Congresos internacionales
Vuelvo atrás, pues las evocaciones me habían colocado prematuramente en el comienzo de los setenta, la última década del franquismo. Cuando Gil-Robles todavía estaba en su segundo exilio se celebró un congreso internacional de la democracia cristiana en Estrasburgo al que acudimos el propio don José María y yo. Él fue desde Ginebra, yo desde Madrid. La Internacional Demócrata Cristiana, sobre todo los participantes hispanoamericanos, estaba muy interesada por la evolución de sus correligionarios españoles; pero tenían como referencia, como punto de partida, al Partido Nacionalista Vasco, que había sido el grupo español fundador de esa internacional. En la presidencia de aquel congreso, junto a los líderes mundiales de la época se sentó Leizaola. Gil-Robles inmediatamente planteó el problema que se había creado: «Este señor representa al PNV, pero aquí estamos muchos españoles que no tenemos filiación nacionalista, a los que Leizaola no nos representa». Hubo una innegable tensión. Nosotros, por supuesto, apoyamos a Gil-Robles y hubo discusión con los vascos.
Poco después se celebró el congreso mundial democristiano en Lima. Mis amigos acordaron que viajara yo para explicar nuestra posición y las razones de nuestra salida del grupo de Gil-Robles. Fui junto con Jesús Barros de Lis, que todavía iba como secretario del grupo de Giménez Fernández. En el mismo avión viajaban los italianos y la gente del PNV. Al llegar a Bogotá sufrí un desvanecimiento, una especie de lipotimia, probablemente como consecuencia del cansancio y de la altitud de la capital. Además acababa de fallecer mi madre, lo que me había afectado profundamente. Allí en Bogotá me atendió magníficamente uno de los vascos, Joseba Rezola. Me recuperé y seguimos el viaje hacia Lima.
Gil-Robles mandó a Lima a su hijo José María y al notario de Madrid Manuel Ramos Armero, muy valioso, que me había sustituido en la secretaría general del partido. Con ellos tuvimos una relación correcta, lo que no impidió que cada cual explicara su punto de vista al congreso. El único incidente reseñable de aquella cita se produjo al final, a propósito de la ceremonia de clausura. Las diferentes delegaciones tenían que hacer una especie de entrada en el salón de actos, con sus banderas nacionales y del partido, y para nuestra sorpresa los del PNV se empeñaron en que todos desfiláramos detrás de la ikurriña. Por supuesto nos negamos. Yo mismo le dije a Joseba, al que por otro lado estaba tan agradecido: «Es natural que ustedes exhiban su bandera, pero no pretenderán que nosotros nos avengamos a usar como enseña la ikurriña». Hubo un tira y afloja. Joseba me dijo:
—Mire, Fernando, le voy a decir una cosa. Parece que vamos perdiendo muchas batallitas, que el PNV no consigue sus objetivos independentistas, pero no le quepa duda de que ganaremos la batalla final.
—Pues sí que me deja usted tranquilo —le respondí.
Al final no fuimos con la ikurriña, el congreso se cerró y volvimos a Madrid, donde acabamos de configurar un grupo sólido con la gente de Ruiz Giménez, sucesor de Giménez Fernández. Así nació Izquierda Democrática, nombre que le pusimos al partido, grupo o como quiera llamarse tras pensar que convenía quitarle el apellido confesional.