El obispo valiente

YO tuve muy poca simpatía por las potencias del Eje, pero también es verdad que no seguí mucho la guerra. No obstante, me impactó una pastoral del obispo de Calahorra, don Fidel García Martínez, de marzo de 1942, muy contundente en su crítica al nazismo y el totalitarismo. No solo me impresionó a mí, sino a otros más, y nos dedicamos a repartirla.

Esta pastoral acabaría costando muy graves perjuicios a don Fidel, contra el que el régimen llegó a montar incluso una conspiración para desacreditarle, haciendo creer que había sido sorprendido en un prostíbulo, lo cual era falso según contó en sus memorias Manuel Fraga, que se enteró de todo en sus tiempos en el Gobierno. En 1942, en el momento de mayor exaltación prototalitaria del régimen, este hombre valiente, tras criticar con dureza el comunismo, arremetía en la pastoral también contra la otra variante totalitaria:

«A hombres e instituciones representativas de ideología nazi se los alaba con frecuencia y sin medida, y desde luego sin salvedad alguna. Con países o naciones donde estas libremente campean, se mantienen relaciones e intercambios, culturales y de toda clase. Sobre las condenaciones terminantes de la Iglesia de estos errores y sobre las persecuciones religiosas, implacables y tenaces, desconocidas para nosotros, pero terriblemente sentidas por nuestros hermanos los católicos de esos países donde esos errores campean, como fruto de los mismos, se guarda un estudiado silencio, cuando no se acogen versiones tendenciosas, achacando esas persecuciones a supuestas culpas políticas de los mismos perseguidos. De ahí, repetimos, el peligro especial de desorientación o engaño».

Tras denunciar las teorías de superioridad racial y divinización del pueblo alemán, don Fidel proseguía:

«Los errores de los que hemos dado una muestra, fácilmente multiplicable, son tan anticristianos y aun inhumanos, implican tales monstruosidades religiosas, morales, sociales y políticas, y aun revelan desde luego, en su misma contextura lógica, un pensamiento tan arbitrario, tan exorbitante y anticientífico, que no es menester comentario alguno [...]. Pero la duda que a algunos podrá asaltar es si tales errores son elucubraciones particulares de algunas mentes exaltadas o enfermizas, o si realmente se pretende tomarlos en serio y hacer de ellos la norma efectiva de la vida de los pueblos. Desgraciadamente, esto último es la triste realidad».

Don Fidel seguía en realidad la vía abierta por la encíclica Mit brennender sorge («Con ardiente preocupación») de Pío XI, publicada en fecha tan relativamente temprana como 1937, condenando rotundamente el nazismo. Cuando la conocí en los años cuarenta caló muy hondo en el joven de profunda fe religiosa que era yo entonces. Empecé a darme cuenta de que lo que nos habían predicado sobre la cruzada, toda aquella propaganda del nacionalcatolicismo, no había sido más que un tranquilizador de conciencias. Creo que aquella encíclica fue un primer aldabonazo para el espíritu de muchos que hasta entonces no habíamos sido enemigos declarados del régimen. Era un documento impresionante, dirigido a los alemanes, pero que podía llegar a muchos otros, y que comenzaba con estas proféticas palabras:

«Con viva preocupación y con asombro creciente venimos observando, hace ya largo tiempo, la vía dolorosa de la Iglesia y la opresión progresivamente agudizada contra los fieles, de uno u otro sexo, que le han permanecido devotos en el espíritu y en las obras; y todo esto en aquella nación y en medio de aquel pueblo al que san Bonifacio llevó un día el luminoso mensaje, la buena nueva de Cristo y del reino de Dios».

Cuando comenzó la guerra mundial yo todavía estaba en edad escolar y uno de los sacerdotes de mi colegio de Zaragoza quiso organizar un grupo al que llamaba Acción Ciudadana Patriótica, que pretendía aunar a los chicos en una empresa «ni roja ni gótica». Eso lo expresábamos, con esas mismas palabras, en una canción que nos enseñó. «Góticos» llamaba el cura a los alemanes de entonces, los nazis. De algún modo aquel lema un poco ingenuo sí que expresaba lo que fuimos los chicos del momento: ni rojos ni góticos.

Cuando acabó la contienda ya no tenía quince años, sino veintiuno, y como ya he contado, se hizo pública precisamente entonces la posición de don Juan, muy clara, que tanto me influyó. El manifiesto de don Juan quería dar carpetazo a las veleidades e infiltraciones totalitarias nazis y fascistas en la España de entonces.

Al SEU lo recuerdo más proclive al fascismo italiano que a los alemanes, por lo menos en la universidad madrileña. Debo insistir en que era una actividad política sui géneris, inclinada a las bofetadas. A algunos de los profesores de los que nos considerábamos discípulos, como los ya citados don Joaquín Garrigues Díaz-Cañabate, maestro de todos los mercantilistas, o Antonio Luna, profesor de Derecho Internacional, los falangistas llegaron a zarandearlos, y nosotros los defendimos. A un joven con el que luego tendría algún trato incluso le dispararon un tiro en la pierna.

La II Guerra Mundial fue, en resumen, importante para nosotros en la medida en que la simpatía por uno u otro bando marcaba las diferencias, pero no tuvo un influjo directo en aquellos incipientes movimientos cristianos, monárquicos y demócratas en los que participábamos.

La España que soñé
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