El príncipe en Estoril

Aunque le vimos el día de su llegada a España, a don Juan Carlos le conocimos realmente el año 1951, en Estoril, en uno de nuestros viajes de los años cincuenta. Allí estaba «Juanito». Su padre nos lo presentó la primera vez y lo saludábamos en las siguientes ocasiones. También estaba «Alfonsito», por supuesto. Con ellos tuvimos las conversaciones que se tenían con los chicos.

De los tres consejeros que más influyeron en don Juan, Gil-Robles, López Oliván y Sainz Rodríguez, el más posibilista era el tercero. Gil-Robles quizás fue más decisivo para el Manifiesto de Lausana, en el que se pedía la monarquía plenamente democrática y la devolución de la soberanía al pueblo español, seguramente por la experiencia que había tenido don José María en los tiempos de la República. Sainz Rodríguez, ministro de Educación de Franco durante la guerra, veía las cosas de otro modo. Era un hombre pragmático, socarrón. Un reciente libro sobre la masonería dice que estaba en una logia y que le llamaban «Tertuliano». Desde luego, era hombre de charla muy amena, muy dado a las tertulias. Creo que él fue quien convenció a don Juan de que había que educar a los príncipes en España, de acuerdo con Franco, como se acordó en el Azor, el yate del general Franco. Y entonces el joven Juan Carlos hizo su primer viaje a nuestro país. Vino con Martínez Campos y fuimos a esperarle a la estación de Atocha un día muy frío, el 9 de noviembre de 1948. Allí estábamos unos cuantos miembros de las Juventudes Monárquicas juanistas, junto a otras gentes. Se dio la coincidencia de que en aquellos días murió en la cárcel un monárquico del grupo de la duquesa de Valencia, que era descendiente del general Narváez y muy independiente y crítico con el régimen. Aquel monárquico llamado Méndez falleció porque tenía una enfermedad que se le agravó en prisión, no es que sufriera malos tratos. Al entierro asistimos todos, y al príncipe aquello debió de incomodarle mucho. Recién llegado para educarse en la finca de Las Jarillas se encontraba con la muerte en prisión de un monárquico.

Los monárquicos militantes acudimos también a la Academia Militar de Zaragoza el día de la jura del príncipe. Estábamos movilizados a favor de la corona. Defendíamos la legitimidad del padre, don Juan, y estábamos convencidos de que su hijo Juan Carlos tenía plena identidad de pensamiento con él.

Don Juan seguía en ese momento los consejos de Sainz Rodríguez, y todavía también los de Gil-Robles. Llegado el momento de pasar a la enseñanza universitaria el entonces príncipe Juan Carlos, hubo discrepancias sobre si debía cursarla en Lovaina o en España, y dentro de España en Madrid o Salamanca. Se descartó la universidad que rigiera Unamuno porque, al parecer, Franco no quería que tuviese influencias de Enrique Tierno Galván, que por aquellos años enseñaba en aquella universidad.

Todos los años visitábamos Estoril por san Juan para celebrar la onomástica de Juan III. Siempre se celebraba una cena, que era el acto central. Hablábamos, probablemente teorizando demasiado, pero es que sin duda lo necesitábamos, obligados como estábamos a hacerlo poco y en voz baja en España. Nuestra entusiasta adhesión a don Juan probablemente sirvió a este para mantenerse firme en su espíritu de legitimidad dinástica como futuro rey. Es cierto que en algún momento pareció sensible a la influencia de algunos grupos políticos afines al régimen, sobre todo los viejos tradicionalistas de la rama franquista, no de la de Carlos Hugo. Estos concedían legitimidad a don Juan, quien los recibió cariñosamente en Estoril. En una peregrinación a Lourdes en la que estuve presente, don Juan se colocó la boina roja que lucían los tradicionalistas. Aquellas actitudes causaban alguna perplejidad, pero en realidad querían decir que se estaba convirtiendo en el rey de los distintos grupos monárquicos, siempre procurando marcar su relativa independencia con respecto al general Franco.

En 1962, poco antes de acudir a Múnich, viajamos a la boda de don Juan Carlos y doña Sofía en Atenas. A la capital griega fuimos en nuestra otra faceta, la de monárquicos, y más que como invitados acudimos como militantes. Aquello no era tanto una fiesta como un acto político. Un periodista exiliado, Víctor Salmador, tuvo la idea de editar un periódico en aquellos días que estábamos en Atenas. Hizo una publicación fundamentalmente juanista en la que puso todo el acento en defender la figura de don Juan y criticar al régimen. Decía que la boda estaba muy bien y era muy brillante, pero que el verdadero heredero de la corona no era el novio, sino el padre del novio. Este periódico provocó una gran indignación en El Pardo. En la embajada ateniense, aparte del marqués de Luca de Tena, que era el embajador, estaban Gonzalo Fernández de la Mora y Gonzalo Puente Ojea, como secretarios, que mantenían ideas totalmente contrarias en lo político.

Franco envió como su representante a la boda al ministro de Marina, almirante Fernando Abarzuza, amigo y compañero de armas de don Juan, hombre de impenitente vocación marinera. El almirante llegó a Atenas en un buque de la Armada y participó en los diversos actos oficiales y sociales celebrados con motivo de la boda. Uno de ellos tuvo lugar en un club de tenis y estuvo presente la banda de música del buque español. Cuando llegó don Juan al recinto esta banda no tocó la «Marcha real», sino un pasodoble, lo que nos sublevó a los monárquicos allí presentes, que abandonamos la recepción indignados, por considerarlo un menosprecio. Luego el almirante, molesto por nuestra actitud, comentó que él no dio esa orden, pero el caso es que al llegar Juan III tocaron un pasodoble, eso fue un hecho incontestable.

Ahora miro atrás, evoco aquellos tiempos y pienso en el entonces príncipe. Hoy creo que su papel no debió de resultarle nada fácil en aquellos años, atrapado entre la mal disimulada hostilidad de los cuadros del Movimiento Nacional y la impetuosidad desbordante de los monárquicos, que esperábamos de él que marcase distancias con el régimen.

La España que soñé
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