Asesor de Exteriores

De vuelta a Madrid, el director general de Iberoamérica del Ministerio de Asuntos Exteriores, mi buen amigo Yago Pico de Coaña, me pidió que colaborase con el Gobierno en asuntos centroamericanos. Así lo hice durante una temporada larga, combinándolo con mis labores profesionales. Por ello seguí teniendo muchos contactos, por ejemplo con todos los presidentes de América Central. Ya había conocido, como he apuntado, a muchos durante mi etapa de embajador, y ahora conocí a los demás. Creo que fui adquiriendo una visión global de la zona, bastante realista por lo demás. Yo no pertenecía al Cuerpo Diplomático, pero tenía un contrato de colaboración con el Ministerio de Asuntos Exteriores, y ese trabajo me gustó mucho.

De lo primero que hice en aquella etapa fue acudir, como he contado, con una comisión a El Salvador, primero para investigar lo ocurrido con los jesuitas y luego para seguir el proceso. La comisión la formábamos un catedrático de Derecho Penal de Lérida y yo.

Fue un juicio con jurado que, como puede imaginarse, resultó muy difícil de constituir. Nadie quería formar parte del jurado, pues todos pensaban que como mínimo podían sufrir presiones, y en el peor de los casos se jugarían la vida si eran mínimamente ecuánimes. El propio presidente del Tribunal Supremo salvadoreño me contó los quebraderos de cabeza que les acarreó la constitución del jurado. Al final hubo que encomendar al nuncio la búsqueda de los valientes. Durante el proceso los jurados fueron mantenidos lejos de la vista de todo el mundo. Nadie podía ponerles cara o nombre, y menos aún los procesados, que eran soldados de una de las unidades de intervención rápida del ejército, el Batallón Atlacal. Ya apunté que el proceso fue una farsa. A los pocos días de emitirse la sentencia, en la que se condenaba a varios militares, fue dictada una amnistía para todos. Posteriormente se conoció una carta del teniente Mendoza, uno de los oficiales que dirigió la operación, dirigida al provincial de los jesuitas, el español padre Tojeira, en la que ese militar descarga su conciencia de una manera muy dramática y sincera. Al parecer el hombre no podía superar sus remordimientos aunque, eso sí, subrayaba que actuó por obediencia debida.

Se dijo después que si yo hubiera seguido en El Salvador, en aquellos días especialmente peligrosos los jesuitas de la UCA habrían acudido a la embajada para refugiarse.

Tristemente hay que decir que la embajada de Estados Unidos estuvo directamente implicada en aquel episodio. Sabía cómo, por qué y quién había llevado a cabo el crimen. De hecho, una de las razones por las que se conoció la autoría fue que un miembro de la legación estadounidense, hablando con un jefe del ejército que al parecer no lo sabía, se lo comentó, y fue este quien dio la noticia de que los responsables no habían sido los guerrilleros, o insurgentes incontrolados, como inicialmente se quiso hacer creer. Por ese diplomático americano se empezó a saber que fue cosa de un batallón especial del ejército.

Todavía revivo a veces el dolor que me causó la noticia. Hace poco tiempo tuve que ir a prestar declaración a la Audiencia Nacional, en Madrid, donde está abierto un proceso sobre el particular, cuya marcha en estos momentos ignoro. Solo sé que declaré al juez todo lo que recordaba y sabía de aquellos hechos. El juez de la Audiencia Nacional intentó que viniesen a declarar altos mandos militares salvadoreños con participación en el delito, pero no aparecieron por España.

La guerra en El Salvador que comenzara a finales de los años setenta del pasado siglo concluyó a principios de los noventa con los acuerdos de Chapultepec y una intervención intensa, decidida y eficaz del Gobierno español. Acabaron las matanzas y las atrocidades diarias, pero me temo que siguió imperando la injusticia social que estuvo en el origen de la lucha, que fue una guerra de los pobres, pues tan pobres eran los soldados como los guerrilleros. La realidad de ese país que nunca olvidé ni voy a olvidar mientras viva era de abismales diferencias entre los poderosos y los humildes. Una realidad irritante para un pueblo maravilloso. Tuve ocasión de visitar los barrios más humildes y puedo decir que he visto pocos sitios en mi vida con aquella miseria y aquella resignada actitud de sometimiento.

El embajador que me reemplazó en San Salvador creo que no comprendió en su plenitud el problema. Parece ser que estaba un poco al margen de la realidad. Al producirse el asesinato de los jesuitas, en un primer momento creyó las versiones que decían que habían sido guerrilleros, controlados o incontrolados. Pronto le sustituyó Peidró, un embajador clave, que hizo muy buena labor durante las negociaciones que llevaron definitivamente la paz a El Salvador.

