Aspiraciones políticas

En aquellos años casi fui empujado a asumir responsabilidades. Yo creía profundamente en el mensaje de don Juan y en lo que este estaba haciendo desde Estoril, y por eso me mantuve en el Consejo Privado, pese a la opinión de Gil-Robles y su círculo. Don José María se molestó, de una manera a mi juicio excesiva; cruzamos cartas correctas pero serias e inevitablemente acabó llegando la separación.

En 1966 la situación dentro del partido de Gil-Robles, que aún era el mío, resultaba insostenible. Como pasa tantas veces en política, brillaron las navajas y apareció algún que otro juego sucio. Alguien extendió la especie de que yo había viajado al congreso de Lima pagado ¡por los servicios secretos estadounidenses! Por si no fuera bastante, empezó a circular un falso boletín que habría escrito yo en el que se contenían absurdas afirmaciones. Alarmado, el 27 de mayo de 1966 escribí una carta a Gil-Robles, quien me contestó de forma sorprendente, poco menos que dando crédito al infundio: «Existen unos determinados grupos —decía Gil-Robles— que se llaman demócrata cristianos y que son una completa ficción. Lo único que existe es una denominación que utilizan determinados elementos que cuentan con la ayuda económica de ciertos servicios secretos norteamericanos. Se asegura que los beneficiarios de esa ficción han facilitado a elementos españoles los medios necesarios para asistir a una reciente reunión internacional». Y más adelante remachaba: «Circula desde ayer un pretendido besalamano de usted tan absurdo que no puedo menos de reputarlo apócrifo. Si no fuera así, tendría que puntualizar una posición que cortara de una vez las situaciones equívocas».

Inmediatamente le hice saber, en carta fechada el 28 de mayo, lo equivocado que estaba: «Se equivoca usted, don José María, al pensar que en todo esto existe un problema personal; el respeto hacia su calidad humana y el afecto surgido en las amarguras compartidas lo harían inviable aunque hubiera razones para ello... No puedo ocultarle, finalmente, que me ha producido verdadera tristeza y desencanto el único comentario que dedica en su carta a la canallada de mi besalamano apócrifo... Estoy recibiendo constantes testimonios de solidaridad y rotunda condena ante la repugnante maniobra, pero yo esperaba muy especialmente uno, que no ha llegado a su tiempo, y que ni debo ni puedo pedir».

En realidad el viaje a Lima había sido sufragado en parte por la Unión Mundial Demócrata Cristiana, organizadora del congreso, y el resto por nosotros mismos. Y el besalamano había sido producto de la imaginación de uno de sus colaboradores (estoy convencido de que Gil-Robles no participó en semejante «broma»).

Aquello fue el final de mi colaboración con don José María. Nunca más estuvimos en el mismo partido, aunque sí en la misma trinchera de la oposición democrática al franquismo. Pese a aquel penoso final de la relación de cooperación íntima pensaba entonces y sigo pensando hoy que don José María fue una figura señera de la cosa pública española, un hombre firme, inteligente y capaz que acumuló, con los errores que se quiera, grandes méritos en su larga carrera política.

Íñigo Cavero, José Luis Ruiz Navarro, Óscar Alzaga, Juan Antonio Ortega, Carlos Bru y otros, además de yo mismo, nos separamos de la Democracia Social Cristiana. Durante el tiempo que siguió permanecimos indecisos, pero muy próximos a lo que se estaba gestando alrededor de Ruiz Giménez.

Antes de la ruptura, en enero de 1965, se celebró un congreso político en Los Molinos, pueblo cercano a Madrid, en el que se buscaba la unificación de los diversos grupos progresistas cristianos de revistas como Cuadernos para el Diálogo, Mundo Social y El Ciervo, y militantes de la IDC (Izquierda Demócrata Cristiana), que era el partido de Manuel Giménez Fernández. Al final no hubo acuerdo. Los moderados siguieron a Jesús Barros de Lis en la llamada Unión Demócrata Cristiana. Con el tiempo Barros terminó junto a Federico Silva en la Nueva Derecha. Otros asistentes a Los Molinos se inclinaron hacia Manuel Giménez Fernández, y finalmente también hubo quien prefirió quedarse al margen, para acabar integrándose en el PSOE. A Los Molinos no asistió nuestra Democracia Social Cristiana, lo que creo que fue un error.

Cuando a comienzos del año 1968 murió Manuel Giménez Fernández, los delegados de la comisión ejecutiva de su partido, que venía funcionando ya durante la enfermedad de don Manuel (Óscar Alzaga, Jaime Cortezo, Pepe Gallo), se constituyeron en albaceas testamentarios coordinadores de Izquierda Demócrata Cristiana (IDC).

Se había producido no hacía mucho tiempo un encuentro entre Giménez Fernández y Ruiz Giménez, que era bien visto por las gentes de la IDC, como Mariano Aguilar Navarro, Eduardo Cierco y Eduardo Jauralde. Aquella confluencia también nos era grata a los «rebotados» de la Democracia Social Cristiana. Tanto fue así que nos incorporamos al grupo de Izquierda Democrática que acababa de organizarse alrededor de Ruiz Giménez, que nos recibió con los brazos abiertos.

