Discusión y Convivencia
Nos benefició la Ley de Prensa de Manuel Fraga, que amplió nuestro campo de acción. Salió Cuadernos para el Diálogo, Triunfo tomó un nuevo rumbo... Nuestro grupo pudo sacar la revista Discusión y Convivencia, dirigida en su día por Luis Apostua, que no llegó a tener gran relevancia pero nos permitió expresarnos.
La prehistoria de aquella revista data nada menos que de 1959, cuando un grupo de monárquicos, preocupados por la adversa propaganda contra don Juan que se propiciaba desde el régimen, creamos una empresa editorial llamada Editora y Distribuidora Europea, presidida por el conde de Fontanar, y de cuyo consejo de administración formaban parte Alfonso García Valdecasas, Pedro Gamero del Castillo, el marqués de la Vega de Anzo, José Antonio Linati, Luis Rosales, Joaquín Muñoz Peirats, Javier Carvajal, Íñigo Cavero, José Luis Ruiz-Navarro y yo mismo. El conde de Fontanar hizo durante un tiempo una labor que me parece extraordinaria, aunque no sea muy conocida. Se publicaron varios libros que podríamos llamar de contrapropaganda, hasta que Francisco de Borja Carvajal y Xifré, el conde de Fontanar, dejó la empresa. Las circunstancias en que esto ocurrió las conté en su día en Del contubernio al consenso:
«Su lealtad a la Casa Real le costaría graves contratiempos con las autoridades franquistas, que le quitaron el pasaporte impidiéndole viajar a Estados Unidos, donde debía someterse a una delicada intervención quirúrgica. El incidente que provocó la retirada del pasaporte pude conocerlo de primera mano. Teniendo que enviar el conde de Fontanar una información de gran importancia y confidencial a don Juan, se le ofreció como portador un conocido político opusdeísta, cuyo nombre silencio por pudor. A los pocos días de confiarle los documentos, Fontanar fue convocado por el ministro de la Gobernación, quien, ante su asombro, le mostró los documentos que debían llegar a Estoril».
Sin Fontanar, la editora languideció durante varios años, hasta que en 1967 varios demócrata cristianos nos decidimos a resucitarla, dándole un contenido ideológico definido y editando una revista que bautizamos con el nombre de Discusión y Convivencia. Las iniciales, «DC», no se eligieron al azar. Debo decir que el permiso para publicar Discusión y Convivencia se lo solicitamos personalmente a Fraga, que nos lo concedió, pese a ser muy consciente de que se trataba de una revista democristiana opuesta al régimen. Al cumplirse el aniversario de la aparición de la revista, el 1 de junio de 1971, celebramos una reunión a la que invitamos, entre otros, a Fraga, al que, en mi intervención, agradecí la publicación de la Ley de Prensa de 18 de mayo de 1966: «Con todas sus limitaciones, la ley Fraga ha sido el único cauce abierto a la participación de quienes, pretendiendo ser respetuosos con la legalidad, no se sienten identificados con unos principios ideológicos concretos, porque dichos principios consideran nocivo el pluralismo democrático y condicionan la representatividad política a estructuras exclusivamente orgánicas».
En el editorial del primer número ya hablábamos, a la manera un poco críptica que se hacía entonces para burlar la censura, de la necesidad de que España se democratizara e ingresara en las instituciones europeas.
Como todos los promotores éramos moderados, la revista también lo fue. Quizás demasiado, pues en muchas ocasiones ejercimos la autocensura. Pese a ello sufrimos varios secuestros, expedientes al director y multas. La más notable fue la que nos impusieron, siendo director Luis Apostua, en mayo de 1972 por el editorial «Europa a debate», que fue cosa mía. El editorial, visto hoy, sería considerado más que blando y, sin embargo, la autoridad nos sancionó y lo hizo con unos considerandos tremendos: «[...] atentan a los Principios Fundamentales del Estado y faltan al acatamiento debido a las Leyes Fundamentales, las ideas en las que se expone, promueve o aboga por una configuración política del Estado Español basada en la representación inorgánica, el reconocimiento del pluralismo político que implique la división en grupos ideológicos, la legalidad del sindicalismo clasista o el control político parlamentario de acuerdo con el esquema del parlamentarismo democrático».