Gracias, pues, a la invitación de Yago Pico de Coaña, durante un tiempo del que guardo buen recuerdo, todas las mañanas me iba al ministerio a trabajar como asesor para asuntos centroamericanos en el departamento de Francisco Fernández Ordóñez y por las tardes me dedicaba a mis labores como abogado con despacho.

Como a estas alturas sabe bien el lector, yo tenía muy buena relación con el ministro desde mucho tiempo atrás. Él desde su sensibilidad socialdemócrata y yo con mi pensamiento democristiano coincidimos en UCD. Cuando volví de El Salvador me entrevisté con él y estuvimos evocando los tiempos pasados, y me decía con mucha gracia: «Fernando, no sabes lo que me he encontrado en el ministerio: el Cuerpo Diplomático que me rodea es mucho más izquierdista que yo». Fue muy buen ministro de Asuntos Exteriores. Él me nombró y estando aún él en la cartera cesé.

Me viene a la memoria un hecho bastante anterior. Fue en la época de la presidencia de Calvo-Sotelo, cuando hacía muchos viajes relacionados con la democracia cristiana. Estando yo en Alemania, Kohl pidió hablar conmigo. Por supuesto fui a verle, entre otras cosas porque ya era entonces una gran personalidad europea. De una forma muy directa me dijo aquella vez: «Mira, Fernando, si España quiere entrar en la Comunidad Europea tiene que hacer dos cosas: pedir el ingreso en la OTAN y reconocer al Estado de Israel. Díselo al ministro, porque creo que si no lo hacéis lo vais a tener difícil». El ministro era entonces José Pedro Pérez Llorca, y le conté lo que me dijo el dirigente alemán. A él le incomodaba sobre todo el asunto de Israel, porque decía que un íntimo compañero suyo había muerto en un ataque israelí.

Con Calvo-Sotelo ingresamos en la OTAN y con González en la Comunidad Europea. Con ocasión de la solemne firma de nuestra entrada en Europa vinieron dos personas que habían trabajado mucho por este logro: Robert van Schendel, que había organizado el Congreso de Múnich y a quien condecoró el Gobierno español con la Gran Cruz de Isabel la Católica, y el antiguo militante del POUM Enrique Adroher, alias Gironella, que recibió igual distinción, y del que ya he hablado largamente. Cuando en la recepción hablamos con el rey don Juan Carlos, el bueno de Gironella le dijo: «Señor, es curioso, soy ateo y republicano y me dan la Cruz de Isabel la Católica, que acepto con mucho gusto porque viene del rey que ha hecho la Transición».

Felipe González tuvo gran mérito en el proceso de integración de España en la OTAN, aunque la solicitud y el ingreso fue cosa de Calvo-Sotelo, que lo hizo en su breve periodo de gobierno, con valentía y contra viento y marea; pero sí fue González el que dio el empujón definitivo al variar de posición en el famoso referéndum de 1986, y quien antes de eso reconoció a Israel, segunda de las condiciones necesarias, según Kohl, para que España se uniera a Europa.

Cuando digo que esta etapa de mi vida como asesor de Exteriores me resultó enriquecedora es porque me permitió estar en contacto con asuntos y personas que me interesaban muchísimo. Hablo por supuesto de Centroamérica. La Comunidad Europea tenía un grupo de ayuda a los países de aquella región, y en el contexto del trabajo de ese grupo el director general me mandó de viaje varias veces. Asistí, en nombre del ministerio, a reuniones en Costa Rica, El Salvador y Guatemala. También representé al Gobierno español en los actos de constitución del Parlamento Centroamericano. Como representante del Parlamento Europeo, Fernando Suárez, que era un gran orador, hizo un discurso magnífico, que se valoró mucho en aquella tierra en la que tanto gusta la buena oratoria. Hizo un canto a la unidad centroamericana, subrayando las ventajas que de ella podrían derivarse para todos. Como había ocurrido en mis tiempos de embajador, el Gobierno español siguió brindando mucha y muy importante ayuda política y económica. En la medida de lo posible, en aquellos años se volcó en la cooperación. Tras el interés de los gobiernos de Suárez por Iberoamérica, Calvo-Sotelo se centró sobre todo en la relación con Estados Unidos y Europa, y luego Felipe González recuperó la inclinación hacia América sin descuidar las relaciones con Occidente. González conocía bien Iberoamérica desde muchos años antes.

También fueron importantes para la relación con América Central los viajes del rey y la reina, empezando por el de doña Sofía con motivo del terremoto de El Salvador al que me he referido.

La España que soñé
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