La reestructuración de Izquierda Democrática (ID) se hizo buscando como paraguas legal una sociedad anónima, Información y Divulgación, S. A., constituida los primeros días del año 1970, entre otros, por Óscar Alzaga, Jaime Cortezo, Eduardo Cierco, los hermanos Gallo, Ricardo Egea, Gregorio Marañón y Bertrán de Lis, Fernando Méndez Leite, Servando de la Torre, José Juan Toharia, José María Tradacete, Juan Antonio Ortega, Luis Vega Escandón y Manuel Villar Arregui, distribuyéndose las acciones entre todos los afiliados. Óscar Alzaga figuraba como administrador único y buscamos un domicilio en la Avenida del Mediterráneo, que tuvo una vida breve y azarosa. En el local de la Avenida del Mediterráneo celebramos las primeras reuniones de ID, que se situó en línea avanzada.

Cuando llegó el famoso proceso de Burgos, representantes de los partidos de oposición se reunieron en los locales de ID el 26 de noviembre de 1970. En plena reunión semiclandestina, a las doce de la noche irrumpieron en el local agentes al mando del célebre Billy el Niño. Fueron detenidos Juan Areilza, Juan Antonio Bardem, Fernando Baeza, Carlos Bru, Pablo Castellano, Jaime Gil-Robles, Nicolás Sartorius, el doctor Sopeña, Enrique Tierno y Eugenio Triana, entre otros. Estuvieron retenidos durante setenta y dos horas en la Dirección General de Seguridad, todos menos Enrique Tierno, que fue liberado antes por una gestión personal de Willy Brandt a través del embajador alemán.

El único de los detenidos de ID era Carlos Bru, amigo entrañable de siempre, pues todos los demás directivos, por unas u otras razones, no estábamos en la sede aquella noche. Precisamente la ausencia de Joaquín Ruiz Giménez decidió la intervención policial, pues no querían de ninguna manera tener que detenerlo y causar con ello un gran escándalo. Los apresados alegaron que la reunión había sido convocada para lanzar una revista en la que colaborarían un ginecólogo, un director de cine, profesores universitarios, abogados... No coló. Pero al final la cosa solo quedó en acción gubernativa, sin que pasara al ámbito judicial.

En aquellos días el mundo universitario, muy revuelto, era una constante fuente de inquietud para el régimen. En el mes de enero de 1969 se declaró el estado de excepción en todo el territorio nacional, lo que a muchos nos pareció una barbaridad. Entonces comenté, y me sigue pareciendo así, que el Gobierno quería matar pulgas a cañonazos. Lo cierto es que en la noche del día 29 de ese mes fui detenido y llevado a las dependencias de la DGS. Desde allí, por segunda vez en mi vida, tenía que iniciar un viaje de extrañamiento. Eso sí, aquella noche en la Dirección General de Seguridad tuvieron mayores consideraciones conmigo que en 1962. No fui a un calabozo, sino a unas oficinas del primer piso, por donde fueron desfilando, con sorpresa por su detención, profesores universitarios que entonces tenían mayor contacto e influencia con el alumnado. Como escribí hace tres décadas: «La lista de los elegidos para la “purga” no se sabe bien de dónde procedía, porque era bastante disparatada. En mi caso, hacía ya algunos años que había dejado la colaboración con la cátedra de Prieto Castro y no tenía contacto alguno con los medios universitarios. Pedro Altares, Óscar Alzaga, M. Baena, Antonio Cases, Elías Díaz, Paulino Garagorri, Rafael Jiménez de Parga, López Cachero, Gregorio Peces-Barba... no salían de su asombro al verse conducidos a diversos y distantes lugares como confinados, mientras el Gobierno no dispusiera lo contrario».

A Paco Bustelo y a mí nos llevaron a la provincia de Teruel, donde las autoridades no estaban avisadas, de modo que hubieron de improvisar nuestros alojamientos. Oficialmente mi destino era Crevillén, pero el propio gobernador civil de Teruel pensaba que el lugar no reunía las mínimas condiciones de seguridad y vigilancia. Y acabé en Orihuela del Tremedal, donde las fuerzas vivas se mostraron sumamente cordiales conmigo. En las visitas de cortesía que hice al alcalde, cura párroco y secretario del ayuntamiento, los encontré sorprendidos por recibir a unos huéspedes forzosos de cuya «peligrosidad» no tenían conocimiento. Después de una noche heladora, a las cuarenta y ocho horas de la detención me llamaron desde Madrid para decirme que la orden de mi confinamiento se había debido a ¡un error! y, sin más explicaciones ni excusas, se me dejaba en libertad de reintegrarme a mi residencia habitual.

Cuando luego presidí el Congreso de los Diputados el pueblo de Orihuela del Tremedal tuvo el detalle de ofrecerme un pequeño homenaje en recuerdo de las horas pasadas en ese lugar pacífico y acogedor.

La España que soñé
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