La aventura duró hasta mediados de los años setenta. Como escribí en su día, la audiencia alcanzada por Discusión y Convivencia fue escasa porque acabó convirtiéndose en el boletín de un grupo exclusivo y sobre todo porque, como suele ocurrir en ambientes burgueses, «se manifestó su habitual cicatería política en el apoyo económico, ya que entre aproximadamente mil suscriptores que existían, solo pagaban cuatrocientos».
Entre unas cosas y otras, con la ilusión que nos movía en aquellos años en cierto modo optimistas, esperanzados, la asociación y cuanto había alrededor de ella colmaba buena parte de nuestra sed de acción política y llenaba el tiempo que no ocupaba nuestra actividad profesional y que podíamos dedicar a esos menesteres.
He dicho que eran años esperanzados para nosotros y creo que lo eran en general para el país, para los españoles. Las cosas estaban cambiando, había una evidente transformación sociológica, que quizás no alcanzamos en el momento a considerar en toda su profundidad, pero que sí veíamos, aunque fuera superficialmente. Aquella ya no era la España de los cuarenta y los cincuenta, del hambre, el atraso, la posguerra interminable. El desarrollo desencadenado por la nueva política de los tecnócratas y la llegada masiva de turistas abría perspectivas. Y abría las mentes y las sensibilidades. Incluso el propio régimen ya no era tan inamovible y torvo como al principio, y cada vez presentaba más resquicios. Es verdad que la Ley Orgánica del Estado fue puramente franquista, pero el cambio social era imparable, se colaba por todas las rendijas. En los últimos sesenta, tras los años de la pobreza y la tristeza, se notaba una incipiente prosperidad, una cierta alegría que no había estructura política capaz de ocultar. Ya se sabe que en muchas ocasiones las sociedades van por delante de sus dirigentes.
Con ese telón de fondo había disputas dentro del régimen: los del Opus contra la gente de Solís y Fraga, y eso nos daba ciertas esperanzas, de la misma manera que el monolitismo del general y sus más afines nos deprimía con igual frecuencia. España cambiaba, todos lo hacíamos. El hecho de que España se estuviera convirtiendo al fin en un país de clases medias tenía un calado, una significación política enorme.
¿Fuimos conscientes de ello? Creo que no cuanto habríamos debido, hay que reconocerlo. Ahora es fácil ver, con la perspectiva de los años, todo aquel fenómeno, pero hacerlo en el momento, y metidos de lleno en el ajo, sin distancia de ningún tipo, era más difícil. No obstante, parece que había diferentes maneras de ver las cosas entre los que estaban en España y los que estaban fuera. En el ámbito de la izquierda, en el exilio se trazaban políticas y se daban consignas muy poco acordes con la realidad de una España que ya no era el país proletario y campesino de tres décadas antes, y yo creo que algunos de los militantes clandestinos que luchaban en Madrid, en Asturias, en Barcelona, eran conscientes de lo estéril de muchas de aquellas políticas. O al menos dudaban de su eficacia. En el seno de la democracia cristiana también empezábamos a ver que los viejos esquemas se podían estar quedando inservibles. A la cabeza de la renovación estaban entonces los democristianos catalanes de Cañellas y los vascos de Ajuriaguerra, que parecieron capaces de superar los clichés nacionalistas dogmáticos, aunque a la postre su gran labor haya quedado hoy en nada.
Al final se vio que en España no tenía futuro un partido confesional, y eso quien lo vio muy claro fue el cardenal Tarancón, que no quería ver ni en pintura una organización que llevara el apellido «cristiano». Nuestra tendencia ideológica tenía que adoptar otras formas, y así fue como casi todos acabaríamos en UCD, y quienes quisieron mantener las esencias, como Gil-Robles o Ruiz Giménez, se quedaron sin eco social y electoral.
En los setenta notábamos, sin capacidad de analizarlo, un cambio social, pero no pudimos ver su profundidad hasta mucho después. Incluso en las primeras elecciones democráticas nos sorprendieron los resultados y hubieron de ser las grandes fundaciones alemanas, estudiosas de los movimientos sociales europeos, las que nos abrieran los ojos. A nosotros y a los socialistas. Aquella nueva España conocía a los exministros Fraga, Silva, Solís, pero quería gente tan nueva como se sentía ella misma. Adolfo y Felipe la representaban mucho mejor que un Areilza o incluso un Ruiz Giménez, con toda su meritoria carrera. La fundación socialdemócrata Friedrich Ebert, y la Konrad Adenauer en nuestro caso, hicieron estudios muy interesantes sobre la realidad española. Diagnosticaron que España sería un país de centro, y acertaron.