad, la publicidad de esa posición. Ya dije en su día que a todo aquello quizás no fuera ajeno el astuto Pío Cabanillas, que hablaba mucho con Martín Patino. Nunca habíamos pedido apoyo a la jerarquía, pero tampoco era plato de gusto que nos descalificara.
Quería que los católicos nos diluyéramos en los distintos partidos, nada de que hubiera un partido de la Iglesia. No se equivocaba: en las elecciones del año 1977 ni Ruiz Giménez, ni Gil-Robles ni los valencianos, es decir, todos los que llevaban en su organización el apellido «cristiana», obtuvieron un solo diputado. Ni uno. El pueblo prefería caras nuevas: Adolfo, Felipe y, desde luego, don Juan Carlos.
José María Gil-Robles trató de explicar aquellos resultados hablando de diversos errores y circunstancias. Yo creo que, por un lado, la sociedad española deseaba cambios y esas caras nuevas, y por otro la derecha sociológica que aún recordaba los años de la República no le perdonaba que en aquel momento fuera incapaz de sacarla del atolladero en que se sintió inmersa.
Y las mutaciones llegaron incluso al ejército, el último en experimentar cambios. Finalmente alcanzaron relieve personajes que siempre habían mostrado una significativa independencia, dentro de lo que era posible en el régimen, como los generales Gutiérrez Mellado y Díez Alegría.
En vísperas de la muerte del general Franco todo eran rumores y sobresaltos, días de ánimo y momentos de desesperanza. Tal fue el tono de todo el año 1974, que empezó con el famoso «Espíritu del 12 de Febrero» de Arias y acabó culminando con las complicaciones en el Sahara y la flebitis de Franco, que hizo correr el bulo de su muerte por el mundo entero. Y entre medias, la revolución portuguesa. En pleno cambio, con los claveles aún sin marchitar, estaba Portugal cuando el 4 de junio de aquel año asistí como siempre a la cena por la onomástica de don Juan en Estoril. Lo ocurrido en Portugal en abril y la propia situación española fueron factores más que suficientes para que la expectación se disparase. Había más periodistas que nunca. Como vicepresidente de Izquierda Demócrata Cristiana ocupé un asiento a la derecha de don Juan, que durante toda la cena mostró una gran serenidad, sin dejarse arrastrar en ningún momento por el ambiente de exaltación que le rodeaba. Porque esa noche todo el mundo estaba eufórico. Pronuncié una breve alocución, muy sentida. Don Juan, en su discurso se comprometió a «velar porque la monarquía cumpla su función arbitral y pacificadora al servicio de España, y también por la dignidad con que debe afrontar el juicio de la historia».
Poco después, según tengo anotado el 3 de agosto, volví a Estoril, esta vez con Fernando Baeza, Carlos Bru, Íñigo Cavero y Antonio García López. En mis notas de entonces hay cumplida referencia al encuentro: «Nos reunimos a cenar con don Juan en un restaurante de la playa de Do Guincho, en compañía de Pedro Sainz Rodríguez, el doctor Zurita y Joaquín Muñoz Peirats, que estaba en esos días por Estoril. La reunión fue gratísima, salpicada por intervenciones de don Pedro y una cierta tensión entre García López y Baeza producida por las distintas versiones sobre el protagonismo jugado por el PSOE en el interior. Fernando Baeza hizo la observación del republicanismo histórico del PSOE que no impidió su presencia en esta y posteriores ocasiones, conectando perfectamente con don Juan».
Socialistas y demócrata cristianos nos aproximábamos conjuntamente a don Juan en aquella época, y creo que esa fue una decisión muy positiva. Para entonces, como escribí en su día, ya teníamos la impresión de que don Juan Carlos «había iniciado una etapa de reflexión ideológica y estratégica, demostrando su preocupación por obtener la legitimidad democrática, utilizando no solo una nueva semántica sino un nuevo repertorio de ideas liberales. Por nuestra parte informamos de los proyectos y perspectivas de la oposición democrática».
Y entre los papeles de esos meses cruciales también encuentro una referencia a la entrevista que mantuve con Nicolás Franco Pascual de Pobil el 12 de agosto de 1974, que además de una sorpresa fue para mí un encuentro muy importante. Si no me falla la memoria, Nicolás Franco contactó conmigo, y con otros representantes de la oposición, a través de José Mario Armero, que fue un amigo entrañable desde mis primeras andanzas madrileñas. «En la entrevista con Nicolás Franco (Jr.) —escribí en Del contubernio al consenso— me indicó que, con conocimiento y autorización del príncipe don Juan Carlos, estaba realizando una prospección política en los sectores democráticos al objeto de estimar cuáles pudieran ser los condicionantes para la aceptación del príncipe por dichos sectores. Le adelanté que un tema de tal naturaleza exigía una previa confrontación interna no solo de la ID, sino de todo el colectivo demócrata cristiano».
El hijo del hermano del Caudillo, buen amigo de don Juan Carlos, habló en esos años anteriores a la muerte de su tío con mucha gente de la oposición, incluido Santiago Carrillo.
El futuro rey no perdía el tiempo, y a su manera tampoco lo perdía Arias Navarro, que también nos mandó emisarios, concretamente Gabriel Cisneros y Luis Jáudenes. Por eso me sorprendió que un día de noviembre del año 1974 la policía irrumpiera en un chalé de la madrileña calle del Segre y, pese a que había canales de diálogo, detuviera a Txiqui Benegas, Felipe González, Nicolás Redondo, Jaime Cortezo, José María Gil-Robles y otros. Yo mismo había estado en esa reunión, pero cuando llegó la policía había tenido que ausentarme precisamente porque iba a cenar con Jáudenes. Ruiz Giménez tampoco estaba, por lo que cuando se enteró de las detenciones se fue directo a la DGS para hacerse solidario con los detenidos, pero una vez más la policía no quiso arrestar a don Joaquín. Yo decidí hacer lo mismo. Llegué al edificio de la Puerta del Sol con la noche ya muy cerrada y hube de llamar a la puerta para que me abrieran, como quien va a un domicilio particular. Finalmente abrieron, y al contrario de lo ocurrido con Ruiz Giménez, a mí sí me aceptaron como huésped, de modo que acabé otra vez en un calabozo de aquellos, junto a la celda que ocupaba Dionisio Ridruejo, también detenido en la calle del Segre.
En el cacheo de rigor para entrar en las dependencias de la Puerta del Sol a Dionisio Ridruejo le habían quitado sus pastillas para el corazón, de modo que yo le oía reclamarlas con toda la serenidad del mundo. Aquel hombre inolvidable les decía a los policías con suprema elegancia y sin alterarse que lamentaba las complicaciones que su muerte en la DGS pudiera acarrearles.
A la mañana siguiente nos hicieron un interrogatorio rutinario, nos llevaron ante el juez y este nos puso en libertad a todos.