Jesuitas de paisano
Los primeros recuerdos nítidos que conservo de mi infancia se remontan al año 1931. Vivíamos entonces en Bilbao, donde mi padre ejercía de magistrado de la Audiencia. Guardo en mi mente las algaradas y movimientos que se produjeron con motivo del 14 de abril de aquel año. La mayoría no eran manifestaciones violentas, pero sí sucesos extraordinarios para un niño de siete años, como era yo en aquel momento. Pero hubo alguna excepción al carácter más o menos pacífico de los episodios de entonces: dos o tres días después del 14 de abril sí que hubo un grave altercado en un centro monárquico, que fue saqueado y quemado. Estaba muy cerca de la calle de Henao, donde nosotros vivíamos. Fue la primera vez que hube de presenciar el espectáculo de la violencia y la barbarie, que nunca he comprendido. Ni siquiera entonces me atrajo lo más mínimo, pese a que con frecuencia es fascinante a los ojos de los niños.
Yo estudiaba en Indauchu, en el colegio de los padres jesuitas, que estaba muy cerca del estadio de San Mamés. El recuerdo es claro porque, naturalmente, el Atlethic de Bilbao y el fútbol eran cosas que motivaban mucho a los chiquillos de entonces. Pero el centro cambió de sitio enseguida, porque entre las primeras medidas de la República se estableció la prohibición a las órdenes religiosas de impartir enseñanza pública como tales en España. La salida de los padres jesuitas y de los niños de aquel colegio fue traumática. No comprendíamos por qué teníamos que marcharnos del edificio. Con infantil indignación llegamos a reaccionar violentamente, arrojando tinteros y tirando todo tipo de objetos escolares en señal de protesta.
En aquel tiempo iba además a una congregación de los padres jesuitas, la del padre Basterra, pero no recuerdo especialmente a ninguno de los padres-profesores de aquel colegio. Sí quedaron en mi memoria, en cambio, los padres agustinos, por una circunstancia especial: el rector de esa orden en Bilbao, Anselmo Polanco, era de Palencia, de Buenavista, en La Valdavia. Llegó a ser obispo de Teruel y murió asesinado en la guerra cuando intentaba pasar la frontera. Lo recuerdo con mucho afecto.
En mi primera infancia, es decir en la época de Bilbao, los profesores que me dejaron huella fueron, pues, los agustinos más que los jesuitas del colegio. No solo el padre Polanco, sino también algún otro que venía de Roma de vez en cuando. Los agustinos habían levantado al lado de Buenavista de Valdavia una especie de centro preseminario, para los chicos que tenían vocación sacerdotal incipiente. Los recogían allí y allí los formaban. Muchos acababan en la orden agustiniana.
Los jesuitas abandonaron el edificio de Indauchu para instalarse al poco tiempo en un pequeño chalé cerca de la plaza Elíptica de Bilbao, donde ya de paisano y sin símbolos ni atributos religiosos visibles, siguieron con su trabajo docente. Así estuve desde 1931 hasta 1934, año en que trasladaron a mi padre a Zaragoza.